Era el 13 de marzo de 2020. Dos días antes acababan de decretar el confinamiento en Roma. Un virus extraño nos amenazaba a todos. Las gentes hicieron una trinchera en los balcones. Aún no se aplaudía a los que se jugaban el pellejo luchando contra una muerte invisible. Los periodistas éramos de las pocas profesiones que podíamos salir a la calle. Pensé en los vagabundos, ¿dónde se habían metido los que no tenían una casa en la que protegerse? Salí a buscarlos por Roma. Siempre soñé con ver esa ciudad sin las hordas de turistas que invaden sus calles. Ese día no había casi ningún ser humano en ellas. Nunca fue más triste e inquietante un paseo que di por ninguna ciudad. Escuchaba el retumbar de mis pasos por los adoquines. Fui al Centro Histórico, donde muchos sin techo pedían dinero antes camuflados entre los turistas. Ahora eran muy visibles. Eran pocos, pero muy visibles. Fui el único ser humano que contemplaba la Fontana de Trevi. En la Plaza de España y el Panteón éramos cinco o seis personas, vecinos que caminaban deprisa con algún cigarro en la boca o bolsa en la mano. En la Piazza Navona la escena me pareció más inquietante. Las gaviotas habían tomado la plaza casi vacía. En un restaurante, un tipo sacaba la basura de un restaurante en bolsas grandes. Toda esa comida ya no la comería nadie. Pocos cuerpos cruzaban entre los mármoles, y dos coches de Policía estaban en el centro. Me fijé entonces en una anciana en una silla de ruedas. Estaba sola, junto al edificio de la Embajada de Brasil. Me acerqué a preguntarle si necesitaba algo. Empezó a agitar las manos, dobladas sobre los muñones, mientras su boca daba espasmos y era incapaz de emitir un sonido entendible. Miraba con rabia. Era evidente su incapacidad. Fui a hablar con los agentes. Me identifiqué como periodista y les dije que había una señora que parecía abandonada. Chispeaba ligeramente, chispeaba sobre el pelo cano y sucio de aquella señora. Los policías me atendieron con desgana. «La dejan cada mañana allí y luego viene a recogerla», me contestó uno. Yo puse un gesto contrariado, y él entendió que su respuesta me pareció tan inhumana como inservible. «Voy a ver si necesita algo», dijo su compañero. Aquel hombre dudaba de que aquella señora pudiera necesitar algo.
El mundo me pareció que se derrumbaba de miedo. Me sentí pequeño y frágil ante los mármoles de Dios.