Buenos Aires: una mirada atrás

Buenos Aires siempre mira atrás, a lo que fue, a lo que pudo ser. Sus habitantes tienen la capacidad de avanzar añorando el pasado. Es una ciudad viva y sin embargo se va muriendo de nostalgia en las esquinas.

Buenos Aires siempre mira atrás, a lo que fue, a lo que pudo ser. Sus habitantes tienen la capacidad de avanzar añorando el pasado. Es una ciudad viva y sin embargo se va muriendo de nostalgia en las esquinas.

Para alguien que viene de Madrid y lleva un año medio alejándose, entrar por primera vez por la avenida del 9 de Julio es una forma de volver a casa. Ese fue mi primer síntoma de melancolía. De no ser por el obelisco, hubiera jurado que estaba cruzando la Castellana; en la Florida me imaginé en Preciados y en el barrio de San Telmo sentí la atmósfera de Malasaña. No me gusta comparar espacios ni sensaciones y sin embargo ahí estaba yo, con la certeza de vivir mundos paralelos.

Pero a Buenos Aires hay que escucharla para poder entenderla y su discurso comienza en los taxis. El porteño suele ironizar con el destino casi fatalista de su pueblo. No existe un sólo conductor argentino sin criterio y con una carrera te ahorras el periódico y las columnas de opinión. Todos los taxistas tienen una teoría de cómo el país se fue desmembrando, vendido en subasta universal gracias a una política corrosiva. En eso, en la crítica inmisericorde a sus políticos, todos parecen estar de acuerdo. Lo paradójico es que siempre repiten los mismos políticos con el apoyo del mismo pueblo hastiado. Y entonces vuelven a lamentar su suerte, suspiran, escuchan un tango triste y ya sin remedio, se ponen a recordar tiempos mejores de tal forma que hasta yo maldije no tener un pasado argentino.

La música de tango es una forma sublime de llorar y el baile una manera elegante de superarlo. El argentino es altivo como sus danzas, orgulloso, digno, pero suena a acordeón cuando se expresa. Buenos Aires es eso: librerías antiguas donde soñar otras historias, un mate para pasar un mal trago, un café que huele a madera, una pancarta frente a la Casa Rosada, un altar a Maradona… pero sería muy injusto si dijera que es sólo eso, nostalgia.

A Buenos Aires hay que escucharla para poder entenderla y su discurso comienza en los taxis. Con una carrera te ahorras el periódico y las columnas de opinión.

Quien se acerca a Puerto Madero descubre de golpe la luz de los embarcaderos nuevos, edificios que apuntan a la prosperidad del cielo y restaurantes donde un carnívoro se quedaría a vivir. Me pareció que la ciudad crece más rápido de lo que aparentan algunos de sus barrios. La Boca enfatiza esa imagen de lugar atemporal con las casas de El Caminito pintadas al estilo de los emigrantes genoveses que atracaron aquí a finales del siglo XIX. Hoy los turistas se paran a comprar lienzos o se animan a bailar un tango con una bailarina que te sube la pierna hasta la barbilla, pero aún así sigue fluyendo de algún modo el espíritu de antaño, con el Puente de Avellaneda al fondo, como un gran calendario varado en 1940.

En cada barrio entendí un forma distinta de entender la vida y el tiempo. Son las dos velocidades de Buenos Aires. Una apenas se mueve, rendida ya al sabor añejo del Gran Café Tortoni y a los cantos de Gardel. Otra necesita reivindicar su condición de inconformista y prefiere la música moderna en los bares para gritar al futuro, que con una guitarra eléctrica suena mejor.

No sé cuantas horas dediqué a recorrer la ciudad de un lugar a otro, cargado con el equipo de cámara, de Palermo a la Avenida de Corrientes, de Constitución al Río de la Plata, de la Boca al hotel, cansado de ver tantas ciudades en un sólo paseo. Pero en esas caminata encontré la recompensa de un buen asado, un chorizo con chimichurri, un bife a pie de calle y en cada parrilla un argentino agradable y socarrón, un hombre despierto, con el verbo resbaladizo para el chiste fácil o un comentario ácido.

Habíamos cruzado más de medio mundo en coche cuando llegamos a Argentina y aquí, después de muchos meses sin tregua, detuvimos el ritmo. Poco a poco fuimos dejando las cámaras en el hotel, para salir a pasear con las manos en los bolsillos.

Yo encontré mis propios pasos, lejos de mis compañeros de viaje, y me sentí cómodo en Buenos Aires, como si fuera a reconocer una cara amiga a la vuelta de una esquina. Quizá era el carácter bonaerense, con ese punto temperamental como el de los españoles, pero con un acento más suave, más acústico. Puede que fuera la personalidad de las mujeres, dulces e indómitas al mismo tiempo o el calor de los locales de tango, donde acuden los solitarios a beberse el vino sin consuelo. O tal vez eran los bares alegres de las noches de San Telmo, o las parrilladas, o la conversación fácil con extraños. No lo sé, pero de alguna forma, antes de marcharme ya empecé a echar de menos Buenos Aires, ya empecé, yo también, a mirar atrás.

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