Brujas: sin rumbo ni relojes

La segunda vez que visité Brujas llegué con el horario apretado, estrenando una vuelta al mundo que apenas nos daba tregua. Las prisas constituían una forma pésima de cruzar la muralla medieval, un desagravio para los molinos que nos recibían con sus aspas recortadas al sol de la mañana.

La segunda vez que visité Brujas llegué con el horario apretado, estrenando una vuelta al mundo que apenas nos daba tregua. Las prisas constituían una forma pésima de cruzar la muralla medieval, un desagravio para los molinos que nos recibían con sus aspas recortadas al sol de la mañana. José Luis, Alfonso y yo necesitábamos aparcar el 4X4, ordenar el plan de ruta y engullir la ciudad con unos buenos planos. Apenas llevábamos unos cuantos días viajando juntos y debíamos pulir el método, para no trabajar a trompicones, pero estaba claro que hasta la fecha el plan estaba fallando.

Yo daba instrucciones en voz alta y apenas podía escuchar el sonido de los carruajes atravesando calles empedradas. Alfonso encuadraba torreones y apuntaba los detalles: un tejado escalonado, un balcón de princesa, un cisne que parecía entrenado en su porte. Nuestro cámara había pasado una noche febril y durante todo el día arrastró sudores fríos que no impedían que cargase la cámara ni su compromiso de grabar algunas de las plazas más armónicas de Europa. Ascendimos los 83 metros de la Torre del Campanario en la Plaza del Mercado, una tortura para quien arrastra un equipo de grabación. Una vez arriba, plantamos el trípode para enfocar el laberinto de tejados rojos y los canales. En aquella torre, yo me sentí tan alto, tan lejos del suelo que parcibí la distancia como si en realidad Brujas fuera un decorado, como si yo no estuviera allí. Vi a los turistas invadiendo las chocolaterías, los vi comprando paños artesanos, muñecas antiguas, dulces y figuritas con la forma triangular de las fachadas típicas, pagando recuerdos que podían conseguir gratis con un paseo.

Las prisas constituían una forma pésima de cruzar la muralla medieval, un desagravio para los molinos que nos recibían con sus aspas recortadas al sol de la mañana

Nos acercamos al Ayuntamiento, decorado con estatuas y filigranas doradas que repelían los flashes de las cámaras de fotos. Todo era hermoso pero parecía una ciudad expuesta, irreal, un museo con sus calles y sus iglesias tan puntiagudas que parecía imposible que pudieran sostenerse. Visitamos la Plaza del Burgo, que grabamos como quien graba una maqueta enorme.

A la hora de la siesta nos fuimos a comer en el primer restaurante que encontramos, abarrotado de gente que leía planos callejeros de la ciudad. Devoré cualquier cosa, mientras los tres, exhaustos, programábamos la tarde de grabación que nos quedaba. “Nos falta el paseo en barca” dije yo, dando un último sorbo al café. Alfonso suspiró sin quejarse siquiera y nuestro productor, José Luis, cargó el equipo de cámara fija, al tiempo que pagaba la cuenta.

Nos subimos a una barca, pero el presupuesto no daba para privilegios, así que la compartimos con una docena de turistas. El recorrido era idílico, tal vez demasiado artificial. Atravesamos los ojos de los puentes, descubriendo en cada tramo una nueva escolta de casitas de colores apostadas a orillas del canal, que me llegaron a parecer cursis por su exceso de rosas y cremas. El sol declinaba y yo debía terminar una presentación de la ciudad para uno de los reportajes. Sonreí entre los turistas sonrientes, y entre tanta sonrisa boba, entre tanta foto y tanto “¡oh!”, yo sólo pensaba en salir de allí de una vez por todas.

La primera vez que visité Brujas descubrí la ciudad de noche, alumbrada por farolillos tenues, con las barcas reflejadas en los espejos de agua. Viajaba desde España con mi chica, a bordo de mi Renault Clio, callados ambos, absortos por las torres encendidas junto al laberinto de canales, con la boca tan abierta como el plan de ruta, sin rumbo alguno. El impacto de la medianoche en Brujas resultó hipnótico. Si encontramos algún paseante en el camino, no lo vimos. Tan sólo aparecieron algunos cisnes en los recodos del canal, así, por pura casualidad.

La ciudad estaba llena de flores y el sonido de los carruajes era la banda sonora de una ciudad encantada, así que no teníamos prisa por encontrar nuestro lugar.

El hostal era tan modesto como entrañable y es que a nosotros nos sobraba todo menos nosotros. Al día siguiente salimos a pasear sin más relojes que los de la Torre del Campanario, que me pareció tan esbelta como los cuellos de aquellos cisnes espontáneos del canal.

Después buscamos un restaurante, un rincón apartado junto a los canales. La ciudad estaba llena de flores y el sonido de los carruajes era la banda sonora de una ciudad encantada, así que no teníamos prisa por encontrar nuestro lugar. Una ventana alumbrada con velas, una mesa apacible en un restaurante sin turistas -o tal vez sí había turistas, no lo recuerdo-.

La tarde la caminamos deambulando sin mapas, sin barcas, que estaban todas llenas de gente, sin un destino. En Brujas es obligatorio perderse para reencontrarse más tarde junto a un parque bajo el custodio de una iglesia apuntando al cielo de Flandes. Hay que fluir como el agua de los canales, con lentitud, volverse incluso cursi para no despreciar la gama de colores en las fachadas, retroceder a la imagen más romántica de un plan para dos, elegir bien la compañía y creerse el embrujo de la ciudad, sin juzgarla.

Volver a Brujas fue un error, igual que lo es hurgar en los trucos de magia. La ciudad era la misma, tan hermosa como antes, tan altiva y medieval, pero había cambiado. Puede que fueran las prisas, el plan de rodaje y la compañía. O puede que fuera, sencillamente, que sólo hay una primera vez para descubrir Brujas.

 

 

 

 

 

 

 

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