“¡Bendito sea tu fracaso! ¡Bendito sea tu derrame! ¡Bendito sea el cerrarse de tu ojo! ¡Bendita sea la delgadez de tu mejilla! ¡Benditos sean tus muslos marchitos!”
“Kaddish”, Allen Ginsberg.
Layla llegó al hospital con nombre de canción y huesos rotos. Un matatu acaba de atropellarla y lloraba bajito en la camilla de la Emergency Room mientras su marido hablaba por teléfono. Las radiografías mostraron numerosas fracturas antiguas, ya curadas, así que le preguntamos por ellas. “Jamás me he roto un hueso”, aseguró. Sólo fueron necesarias unas cuantas llamadas a otros hospitales de Nairobi para confirmar que Layla había estado ingresada dos veces, ambas con múltiples fracturas causadas por atropellos de matatus.
Aquella noche me acerqué a su habitación y le conté que sabíamos por su historial médico que no era la primera vez que estaba ingresada por algo así. Layla lloraba. Layla me suplicaba que no le dijera nada a la Policía. Layla me decía, que yo, chica del norte, no entendía. Layla me acusaba de no ser madre.
Layla llegó al hospital con nombre de canción y huesos rotos. Un matatu acaba de atropellarla y lloraba bajito
Layla se había dejado atropellar por tercera vez para que el conductor del matatu de turno tuviera que pagarle una “indemnización” poco legal, con la que pensaba pagar la universidad de sus hijos. Lo tenía todo perfectamente planeado, junto a su marido, que era quien se encargaba fríamente de negociar el precio del daño de su mujer. Después de un mes ingresada, sin recibir ni una sola visita de sus hijos (demasiado atareados en la universidad) dejó el hospital con una sonrisa. Le di un abrazo, por mí, por sus hijos, por todos los hijos del mundo, y le dije que no volviera.
Dos días después, una amiga daba a luz en el hospital, y yo estaba allí viendo a su niña nacer. Pensaba en Layla y en su amor. Pensaba en mi madre. Vi a mi amiga con el vientre abierto, sangrando, mientras escuchaba a su hija llorar y me pedía que le hiciera una foto y se la enseñara. Vi esa alegría y recordaba los primeros partos que viví en Makuyu, tan sucios, tan rápidos, tan fáciles, tan tierra. Partos de mujeres jovencísimas (algunas rozaban los catorce años) que daban a luz sin saber qué comerían al día siguiente y miraban en silencio a sus bebés. Qué aterrador, pensaba yo entonces. Qué hambre.
Se había dejado atropellar por tercera vez en busca de una “indemnización” para pagar la universidad a sus hijos
Ayer estaba a punto de irme a dormir cuando alguien llamó a la puerta. Era Zai, la mujer sudanesa a la que le compro frutas. Entró en casa, se sentó en el sofá y empezó a llorar. Su hija había tenido un derrame cerebral y había perdido la visión. Zai había trabajado como prostituta años atrás y me decía que había perdido a dos hijos y sabía que perdería a su hija también, como castigo. Me decía que a su hija se le estaba saliendo el cerebro por el oído y que se paseaba por la casa abriéndose los ojos con los dedos, separándose los párpados y diciendo: ni siquiera así veo, mamá, ni siquiera así veo.
Me contaba Zai que por las noches se quedaban hasta tarde hablando, y ella le describía la vida a su hija. Le hablaba sobre el color de la ropa de las personas con las que había tratado, las formas de la fruta, el polvo, la fealdad, la injusticia. Me contaba Zai que estaría dispuesta a prostituirse otra vez si eso le diera dinero para recuperar la vista de su niña.
Zai me contaba que estaría dispuesta a prostituirse otra vez si eso le diera dinero para recuperar la vista de su niña
La ventana de mi habitación da al hospital. A veces, por la noche, escucho a mujeres parir. El daño se cuela en mis sueños y entonces me despierto. Me vuelvo a dormir cuando escucho a sus bebés llorar. Si supiera rezar, entonces lo haría, pero como no sé simplemente digo: “Que la fuerza os acompañe”.