Llevo observándola un año; la mujer desde mi balcón es un grito a oscuras, un baile a deshora, un armario de metal enterrado en el suelo. La veo pasar, con su largas piernas que parecerieran de banano, balanceando los hombros como si su cuerpo se sostuviera en alambres. A veces está tumbada en el suelo, con la mirada perdida, sobre su vestido de color verde. Es mayor, no sé cuánto, pero tiene la cara trazada por el tiempo. Debió ser bella, mucho, porque tras su rostro marcado hay un cuerpo espigado y un gesto dulce, tierno, que ni siquiera destroza cuando comienza a pelearse chillando al viento en sus borracheras eternas.
La mujer desde mi balcón bebe sin rutinas ni tiempos. Cuando bebe sus ojos se oscurecen y sus labios aprietan su escurrido pecho. Es entonces cuando se la ve deambular a solas por su pequeño mundo de aceras y humo. Desde que la vi por primera vez hace un año, allá por abril de 2010 cuando me instalé por primera vez en este edificio de Sea Point, en Ciudad del Cabo, observo que su mundo se reduce a tres o cuatro cuadras. Duerme en la calle, muchas veces en el recodo del parking de un gran supermercado, hasta que el sol le agita la cara. Hace un año lo hacía junto a su inseparable amiga, otra mujer más pequeña y redonda con la que compartía su tiempo. Entonces, las contemplaba cada mañana desde mi terraza del sexto piso levantarse y sacar de una alcantarilla un peine y algo de ropa. Se arreglaban y peinaban la una a la otra y comenzaban su día, con su pelo recogido, y su mirada de laberinto. Recuerdo que una mañana Natasa decidió regalarles ropa y horas después las vimos, presumidas, andar por la calle mirándose en los espejos de algún escaparate con su melena envuelta en paño. Vestían ambas su ropa de colores, alegres, cogidas del brazo.
La mujer desde mi balcón bebe sin rutinas ni tiempos. Cuando bebe sus ojos se oscurecen y sus labios aprietan su escurrido pecho. Es entonces cuando se la ve deambular a solas por su pequeño mundo de aceras y humo.
Sin embargo, cuando he vuelto ahora en enero la mujer desde mi balcón divaga sola. Lo hace por las mismas calles, sin su amiga a la que, creo, debió engullir la vida. En algunas ocasiones la encuentro sentada junto a otro grupo de vagabundos que suelen dormir una manzana más abajo, enfrente de la gasolinera, sin que apenas intercambie palabras con ellos. Diseccionan los cubos de basura en busca de cualquier resto. Otras veces la veo bailar, frente al escaparate de una agencia de pisos, mirándo su cuerpo reflejado en el cristal. Sobrevive, intuyo, de los 200 rand (20 euros) que un amigo sudafricano me dijo que da el Gobierno a la gente sin recursos y la limosna. Es curioso, porque nunca pide dinero y siempre, si el alcohol no le ha masticado la garganta, responde educada a un buenos días o ¿cómo estás?La última vez que hablamos algo con ella nos dijo “actualmente estoy bien, gracias”, con voz amable, mientras sujetaba de pie su saco de huesos y músculos, pegada a una pared, donde escurría una pequeña sombra.
La última vez que la he visto fue anoche. Estaba en el salón y escuché unos gritos. Me asomé al balcón y la vi en una esquina, frente a la sinagoga, chillando y gesticulando con los brazos. Me moví hacia la esquina, para tener más perspectiva, y entonces comprendí que hablaba sola. Llevaba una bolsa de basura en la mano. Supongo que iba a dormir al recodo del supermercado, como antes, porque en esa dirección la vi perderse.
Este post no enseña ni revela nada nuevo. No hay que venir a Sudáfrica para descubrir la miseria en la que viven millones de personas, la hay desparramada también por las calles de la flamante Europa. Este post explica mi rutina por esta tierra y habla sólo de una mujer desde el balcón, la mía, la que yo veo.
Durante estos diez meses he pensado en ella, incluso he dibujado su vida. Pienso que tiene una familia a la que no ve desde hace años. Imagino que fue abandonada por su marido, quizá murió, y sus hijos decidieron irse también lejos. Creo, por la energía que siento en su mirada, que fue feliz y que olvidó cómo volver a serlo. Pienso que morirá pronto, parece enferma, débil. No me importa darle dinero y que lo gaste en alcohol, creo que para ella el pasado ya fue eterno. Me da vergüenza preguntarle por su vida, invadir su blindada soledad. sin embargo, antes de que se vaya o me vaya, me gustaría saber quién es la mujer que veo desde mi balcón (¿continuará?)