No importa madrugar cuando estás persiguiendo un sueño. Hoy me he despertado en Kathmandú, la capital de Nepal. Son las seis de la mañana. Dentro de cuatro horas y media me subo a un avión rumbo a Lhasa, al otro lado de la cordillera más alta de la tierra, el Himalaya. Una vez allí, haremos la misma ruta, en dirección contraria, pero por carretera, salvando puertos de más de 5.000 metros a través de la “Friendship Highway”, la carretera de la amistad, 1.120 kilómetros sorteando las montañas más bellas del mundo.
Y un aliciente por encima de cualquier otro, casi una obsesión: llegar hasta el campamento base del Everest en Rongbuk y contemplar la cima de la montaña entre montañas; ver con mis propios ojos, aunque sea desde la distancia, el lugar donde George Mallory desapareció para siempre una mañana de junio de 1924, y, no menos importante, presentar mis respetos al Qomolangma (“Madre del Universo” en tibetano). No hay otro santuario como éste para un amante de la montaña. Bendito madrugón.
Estamos alojados en el Royal Singi, en la zona de Thamel, la más turística de la ciudad. Ayer aprovechamos para comprar ropa de abrigo. Las imitaciones de anoraks de North Face están tiradas de precio (por apenas 30 dólares se puede encontrar uno bastante apañado) y no merece la pena cargar con ellos desde España. A las ocho estamos ya en el aeropuerto, donde nos cachean hasta la saciedad (hombres y mujeres separados por una mampara para no ver más de lo necesario) antes de pasar a la modesta sala de embarque. Para salir del país hay que pagar 1.700 rupias por persona (aproximadamente 25 dólares), el típico atraco que suele perpetrarse en aeropuertos de países pobres a los turistas a los que, se presume, les sobra el dinero. Entre el pasaje abundan mochileros y montañeros con un denominador común: todos van provistos de botellas de agua para mantenerse hidratados y ahuyentar el temido mal de altura.
Entre el pasaje abundan mochileros y montañeros con un denominador común: todos van provistos de botellas de agua para mantenerse hidratados y ahuyentar el temido mal de altura
Tras rellenar un formulario (a los que seguirán otros tres en el avión) y someternos al enésimo cacheo en la escalerilla del avión, nos aguarda una sorpresa inesperada. Allí, a pie de pista, están esparcidas las maletas de todos los pasajeros precintadas con cinta de plástico. Ahora toca encontrar la tuya y cargarla en un carro para que un operario se encargue de trasladarla a la bodega del aeronave. Los mozos de equipaje, que no parecen muy dispuestos a hacer honor a su cargo, contemplan la escena como si la cosa no fuera con ellos. Eso sí, conviene cerciorarse de que la maleta no se coloca en el carro equivocado, un despiste que puede terminar con el equipaje rumbo a Chengdu, y no a Lhasa.
Despegamos con 15 minutos de retraso. Todos los pasajeros, algunos cámara en mano, se preparan para el primer encuentro con el gigante del Everest desde las alturas. Para mi desgracia, el ala del avión me limita mucho la visión de la mítica cordillera. Mientras llega el ansiado momento, un azafato pasa un detector de metales por los maleteros. Sólo les falta que nos desnuden a todos. Muy pronto, la mole del Everest asoma desafiante y procaz por entre las nubes. Se trata de un espectáculo majestuoso, fascinante. Es su cara Sur, la nepalí, la que nos ofrece la montaña mágica, que poco a poco se desembaraza de las brumas que le oprimen. A su lado, el Lhotse, un 8.000 pelado, parece un acomplejado pese a que su cumbre también rezuma belleza. Si no tengo la suerte de ver la cima del Everest en Rongbuk, en la vertiente tibetana, al menos ya he visto la montaña a cara descubierta, sin duda todo un privilegio.
Muy pronto, la mole del Everest asoma desafiante y procaz por entre las nubes. Se trata de un espectáculo majestuoso, fascinante
Después de una hora sobrevolamos la inmensa meseta tibetana, ahora completamente soleada. Hay que adelantar dos horas y 15 minutos el reloj. Me acuerdo del consejo de mi amigo Bijay antes de despedirnos en Kathmandú. “Si piensas constantemente en el mal de altura, entonces con seguridad que lo sufrirás”. ¿Pero cómo quitártelo de la cabeza cuando vas a pasear tu organismo a más de 5.000 metros durante varios días? Lo intentaré. En el aparcamiento del aeropuerto nos espera Tenzing, un joven tibetano que será nuestro guía durante toda la ruta. Nada más vernos nos saluda con el caracteristico ¡tashi dele! (hola en tibetano) y nos coloca una kata al cuello (bufanda blanca de bienvenida). Todavía nos separan 95 kilómetros de Lhasa, una hora y cuarto por una buena carretera que primero bordea, y luego cruza, el caudaloso río Tsangpo. En el interior del moderno Land Cruisser suena música china.
Entramos en la antigua ciudad prohibida, en la capital del Tibet, y sólo la visión del Potala, magnífico y majestuoso, un coloso blanco que parece una deidad tibetana petrificada, me redime de la decepción de la amplia avenida de asfalto flanqueada de comercios idénticos esculpidos en locales de hormigón (al más puro estilo comunista chino). La ciudad está repleta de banderas del gigante asiático para celebrar el aniversario de la “liberación” de Lhasa, aunque los tibetanos no parecen estar por la labor de festejar el comienzo del exilio del Dalai Lama. Para la mayoría, la supuesta liberación no es otra cosa que dominación, sin más. El progreso que, sin duda, ha llegado a Lhasa, no viene acompañado en este caso por la gratitud de los tibetanos. China debería preguntarse por qué.