Los fin de fiesta no son nunca fáciles. La World Cup dejó en Sudáfrica un rastro de nostalgia, de calma nueva. Las calles fueron vaciándose de gente, de ambiente, de noches locas y volvieron, en parte, las sombras. Digo en parte porque tengo la sensación de que Sudáfrica ha mudado un poco más su piel canalla. Este país, de 46 millones de habitantes y dos veces y media la extensión de España, tiene recursos suficientes para labrarse un futuro en verde: sólo necesita cerrar heridas y poner libros encima de la miseria. No es sólo repartir la riqueza, que sigue mayoritariamente en manos de los mismos, es también comenzar a cambiar conceptos que se aprenden desde la escuela: “nadie tiene que regalarme nada, yo estoy capacitado para conseguirlo”.
Para mi el Mundial ha significado también un cierto halo de victoria. “¿Spain? Congratulations”, es la frase que más veces he escuchado desde que Iniesta marcará aquel gol que me secó la garganta. Desde entonces he comenzado a despedirme de este lugar. Mis dos últimas semanas aquí están siendo una larga y feliz despedida. Es curioso como mutan las miradas. Vuelvo a lugares ya visitados y comprendo que los miro con otros ojos. De la sorpresa se pasa al entendimiento, a la tranquila rutina.
Esta semana me he alquilado un coche y he bajado hasta Cape Agulhas, el punto más al sur de este continente (el reportaje de este fascinante lugar se publicará en VaP en una semana). Aproveché también para ir a Hermanus, el santuario de ballenas que, por otro lado, yo vi en postales. ¿Hay ballenas hoy?, le pregunté a la mujer del parking. “Sí, un montón”, me dice. Salí disparado con mi cámara a contemplar el espectáculo de la reproducción de los cetáceos y me encontré una hora después comiéndome un helado frente al mar y haciéndole fotos a una gaviota. Uno de los códigos que he aprendido a descifrar aquí es que te contestan que sí a la pregunta de si hay ballenas como a la pregunta de si está E.T. haciendo surf con Paris Hilton. Ellos sonríen, te dicen lo que quieres oír y se marchan. Al volver al coche la tipa me miró con gesto de “deben estar durmiendo”.
Es curioso como mutan las miradas. Vuelvo a lugares ya visitados y comprendo que los miro con otros ojos. De la sorpresa se pasa al entendimiento, a la tranquila rutina.
No hay crítica, que son encantadores aquí, pero si alguna vez os perdéis en una ciudad desistir de seguir escuchando la respuesta si en el primer segundo ponen cara de “¿dónde cojones estará ese lugar?”. Te acaban contestando igual, con 250 señas inconclusas, y acabas 20 minutos después escuchando a otro tipo que te manda exactamente en dirección opuesta.
Pero, como decía, todo pasa ahora de forma distinta desde aquel 15 de marzo en el que no me cabían las cosas en los ojos. Volví a Kalk Bay, el puerto pesquero que me embriago nada más llegar aquí. Volví a oler el rastro de pescado en lonja, a escuchar los ritmos africanos, a contemplar a los leones marinos y focas revolverse bajo los barcos. Lo hice ya con calma, sin prisas, sin dejarme llevar por cada momento en el que tenía la sensación de poderme perder algo. Toda la ruta de la Península de Ciudad del Cabo es fascinante. Ir a Muizemberg y contemplar las casetas de colores donde se cambian los surfistas; recorrer los anticuarios de Kalk Bay y comer pescado en la lonja; pasar a Simon Bay, donde hay calas de aguas claras y más de un kilómetro de costa donde habitan en libertad los pingüinos africanos; comer en el restaurante-hotel Bouldder´s Beach unos mejillones con tomate o un risotto de marisco; contemplar los macizos de rocas del Cabo de Buena Esperanza y entender que aquí se abrió una ruta a otro mundo; subir Chapman Peak rodeado de olas; parar en Hout Bay y mirar la inmensa bahía que un día soñó con ser una república independiente; saborear los viñedos de Constantia que embriagaron a los escritores románticos europeos y regresar al abrigo de la Table Mountain y sus Doce Apóstoles cuando cae el sol. Es un circuito en redondo, de no más de 100 kilómetros, que se disfruta despacio, con tiempo. Un primer adiós de este lugar tranquilo, de piel rica y estómago débil, perdido en la última esquina de África.
Este será el último post que escribo en mi blog bajo el nombre de “Desde Sudáfrica”; el próximo, aunque aún estaré en esta tierra, de la que salgo el 6 de agosto, se llamará ya “Un viaje por África”. Comienzo el día 1 una nueva ruta que espero me deje a mediados de octubre contemplando, en Uganda, las Montañas de la Luna (quizá luego llegue Kenya, dependerá del dinero, las fuerzas y las ganas). El largo adiós, tras cuatro meses y medio de estancia aquí, ya ha comenzado.