El desierto Negro de Libia

Por: Vicente Plédel y Marián Ocaña (Texto y fotos)
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Sabha, la capital del Fezzan, es el punto de partida de todas las expediciones que desean adentrarse por esta apartada región del Sahara. La historia más primitiva de este incógnito territorio salió a la luz cuando se iniciaron las primeras exploraciones europeas hace apenas dos siglos. Su distanciamiento y hostilidad la mantuvo olvidada para Occidente, y la suerte que corrieron en Sabha la mayoría de estos pioneros fue reiteradamente desafortunada pero su denodado empeño y valor nos ha permitido acceder a tesoros que el tiempo y el olvido han conseguido paradójicamente preservar.

Para abrir esta nueva puerta del mundo, nos abastecemos de mucho combustible y agua en bidones, así como de gran cantidad de provisiones para poder afrontar cualquier eventualidad. Serán 640 kilómetros hasta el desierto del Tibesti para alcanzar y regresar del insólito volcán Waw an Namus, cuya laguna central bautizó en árabe a dicho volcán como «Lago de los Mosquitos».

Nuestro 4×4 supera los 100 Km/h como si el Fezzan estuviese cubierto por un perfecto asfalto de oro.

Dejamos atrás las poblaciones de Murzuq y Zweila. En Timas nos adentramos en el desierto del Fezzan a través de una infinita llanura de arena sin ninguna deformación y nuestro 4×4 supera los 100 Km/h como si el Fezzan estuviese cubierto por un perfecto asfalto de oro. A pesar de la velocidad, la ausencia de referencias nos da la sensación de no avanzar, nada cambia a nuestro alrededor y nuestra vista se pierde en el infinito sin divisar otra cosa que la vasta planicie de arena.

Todo lo bueno se acaba y la ruta nos muestra su cara más amarga cuando hemos de seguir avanzando por roquedales que acaban con nuestra primera rueda. Además, las zonas de rocas se alternan con las de arena blanda fech-fech, tan fina y volátil como la harina. Si desinflamos las ruedas para no quedar atrapados en el fech-fech estamos expuestos a sufrir pinchazos si debajo hubiese una roca y ya sólo nos queda otra rueda de repuesto. Así pues, preferimos quedar atrapados en la arena y usar las planchas en cada atasco en vez de perder más ruedas.

Poco a poco vamos superando los obstáculos del terreno y por fin, tras varios cientos de kilómetros, el primer halo de vida: Wadi Kabir. Se trata de un insólito oasis-granja en medio del desierto donde producen productos hortícolas como tomates, pepinos o pimientos entre otros muchos. Todo está destartalado en este remoto lugar pero los dueños ofrecen por módicos precios una desaliñada habitación con un colchón, ducha y comida. Preferimos acampar con nuestros medios pero de buena gana aceptamos la ducha y una comida simple que nos evitará cocinar y fregar con agua racionada por una vez.

Las formas, luces y colores del Tibesti van mutando. Llanuras doradas, ocres y blancas han dado paso a paisajes lunares azulados y pardos para concluir, cerca de nuestra meta, en un auténtico desierto de negras dunas cuyo origen son las cenizas de los volcanes que vamos sorteando. Y por fin, cuando el sol se dispone a desaparecer, alcanzamos nuestro objetivo. Como en el viaje de Julio Verne al centro de la tierra, donde aparecen escenarios inimaginables que creíamos desaparecidos, surge en medio de una gran depresión del terreno… el Rey de la llanura negra, un imponente cono volcánico emerge de entre las arenas azabache: Waw an Namus. En su interior, el “Lago de los Mosquitos”, un collar de lagos tricolores que brota de las entrañas de la tierra rodeando la chimenea volcánica de lava cuajada, combinando sus matices con el hosco paisaje que le rodea.

 La acampada se hace incomodísima pero por lo menos no hace acto de presencia ninguno de los millones de enormes mosquitos que pueblan la laguna

Pero la noche cae implacable, accedemos al punto perimetral más alto y montamos el campamento, el ocaso nos impide ir más allá. Tras una rápida y frugal cena, nos dormimos deseosos de que vuelva a amanecer para poder disfrutar de nuevo de esta extraordinaria visión. Una espantosa ventisca sopla toda la noche y zarandea constantemente nuestra tienda sobre el techo del 4×4 pero no se produce ninguna tormenta de arena porque la arena volcánica es mucho más pesada que la habitual de las dunas. La acampada se hace incomodísima pero por lo menos no hace acto de presencia ninguno de los millones de enormes mosquitos que pueblan la laguna. Sin el viento la estancia hubiese sido casi insoportable.

La mañana amanece espléndida con un sol radiante y desde la plataforma que rodea al cráter comenzamos a descender hacia el lago. La ventisca se ha tornado en viento suave, no es molesto y evita que los mosquitos busquen sangre fresca en nosotros. Las piernas se nos hunden en la arena casi hasta las rodillas mientras bajamos hacia el interior del volcán pero por fin nos encontramos junto a los cañaverales que envuelven a las aguas filtradas de las profundidades de la tierra. Tres colores son los que nos ofrece las aguas del cráter: rojo, azul y blanco, dependiendo de las sales y minerales de su lecho. Cautivados por nuestro entorno giramos sobre nosotros mismos una y otra vez para no perder el más mínimo detalle del prodigio que la naturaleza ha creado en este apartado lugar y el estremecimiento que sentimos nos hace olvidar el esfuerzo para llegar hasta aquí.

Todavía embriagados por esta obra de la naturaleza, ahora nos dirigimos hacia “las rocas que hablan”.

 

 

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