La fiebre del reggae está en decadencia en la tierra de Bob Marley. Los jóvenes jamaicanos prefieren escuchar en la radio mezclas mucho más machaconas.
Los viajes han sido siempre la excusa perfecta para no mirarnos a nosotros mismos, para volver la cara al espejo. Y lo digo con la conciencia de haber recorrido un puñado de países de cada rincón del planeta, desde Alaska hasta Ushuaia, desde Sudáfrica a Iverness, desde Australia hasta el Himalaya.
El primer trayecto debía de durar 20 horas, pero se alargó a 36: primero “se cayó el cerro” –así dicen en Perú cuando hay un corrimiento de tierras–, después se cayó otro y entonces entró la noche, el calor tropical y la desesperación.
En este tranquilo pueblo de Massachusetts empecé a comprender que el autor que más me ha arañado; que más me ha cambiado, nutrido, desvestido, separado de la tierra (“mi vivienda en las nubes es tranquila”, escribió) y vuelto a vestir hablaba de cosas que yo, ahora, tenía delante de los ojos.
Había decidido ir hacía tiempo, sin saberlo, cuando leí Moby Dick. Me dije: yo quiero vivir en Nantucket. Me imaginé casitas de madera con velas consumiéndose mientras el viento rodaba por calles estrechas y los pescadores, exhaustos, se calentaban alrededor del fuego.
La primera vez me tiró la puerta a las narices. La segunda, susurró un amable “come in”. La tercera comenzó a acariciar el piano. A Marjorie Elliot no le gusta que la molesten en su tiempo de trabajo, que parece inflamarse momentos antes de cada actuación.
Mi viaje comenzó con frío. Había decidido recorrer durante cinco semanas 1.600 kilómetros por estas tierras en bicicleta, sin más compañía que una tienda de campaña, las alforjas atiborradas de comida y cuatro pares de calcetines.
El turismo de masas se asienta en bellos parajes vírgenes, por lo que el impacto del desarrollo de la actividad económica es inmenso en el entorno natural. También en Cuba.
Hay una especie de síndrome que ataca siempre al viajero que pone los pies en Cuba y que éste no entenderá hasta pasado un tiempo. Se trata de un virus que, una vez inoculado, solo podrá crecer hasta devorarnos. Demasiada gente lo sufre. Yo también, y de manera irreparable. Y se llama nostalgia.
El viaducto La Farola es la ventana al mundo –una carretera de una belleza inigualable, pero bastante tortuosa- de Baracoa. Y es la manera más auténtica de llegar a la “ciudad primada” desde Santiago de Cuba.
Hablar del oriente cubano es hablar de colonización (por aquí se asomó Colón por vez primera), de resistencia e independencia, de desarrollo económico y cultural, de política, de revolución y, finalmente, de historia. Un viaje hasta Santiago alimenta todo eso.
Aquí, a diferencia de la Higuera, el pueblo boliviano donde asesinaron al Che y cuyo reclamo funciona con mayor intensidad cada 9 de octubre, la leyenda ruge entre las calles y en la imaginación cuando el visitante merodea entre los vericuetos de la biografía de un símbolo universal.
La Habana es un universo cultural que a menudo resulta desconocido, aunque puede existir un pequeño obstáculo: conocer la inmensa programación de las actividades. Nada que no se supere con interés.
Naturalmente que cualquier país tiene sus defectos, pero pienso que se necesita hablar con templanza, aparcando los odios y estereotipos basados en prejuicios a los que tan acostumbrados nos tienen muchos artículos de opinión y políticos.
En las últimas semanas he realizado un par de viajes de fin de semana. Primero fui a Cienfuegos y Trinidad, hacia el sur, y después a Viñales, al oeste de La Habana. En todos esos lugares dormí en casas particulares, una alternativa a los hoteles. Además de ser más económicas y personales, suelen ser la opción más accesible.
El extranjero sigue siendo el foco de todas las miradas; un reclamo, en fin, con dinero al que poder sacarle algo. A lo que quiero referirme es a nuestra manera de actuar y de integrarnos sin pasar la línea del respeto por lo diferente.
Hemingway vivió en el hotel Ambos Mundos, donde, dicen, comenzó a escribir Por quién doblan las campanas. El hotel, de un encanto crepuscular, se encuentra en la principal calle del centro histórico de La Habana. Su planta baja es un gran salón de techos altos donde hoy un pianista arranca a las teclas Yellow Submarine.
En este blog que hoy inauguro desde La Habana os intentaré acercar peripecias, rincones, música, curiosidades, playas, libros… Todo ello encaja en este espacio concebido para compartir vivencias, caminatas e impresiones.
Una vez en el vagón, con el sudor impreso en la camisa, un pitido, un
golpe y un revuelo marchito marcan la partida hacia Delhi. La estación
se disuelve a nuestras espaldas y algún autóctono apura aún las últimas
zancadas para no quedarse en tierra.
Hoy, Bosnia-Herzegovina, trata de sacudirse el polvo de las cenizas de su historia.
Caminar por las calles del centro de Sarajevo es traer a la memoria, inevitablemente, los recuerdos más inmediatos en el tiempo.
Nuevo México, al igual que Arizona, es una tierra árida, áspera, ocre, la de las películas de indios y vaqueros: peñascos, auténticos escenarios de una película de John Ford, en los que unos indios navajos pueden asomarse al precipicio.
El asfalto hierve a mediodía. Los primeros rayos de sol son absorbidos por el suelo; pasado un tiempo ya no da abasto y la carretera abrasa. Jalonando los bordes, bulle la fe.
En Oklahoma, en el corazón de Estados Unidos, donde el sol castiga la existencia, un hombre de negocios, Cyrus Avery, soñaba con una red de carreteras interestatales. Esa idea la trasladó a la Asociación Americana de Carreteras Estatales. De esta manera nació, en 1926, la Ruta 66. Ésta es la crónica de un viaje de 3.600 kilómetros a lomos de una Harley Davidson. Por Diego COBO.