Hay algunas historias del final de mi viaje por Uganda que no deben quedar en el olvido. Las malas conexiones impidieron, como yo quería, que blog y viaje fueran de la mano. Ahora, desde las nevadas montañas de Suiza (¡¡¡qué cambio!!!), comienzo a explicar el final de lo que para mi ha sido una fascinante aventura.
Esta vez la historia no tiene atardeceres de lienzo ni aguas que se desbordan por ríos sin principio ni final. Esta vez la historia es sobre un enano, que formaba un peculiar dúo con otro chico algo más alto, al más puro estilo Sacapuntas, y dos mzungus (hombres blancos) que se prestan a ser el hazmerreír de una fiesta.
Ricardo y yo estábamos en uno de esos hoyos del mundo donde uno tiene la sensación de que el cielo es de humo y barro. Hoima es una localidad ugandesa en la que detenerse a comprar agua puede parecer ya un lujo. Nosotros pernoctamos allí en un hotel de menos una estrella el día que se celebraba la independencia ugandesa (lo que hizo que nuestras raras visitas históricas programadas se fueran al garete bajo el paraguas de “hoy cerrado con razón”).
El hecho es que a las dos de la tarde estábamos bajo una palapa en el jardín del hotel-hoyo pidiendo cervezas y vinos para pasar el rato. Nuestros compañeros de viaje-guías, que luego descubriríamos que no eran unos entusiastas de actividades que no fueran perdernos de vista, debieron percatarse en la quinta ronda que, o nos sacaban de allí, o terminábamos bebiendo el aceite del coche.
Al rato volvieron y nos fuimos juntos a un bar donde el portero de la entrada llevaba una simple metralleta para disuadir al típico pesado que dice que conoce al Dj
Decidieron entonces salir con el vehículo a buscar un lugar donde tomar algo (más) mientras nosotros continuábamos con el trajín de cervezas y vinos difícilmente empeorables. Al rato volvieron y nos fuimos juntos a un bar donde el portero de la entrada llevaba una simple metralleta para disuadir al típico pesado que dice que conoce al Dj. Al entrar, vimos que había un montón de sillas y un escenario en el que se podía leer en un cartel pintado a mano: “The Titanic crew” (la tripulación del Titanic). Tras la valla se escuchaba el estridente sonido de una especie de feria. Nos sentamos y seguimos con nuestra regularidad del codo, engrasado ya tras varias horas de dedicación entusiasta. Había en la mesa un tipo sentado, creo que el nombre era Fred, que muy educadamente se presentó y me preguntó en qué trabajaba. “Soy periodista”, le dije, y rápidamente se presentó también bajo el humilde título de “soy uno de los ingenieros más importantes de Uganda”. Hablamos un rato sobre su maravilloso país, algunos topicazos de España y luego se levantó porque debía ir a buscar a su novia, a la que trajo luego sin que intercambiaran una sola palabra durante toda la velada (tampoco con el resto de la mesa).
En ese momento comenzó el show del enano y su amigo menos enano. El tipo hacía reír a la gente con chistes satíricos sobre los ugandeses, el siempre recurrente roce sexual con la pareja masculina (un clásico que siempre funciona) y algunas cosas que decía en ugandés que necesitaría once vidas para entender. La cosa es que Ricardo, en un momento dado del show, se levanta inopinadamente para hacerle una foto con el móvil (no llevábamos la cámara, algo de lo que me arrepentiré siempre) y el enano le vio y aprovecho para introducir a los mzungus en un show que empezaba a cosechar bostezos.
Mzungu, me has hecho una foto, debes pagarme”, nos grita. Todo el mundo se gira a mirar a los dos únicos blancos que había en 20 kilómetros a la redonda
“Mzungu, me has hecho una foto, debes pagarme”, nos grita. Todo el mundo se gira a mirar a los dos únicos blancos que había en 20 kilómetros a la redonda y que, ahora que ya había caído la noche, todavía destacaban más entre el público. Le decimos que no tenemos dinero y el tipo persiste en su petición, ironizando sobre esa costumbre tan africana de hazme una foto y luego te pido que me pagues por ello. Algunas risas con la coña de los dos bobos blancos y el enano cambia de tema.
Nosotros aprovechamos para pedir otra cerveza y un exquisito e inolvidable whisky con coca-cola que debieron de calentar en el micro. Mientras, el enano se da cuenta de que los mzungus funcionan más que su repertorio y, de repente, nos llama a gritos y nos invita a subir al escenario. No sé porque decidí tan rápido aceptar la invitación, supongo que entendí que era una de esas escenas que puedes vivir una vez en la vida, pero subí a la platea con nuestro diminuto humorista.
El tipo me pregunta el nombre, bromeamos sobre el idioma swahili, español o inglés y vuelve a pedirme dinero. “No tengo un duro. Además, debes pagarme tú que estoy aquí entreteniendo a tu público”. “Qué mala suerte, encuentro un mzungu y me sale pobre”, replica el enano. Luego, dice algunas cosas en ugandés que provocan carcajadas entre el numeroso público del show (en estas situaciones uno siempre tiene la duda de si está diciendo “mira el paliducho este que pinta tiene de tenerla pequeña”, pero no te queda más remedio que sonreír). El hecho es que el hombre seguía pidiéndome dinero y decidí meter a Ricardo en el juego: “Yo no tengo nada, pero mi compañero sí lleva”. Inmediatamente, el tipo se gira y grita “¡Mzungu, sube!”. Ricardo, cerveza en mano, hace un gesto de negación con la izquierda que contradicen sus piernas: se levanta y se viene a la platea para alborozo del respetable. Pega un salto y se coloca junto a un tipo que le llegaba por la cintura. Yo me empeñé en pegarlos, para resaltar al desgarbado Richi, al chiquitillo y al por entonces “paliducho picha floja” que calculo yo que debía ser mi rol en el escenario. Siguió con el dinero, siguieron las risas, más cuando Ricardo se ofreció a ser cacheado, y acabamos bajando de las tablas con la sensación de haber hecho uno de esos maravillosos ridículos que hay que perpetrar en todo viaje que se precie. “Qué mala suerte, deben ser los únicos mzungus pobres de toda África”, se escuchaba de fondo al voluntarioso enano.