Los flamencos… los dichosos flamencos siempre llegan antes que yo. Me había pasado otras veces en lugares sin presencia humana, en los manglares perdidos de México, en las marismas de Doñana, en los lagos plateados de Tanzania, en las islas de postal de Mozambique… allí estaban ellos esperándome para recordarme que había llegado tarde, para demostrarme que ellos lo vieron primero y que yo soy sólo un intruso en el paraíso.
Los flamencos tienen la costumbre de asentarse en la maravilla, son exquisitos con el paisaje que gobiernan y hasta su vuelo es refinado. Sólo entienden el mundo con el color rosa de su plumaje, con ese cuello estirado y ese punto cursi con el que se echan a volar. Es la estética lo que parece mover a las bandadas de flamencos y sólo aceptan terrenos de otro mundo, pues incluso ellos tienen algo alienígena, algo de ficción.
¡Ya están aquí, me cago en los flamencos, qué bonito es esto!
Por eso, cuando me asomé por primera vez a la laguna Blanca de la reserva de Eduardo Avaroa, pensé al instante: «¡ya están aquí, me cago en los flamencos, qué bonito es esto!». Y ahí estaban anunciando al hombre que ese no es un lugar cualquiera, sobrevolando el espejo de agua, exhibiéndose frente al perfil del volcán Licancabur. En esta parte del mundo los lagos son de colores, como sus pájaros y las montañas peladas se coronan de nieve a más de 5.000 metros.
Nosotros llegamos después de recorrer el valle de la Luna, al otro lado de la frontera, en territorio chileno. El valle está precedido por su fama, por su reputación de lugar mítico para los turistas. Sin embargo, el sur de Bolivia se presenta sin contemplaciones, de golpe. Y uno siente que colisionan sus sentidos con aquellas montañas y aquellas lagunas y aquellos malditos flamencos. ¿Cómo es que no habíamos oído hablar de la reserva nacional andina Eduardo Avaroa? Lo cierto es que entre el valle de la Luna y el salar de Uyuni se halla uno de los lugares más desconcertantes y hermosos de América.
Durante muchos kilómetros la excentricidad es rutina en esta parte del mundo.
La laguna Blanca casi se toca con la laguna Verde. Después la emoción de los caminos de tierra entre montañas rojizas. La soledad es otro de sus grandes alicientes, apenas hay algunos arbustos amarillos y algunos turistas mareados mirando a todas partes y los flamencos, claro.
Si bien Eduardo Avaroa posee una belleza tajante desde el primer momento, también se reserva el impacto emocional de algunos trucos de magia, como el del valle Dalí. Está formado por piedras, pero son piedras raras, enormes y dispersas que aparecen dispuestas a lo largo de un valle de arena y a tal surrealismo debe su nombre el valle. Durante muchos kilómetros la excentricidad es rutina en esta parte del mundo.
En mitad de ninguna parte, la tierra comienza a arder en una colección de géiseres que brotan de las profundidades.
Aquí los sulfatos forman las orillas blancas de los lagos para enmarcar mejor el color de las aguas. Poco después, en mitad de ninguna parte, la tierra comienza a arder en una colección de géiseres que brotan de las profundidades. Y uno no puede apartar la mirada de esos agujeros color ceniza, amarillentos, marrones e incluso de un naranja radioactivo. Me pareció que aquel cuento fantástico se había pasado con el atrezzo. Y entonces, para rematar el embrujo volcánico, aparecieron unas termas desde las que era posible contemplar un paisaje abierto, con lagunas irisadas, de todos los colores. Y en esas termas, un grupo de turistas se bañaba reclamando un poco de realidad, para no perder del todo la cordura.
Estábamos a más de 4.200 metros, adormilados por la visión de la laguna, mecidos por el agua caliente y atontados por la altura. Así que tal vez me lo inventé. Pero no, no me lo inventé porque nuestra cámara captó el último arrebato de la naturaleza del sur de Bolivia: la laguna Colorada. Era un lugar sangriento, ya del todo extraterrestre. Allí no vive nadie porque nadie se lo cree. Sólo los flamencos, miles de ellos esta vez, invadiendo la imaginación del viajero, para mostrarnos un paisaje imposible y recordarnos que somos nosotros los que, en la reserva Eduardo Avaroa, estamos fuera de lugar.