Charlie Hebdó y las buganvillas

Internet decía que estaban bien y fuera de peligro, que algunos vecinos de la ciudad consiguieron alertarlas, a tiempo de que se refugiasen con otros cristianos en el cuartel militar de la ciudad, que lo peor había pasado y en unos días podrían tomar algún avión con destino a Togo, a Burkina o a Benin. Durante los días siguientes la gente de la ciudad se dedicó a llevarles comida y a salvar algunos enseres de la Misión.

La buganvilla crece en lugares calientes y relativamente secos. Si quieres que esta planta permanezca al aire libre todo el año, lo mejor es que la siembres en dirección al norte si estás en el hemisferio sur y hacia el sur si te encuentras en el hemisferio  norte. La hermana Dolores siempre decía que son plantas muy delicadas, incluso bastante exigentes y que necesitan al menos siete horas de sol todos los días para poder crecer. Las primeras  buganvillas que intenté plantar en Zínder permanecieron al principio tan mustias como mi ánimo, Dolores me enseñó que debía regarlas lo suficiente para que la tierra estuviese un poco húmeda pero no tanto como para que se empapase del todo. Por otra parte, si quería que trepasen hacia arriba debía colgar de la pared hilitos o alambres de colores, la planta se enredarían en ellos y crecerían rectas y orgullosas siguiéndolos como ascensores hacia el tejado. La hermana Dolores me enseñó eso y algunas otras cosas.

La hermana Dolores me enseñó eso y algunas otras cosas

Su primera etapa en África fue Costa de Marfil, pero pronto cambiaría selva por desierto y el resto del tiempo lo pasaría en Níger, decía que aquí la gente era distinta.  35 años en  Kara-Kará un barrio de leprosos de Zínder, la última mancha reseca de ese inmenso montón de nada que para mucha gente representa el Sahel. Ahí dejó su juventud, la infancia de sus sobrinos y algunas de las certezas que traía. Regó la tierra sedienta con un millón de berrinches y el estrépito que hacen muchos sueños al derrumbarse. Ahí se convirtió una de las personas más felices que he conocido en mi vida. Cuando cada día leo los diarios repletos de artículos, consejos y listas definitivas que te dictan el camino a la felicidad, siempre procuro recordarme que de mayor quiero ser feliz como Dolores. Feliz en bajito e intentando no molestar, con esa sonrisa discreta y evanescente tras la que disimula su felicidad la hermana Dolores.

Durante todo el tiempo que coincidimos no se rindió en su empeño de que acudiese a misa, más por celo profesional que por verdadero interés; al final, incluso, consiguió que apareciese un par de veces. En realidad nunca la imaginé evangelizando a nadie, lo suyo era más bien el trabajo. Aquella mujer parecía capaz de desguazar los relojes para sacar las horas y estirarlas a su antojo. Podía verla en mil lugares al mismo tiempo, chapurreando aquel francés pausado con acento de Astorga, mientras trasteaba  la ciudad a lomos de su todoterreno. El hábito manchado de polvo cuando ponía vendas sobre las dentelladas de la lepra, charlaba con los vecinos de Kará Kará, contaba sacos de mijo o sacaba brillo a sus microcréditos. Las señoras del mercado que antes me regalaban sonrisas y dátiles, empezaron también a dejarme pasar primero en la cola cuando se enteraron que trabajaba para la “africana blanca”.

Pertenecía a la etnia Ewe y era la menor de seis hermanos

También estaba la hermana Joseph, noventa kilos de togolesa sonriente y desmesurada.  Al contrario que Dolores, en Joseph todo era excesivo, igual podía estallar en unas risotadas que hacían burbujear  los platos de sopa y esconderse a los perros de la Misión, como segundos después fruncir el ceño y desencadenar un sermón iracundo invocando a Dios y a todos los demonios del infierno. Pertenecía a la etnia Ewe y era la menor de seis hermanos, criados en algún arrabal de Lomé.  De joven sufrió algún desengaño amoroso y en lugar de limpiar los calzoncillos del primer togolés que la suerte o su familia cruzase en su camino decidió servir solo a Dios. Cumplía diez años en Kara-Kara y junto a la hermana Dolores era el alma de aquel barrio. Para ella también los días se fraccionaban en veinticuatro horas de actividad salvaje, todo lo vivía en estado de arrebato aquella mujer, siempre  a mitad de camino entre la risa y el trueno. Así era ella y así la queríamos todos.

Habían visto crecer el barrio a través de los años, desde su condición de arrabal polvoriento a enclave privilegiado en la ciudad. Bien equipado con dispensario, enfermería y escuela, Kara-Kara parecía preparado por fin para resistir cualquier  plaga, enfermedad o hambruna que intentase asediarlo.  Y además allí se iba a clase, si hay algo que recuerdo de aquel lugar es la marea azul  y sonriente  de carteras de Unicef que inundaba las calles camino del colegio todos los días. Kara- Kara pasó de ser un refugio marginal de leprosos a poder mirar a los ojos sin avergonzarse al resto de la ciudad. Desde el principio trabajando junto a sus habitantes siempre estuvieron ellas, como notarios infatigables que levantaran acta fundacional de aquel lugar mágico. Alguna vez les pregunté si de poder volver atrás hubiesen elegido otra cosa, en vez de dejarse la vida en la pequeña comunidad católica de un país con un 98% de musulmanes. Creo que fue Joseph  la que soltó una de sus risotadas, después se sacudió el enjambre de chiquillos que le colgaban de la falda y me ordenó que me tomase mis pastillas contra la malaria y dejase de decir tonterías.

Espanta ver la facilidad con la que vuelan 35 años

Es curioso cómo retuerce el tiempo los recuerdos. Hace unas semanas cuando vi las fotografías, lo primero que pensé es que recordaba todo mucho más grande. Como si los muros se hubiesen encogido para intentar recoger los cascotes y escombros acumulados en la escuela. Me fijé en un dormitorio, la chapa de latón del techo se  había combado como una lengua  hasta casi rozar la cama carbonizada, las paredes que daban al patio parecían diminutas cubiertas por el hollín y los desconchones, entre el desorden sólo quedaban en pie algunas macetas, ordenadas en fila como cronistas desolados. El conjunto me impresionó aún más por su tamaño que por su tristeza, increíblemente pequeño y frágil sin ellas. Espanta ver la facilidad con la que vuelan 35 años, esparcidos por el aire como un soplo de ceniza.

Internet decía que estaban bien y fuera de peligro, que algunos vecinos de la ciudad consiguieron alertarlas, a tiempo de que se refugiasen con otros cristianos en el cuartel militar de la ciudad,  que lo peor había pasado y en unos días podrían tomar algún avión con destino a Togo, a Burkina o a Benin. Durante los días siguientes la gente de la ciudad se dedicó a llevarles comida y a salvar algunos enseres de la Misión. Es posible que algunos de ellos fuesen los mismos que acudieron aquel día,  los mismos que pensaron que el fuego puede borrar el trazo de unas caricaturas dibujadas a miles de kilómetros de distancia. Alguien debía pagar la factura y a esas alturas todos se habían largado ya de la ciudad, sólo quedaban ellas.

No he intentado localizarlas hasta hace unos días, no sé si por pudor o por cobardía. No es fácil afrontar que uno de los mejores años de tu vida ya no existe, prefiero no imaginarme como debe ser multiplicar esa sensación por una existencia entera. Cuando hablamos se encontraban ya en Burkina, la línea telefónica arrasada por las interferencias apenas si me dejó distinguir los recuerdos apresurados y las carcajadas de Joseph. La conversación resultó  un poco confusa y estuvo a punto de cortarse un par de veces, aun así me dio tiempo a preguntarle a Dolores qué pensaban hacer ahora.

– Volver en cuanto la congregación nos dé permiso.

Les mandé un abrazo y colgué. Con África aún en el oído, me puse a pensar en muchas cosas. Por primera vez después de muchos días recordé que a pesar de todo hay cosas que sí  tienen sentido. Hay cosas que sí tienen sentido y a veces los sueños se elevan sobre la estupidez humana y tiran de algunas personas. Como aquellos hilitos de colores sobre las buganvillas.

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