Sudán, el cruel viaje de Omer

El Derecho Internacional Humanitario yace en mil pedazos en esta guerra olvidada
Desplazada en hospital Zalingei, Darfur, Sudán. Foto de MSF

¿El viaje es una búsqueda o una huida? Omer siempre lo tuvo claro: un negocio. Sus ancestros eran nómadas que habían dedicado sus vidas a la cría de camellos y la migración constante. El último miembro de su familia dedicado al pastoralismo había sido su abuelo. Omer viajaba constantemente pero por asuntos que se trataban en despachos o en cenas en restaurantes con más nombre que valor.

Su último viaje antes del estallido de la guerra fue a Francia, donde además de trabajar hizo cosas de turista: comió croissants sobrevalorados, ignoró la basura cuando era excesiva, subió fotos de la fachada de algún museo en sus redes sociales y, al volver a casa, dijo que se trataba de un país hermoso.
Sin embargo, cuatro meses después, la vida de Omer cambió de forma radical, esta vez emprendía un viaje-huida.

No besó a su esposa al salir de casa; ella acababa de morir. Tampoco se despidió de su hijo prometiéndole volver con algún regalo típico de su destino; lo acababa de enterrar. Y para ser honestos, ni siquiera tenía casa. Ni maleta. Ni billete de ida o vuelta. Lo único que le acompañaba era la pena, y pesaba. Vaya si pesaba.

Ni siquiera tenía casa. Ni maleta. Ni billete de ida o vuelta. Lo único que le acompañaba era la pena, y pesaba.

Normalmente, para viajar utilizaba unos calcetines con aviones que su padre le regaló cuando terminó su doctorado. Pero ahora no había espacio para esas reliquias del pasado. Lo que llevaba consigo eran sus rezos y un plan incierto. Pensaba que el desplazamiento era un viaje también, como lo era el exilio. La diferencia residía en que hasta entonces ese tipo de travesías siempre le ocurrían a otros. Se trataban de tragedias que uno leía de refilón en la sección pesimista del periódico.

El exilio significa, por ejemplo, perder la vida entera

A las afueras de Jartum, encontró al hombre que le prometió ayudarle a escapar. Le dieron dos opciones: Egipto o Sudán del Sur. Recordó su viaje a Egipto y el racismo hacia los inmigrantes sursudaneses que tanto le había sorprendido. Recordó que paseaba por El Cairo odiando la idea de que le confundieran con un refugiado más e insistió en pasear a cuarenta grados con su corbata bien apretada. Se rio al recordar la escena y acabó optando por Sudán del Sur. Desde ahí planeaba llegar a Kenia, donde conocía a un hombre de negocios -un tipo que le debía un favor o dos- que le había prometido ayuda si conseguía llegar.

Oficina transformada para refugiados en Zalingei, Sudán. Foto MSF

Omer caminó, preguntó y siguió indicaciones en un mundo que se le volvía cada vez más extraño. Dejó dinero a diestro y siniestro, comprando información y confiando en que las direcciones eran correctas. Atravesó un campo de fútbol en el que solía jugar los fines de semana con sus amigos de la infancia.  En una de las porterías habían apilado varios cuerpos. «Inna lillahi wa inna ilayhi raji’un», susurró, despidiéndose de esos muertos con una oración, aunque ya no sabía si rezaba por ellos o por la pérdida de su vida entera.

En una de las porterías habían apilado varios cuerpos. «Inna lillahi wa inna ilayhi raji’un», susurró, despidiéndose de esos muertos con una oración

Se subió a un camión lleno de supervivientes como él; gente que podía pagar un pasaje de precio exorbitante para viajar como mera mercancía ilegal. Un trayecto en el que las posibilidades de morir igualaban, o incluso sobrepasaban, a las posibilidades de llegar a su destino. Se resignó. “Me sorprendieron mis ganas de salvarme,” me cuenta Omer en un restaurante sudanés de Nairobi. “Se trataba de instinto de supervivencia, algo puramente animal. Si lo pensaba, quería morir, pero mi sangre insiste en seguir corriendo por mis venas.”

El camión paraba para que los pasajeros hicieran sus necesidades, a veces ni eso. Nadie hablaba, ni siquiera los niños. “Sé que alguien murió, quizá más de una persona. Cuando llegamos, yo estaba débil y aturdido. Para entonces, mi tolerancia a los cuerpos muertos y desechos humanos era total,» recuerda Omer con una calma desconcertante.

Balazo en el hospital Zalingei, Darfur, Sudán. Foto MSF

Uno de los encargados les indicó la dirección de los campamentos donde podrían recibir ayuda humanitaria. La mayoría continuó a pie. Omer siguió a otro hombre que lo metió en otro camión, con el que atravesarían Sudán del Sur y Uganda hasta llegar a Nairobi. Durante la travesía, recordó cuando le decía a su mujer que en vuelos largos siempre le dolía la cabeza. En la parte de atrás de ese camión no le dolía nada. “El dolor tenía sentido porque ella estaba ahí para calmarlo. Ahora no había nadie, la queja al vacío no sirve de nada.”

Los hospitales como campo de batalla

Una vez en Nairobi, su amigo le preguntó cómo era la guerra. “Es peor de lo que cuentan. No hay límite en la brutalidad. Creo que ambos bandos han olvidado por qué luchan,” dice que le contestó. Y es que, sin reglas y sin el amparo del Derecho Internacional Humanitario, lo que ocurre en Sudán no es una guerra sino una carnicería. Hablamos de crímenes sucediéndose sin control, sin corredores humanitarios, sin zonas seguras. La capital del país se ha convertido en un campo de batalla urbano sin lugares seguros.

A pesar de la situación crítica, los medios internacionales apenas mencionan la tragedia. Occidente no se siente responsable o amenazado por lo que ocurre en Sudán, y la muerte de unos cuantos más en África no marca la diferencia, especialmente si las víctimas son negras.

Entrada a las urgencias del hospital de Zalingei, Sudán. Foto MSF

Lo que ocurre en Sudán no difiere tanto de la situación en Gaza. Desde el 15 de abril de 2023, más de 77 hospitales han sido atacados tanto por el ejército sudanés como por las Fuerzas de Apoyo Rápido. Los ataques a instalaciones médicas han dejado a la sociedad sin refugio y más de siete millones de personas han sido desplazadas.

“Seguir atendiendo pacientes es doloroso,” cuenta Fahim Mohamed, asistente médico en Darfur. “Casi el 80% de las instalaciones sanitarias están fuera de servicio, ya sea por ataques directos o falta de suministros y personal médico. Los pocos que quedamos sabemos que arriesgamos la vida.”

No solo temen morir en un ataque al hospital, también tienen miedo a los médicos, a los otros pacientes. Nadie confía en nadie; todos nos hemos convertido en asesinos en potencia a los ojos de los demás

El 15 de octubre de 2024, Médicos Sin Fronteras anunció la interrupción del tratamiento de 5.000 niños con desnutrición en Darfur debido al bloqueo de alimentos y medicinas. A pesar de ello, el hospital sigue funcionando y atendiendo a los casos más graves.

Para Fahim, cada día entraña nuevos riesgos, y explica cómo cada paciente que entra por la puerta del hospital lo hace con miedo. «No solo temen morir en un ataque al hospital, también tienen miedo a los médicos, a los otros pacientes. Nadie confía en nadie; todos nos hemos convertido en asesinos en potencia a los ojos de los demás.»

Si nos callamos es como si nada estuviera sucediendo

El hijo de Omer murió en un hospital por una enfermedad que podría haberse tratado sin problemas en cualquier otro país. Su mujer fue víctima del fuego cruzado mientras visitaba a sus padres en el sur de Jartum. Su cuerpo fue violado y mutilado. “Al principio me negaba a contar los detalles para proteger su dignidad,” me explica Omer. “Luego entendí que hay que contar la aberración, porque si nos callamos es como si nada estuviera sucediendo. Aquí en Nairobi me preguntan si es verdad que los guerrilleros obligan a sus víctimas a cometer actos de canibalismo. Preguntan por las violaciones, las mutilaciones, por las fosas comunes visibles desde el espacio. Como si la guerra no fuera suficiente. Parece que la tragedia en Sudán necesita del exceso para que el mundo preste atención,” añade Omer con resignación.

“Al principio me negaba a contar los detalles para proteger su dignidad,” me explica Omer. “Luego entendí que hay que contar la aberración, porque si nos callamos es como si nada estuviera sucediendo. Aquí en Nairobi me preguntan si es verdad que los guerrilleros obligan a sus víctimas a cometer actos de canibalismo

Los trabajadores sanitarios sobre el terrero constatan que se enfrentan a situaciones que sobrepasan el límite de lo que entendían como posible: ataques indiscriminados contra la  población vulnerable, cuerpos a los que les han extirpado los órganos, torturas indescriptibles, violaciones sin discriminar género o edad. “Nos enfrentamos a casos extremos sabiendo que en cualquier momento nos puede pasar a nosotros”, afirma Fahim desde Darfur. “Ser sanitario no significa nada, no te protege de nada.”

Aissa, 50 años, con su familia en un campamento abandonado en la estación de bomberos en Zalingei, Sudán. Foto MSF

El Derecho Internacional Humanitario yace en mil pedazos, probándose inútil para contener guerras crueles, genocidios y matanzas indiscriminadas.

“En Sudán no podemos contar con la ley, ni con la ayuda internacional, ni con la indignación pública e incluso yo creo que ni con dios”, protesta Omer. “Por supuesto tampoco con la empatía podemos contar, porque nada se sabe y, si se sabe, poco importa. Pero mira, nos morimos al mismo ritmo que en otras guerras, sangramos lo mismo y el miedo es el mismo”, concluye.

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