Un coche hace un giro brusco y se para junto a mí. Dos policías vociferan y gesticulan con sus manos como si el fin de un día que acaba de comenzar fuera a caer sobre nuestros hombros. Son las nueve de la mañana. Llevan la música alta, aspecto de estar bebidos y gesto desafiante. Son las nueve de la mañana, no he tomado aún un café, y acabo de descubrir que la pasada noche me han robado el espejo retrovisor y los faros delanteros del coche. Son las nueve de la mañana y otro tipo con placa amenaza con joderme más el día con su placa que oficializa robos. Empieza un día en Maputo.
He parado el tiempo justo para que a dos agentes se les haya encendido la luz: “dinero a la vista”.
Estoy parado en la esquina en la que confluyen las avenidas 24 de julio y Julius Neyere, frente a la cafetería Nautilus en la que dejo a mi amiga Ana Paula mientras yo voy a la Embajada Española a tener un encuentro con la representación diplomática y estrechar relaciones “profesionales”. Tengo prisa. He parado un segundo para que ella baje del coche y yo seguir mi camino. He parado el tiempo justo para que a dos agentes se les haya encendido la luz: “dinero a la vista”. Bajan de su coche, me piden los documentos y me explican que me he detenido en un lugar prohibido (una esquina en la que paran cientos de coches cada día). Intentamos explicar que sólo me he parado para que bajara del coche. Daba igual, tienen a dos europeos a los que hubieran intentado multar por aparcar en doble fila en medio del desierto.
Ana Paula habla con ellos. Ella tiene tarjeta de residente y el portugués es su lengua. Les exige que bajen la música del coche y les recuerda que no pueden quedarse con mi permiso de circulación, algo con lo que amenazan parra incrementar el precio de la multa. Me pide que me mantenga lejos. Yo tengo prisa, llego tarde a mi cita. Entonces, en medio de la conversación, ella les dice: “Me han robado esta noche en el coche los faros y el espejo retrovisor. ¿No van a hacer nada sobre eso?”. Ellos miran el vehículo con indiferencia y dan la solución oficial de la Policía en este tipo de casos: “Vayan a buscarlos al mercado de La Estrella, allí lo encontrarán”, contesta el tipo con arrogancia. Pagamos la multa. Yo llego tarde a mi cita ya sin sorprenderme de que la única solución que te dé un policía a un robo es ir a buscar lo robado a un mercado que él conoce. Al fin y al cabo, ellos ya me habían robado primero.
El mercado de La Estrella es el mercado oficial de los robos en Maputo. Cualquier cosa que desaparece hay que ir a buscarla allí
El mercado de La Estrella es el mercado oficial de los robos en Maputo. Cualquier cosa que desaparece hay que ir a buscarla allí. Una reglas de un juego sin reglas que todo el mundo conoce. El apartado más importante para nosotros es que un blanco no debe ir a recuperar lo que le han robado, el precio su multiplica por tres. Mandamos a Costas, un viejo amigo de Ana Paula y Víctor que trabaja con ellos en su empresa. ¿Cuánto crees que costará? “La última vez por unos faros pagué 6.000 meticais (170 euros aprox)”, contesta él. Le damos 7.000 meticais porque hay también un espejo. Una hora y media después regresa con 500 meticais de cambio, los dos faros y nuestro espejo, el mismo que nos acababan de robar y que lleva grabada la matrícula en el cristal.
Dos semanas antes
Cruzamos la frontera con Sudáfrica y nos dirigimos a Nelspruit. Yo llevo el coche. Nos para un control de Policía a escasos 20 kilómetros de la frontera (ambos lados de la frontera son un hervidero de coches donde la Policía de cada país abusa de sus vecinos con descaro. La matrícula de Mozambique me delata). Esta vez negocio yo. Viví año y medio en Sudáfrica y conozco mejor las reglas del juego. El agente me pide que le enseñe papeles, los triángulos y el chaleco. Hace bingo con los triángulos. El coche no es mío, un Land Cruiser, y no soy capaz de encontrarlos en un vehículo que es un barco. Comienza la negociación con un tipo gordo, grande, que intenta sacarme el dinero con una condescendencia que aborrezco. Yo me hago el tonto, demoro la negociación como si no tuviera prisa y muy educadamente le pido que me deje ir entre bromas y conversaciones de la selección española de fútbol, el Mundial y lo bonito que es el país. Para entonces he entendido que el único problema es que su jefe anda cerca y él no está interesado en ponerme una multa que no vaya a su bolsillo. Tras 20 minutos en los que no me alejo del control donde andan otros policías, y él va y viene mirando siempre de reojo, me deja ir bajo la promesa de que compraré unos triángulos en la primera ciudad que encuentre. He triunfado, pienso, mientras vuelvo a la carretera a cumplir mi promesa.
“Que no se vea, deja el dinero en el asiento del coche”, me recrimina con los ojos
20 kilómetros después me para otro agente. Lo hace 200 metros antes de la ciudad en la que voy a comprar los triángulos, la primera que vi en el camino. Esta vez hay sólo dos tipos. Por el inicio de la conversación entiendo que está compinchado con el gordo socarrón. Rápido me lleva lejos del otro colega, superior, que anda vigilando el tráfico. El vehículo policial está escondido junto a un árbol. Otra vez la aburridísima negociación comienza. Me saca un papel cualquiera donde hay un “menú” de infracciones y precios. Desde donde estoy parado veo la tienda donde venden los triángulos. Le digo que voy allí a comprar uno como hablé con su colega. Me dice que la infracción ya está hecha y son 500 rands (50 euros). “Es mucho dinero replico”, sabiendo que ese el inicio de la negociación. Me mira con condescendencia, abre la puerta del coche para que no se vea nada, tapando a su colega la visión de mis manos y sus manos, y me dice que lo deja en 300 rands.”200”, ofrezco yo que sé que no conseguiré bajar mucho más y ya agotado de una farsa que hará llegar muy de noche a Johannesburgo. Me recuerda que si quiero multa tenemos que ir a la Comisaría, no se me vaya a ocurrir pedir un papel oficial. Cojo mi cartera y el agente me hace un gesto de desaprobación. “Que no se vea, deja el dinero en el asiento del coche”, me recrimina con los ojos. Esta vez soy yo el que le mira con desprecio y suelto dos billetes sobre su asiento. Él sonríe y me recuerda que compre los triángulos sino quiero ser multado de nuevo mientras me da paso para volver a la carretera.