Norbulingka: la “autoescuela” del Dalai Lama

El palacio de verano de la máxima autoridad espiritual del budismo, el “parque de la joya”, es la antítesis de la ciudad-fortaleza del Potala. En este jardín amurallado de las afueras de Lhasa el actual Dalai Lama, Tenzin Gyatso, aprendió a conducir en dos Austin y un Dodge que su antecesor hizo traer por piezas a través del Himalaya ante el estupor de un pueblo que vivía anclado en la Edad Media.
Peregrinos en la explanada del Potala

El palacio de verano de la máxima autoridad espiritual del budismo, el “parque de la joya”, es la antítesis de la ciudad-fortaleza del Potala. En este jardín amurallado de las afueras de Lhasa el actual Dalai Lama, Tenzin Gyatso, aprendió a conducir en dos Austin y un Dodge que su antecesor hizo traer por piezas a través del Himalaya ante el estupor de un pueblo que vivía anclado en la Edad Media.

Es una de las mil historias que se escuchan sobre el Norbulingka, pero resulta muy ilustrativa para entender la abismal distancia, no sólo espiritual, que separaba al Dalai Lama del resto de los tibetanos. La propaganda oficial china siempre se encarga de subrayarlo: para Pekín, el Tibet era un reino que había que rescatar del Medioevo. Y uno, que es notoriamente crítico con el resultado final de ese empeño, debe reconocer con justicia que el país de las nieves era un callejón sin salida. A un lado, un semidios que practicaba al volante, hacía sus necesidades en inodoros franceses, escuchaba la radio y dormía en camas de estilo europeo. Al otro, un pueblo resignado a su ancestral atraso sometido a un régimen más propio del feudalismo que del siglo XX. Los sucesivos Dalai Lama, autoridad espiritual pero también política, nada hicieron por dignificar a sus súbditos, creando con el paso de los siglos el caldo de cultivo para la intervención china que, vaya por delante si todavía no ha quedado claro, ni comparto ni justifico (esa Edad Media de la que el gigante asiático pretendía redimir a los tibetanos está todavía muy presente en muchas aldeas de las montañas alejadas del maquillaje occidental de la vieja Lhasa).

El “parque de la joya” se compone de dos kilómetros cuadrados amurallados de palacios, jardines de plantas exóticas, estanques y hasta un zoológico. Un lugar perfecto para aprender a conducir.

Pero yo quería contar una historia graciosa, la de tres coches de lujo en el corazón del Tíbet a comienzos del siglo XX. A eso voy. El Norbulingka está a diez minutos del centro, en la parte oeste de la ciudad. Cada año, al comienzo de la primavera, el Dalai Lama, acompañado de su Gobierno, guardia personal y servicio, se trasladaba con gran boato del Potala al Norbulingka ante la veneración de sus súbditos, que ni siquiera se atrevían a mirarle a los ojos.

Fundado a mediados del siglo XVIII, el “parque de la joya” (que eso quiere decir Norbulingka en tibetano) se compone de dos kilómetros cuadrados amurallados de palacios, jardines de plantas exóticas, estanques y hasta un zoológico. Un lugar perfecto para aprender a conducir.

Lo cuenta Heinrich Harrer en su célebre “Siete años en el Tíbet”. El decimotercer Dalai Lama, antecesor del actual y a quien define como “un enamorado del modernismo” (qué ironía casi sarcástica en un país sin un ápice de progreso), se encaprichó de unos automóviles. Harrer lo conoció tras huir de un campo británico de prisioneros en la India, peripecias que darían lugar a su cinematográfico libro:

“Un dia, ante la conmoción de los religiosos, dio orden de traer a Lhasa tres automoviles. Los coches fueron desmontados para cruzar el Himalaya a espaldas de hombres y a lomos de yaks y luego volvió a montarlos pieza a pieza un mecánico adiestrado en la India, al cual, en recompensa, se le nombró chofer oficial”

Se trataba de dos Austin y un Dodge que debieron parecer seres diabólicos a los sorprendidos tibetanos. El Dalai Lama, cuenta Harrer, “despues de hacer con gran pompa su entrada en la capital de vuelta de su palacio de verano, en cuanto cruzaba la puerta del Potala no hallaba cosa más urgente que hacer que meterse en uno de sus autos y, en secreto, hacerse conducir de nuevo al Borbulingka”
Para su sucesor, Tenzin Gyatso, tampoco pasaron desapercibidos. Arrumbados y comidos por el polvo en un rincón del Norbulingka, necesitaban una urgente ITV. Sólo había en Lhasa dos tibetanos que supieran conducir y ellos fueron los encargados de repararlos. Según explica Javier Moro en su espléndido “Las montañas de Buda”, el actual Dalai Lama se solazaba conduciéndolos a escondidas por el Norbulingka. Al parecer, su impericia dejó huella en algunos árboles y parterres.

Un trago de chang

La entrada cuesta alrededor de 25 yuanes. Lo más interesante de la visita es echar un vistazo a las antiguas habitaciones del Dalai Lama (aunque la mayoría están cerradas al público). Cada una estaba amueblada siguiendo cánones de decoración distintos (estilo inglés, chino, indio…). Sí se puede entrar en la que utilizaba el líder espiritual del budismo tibetano cuando se produjo la invasión china, que se conserva tal y como la dejó, con la radio soviética en la que escucharía preocupado las noticias que llegaban de Pekín mientras su reino medieval se evaporaba. Lo dicho, sorprende ver un moderno inodoro en un país donde, todavía hoy, algunos tibetanos siguen haciendo sus necesidades en cuclillas a cielo abierto.

En una pequeña capilla hay una garrafa de plástico rellena de chang, la cerveza tibetana (cebada fermentada artesanalmente). La curiosidad me puede. Nuestro guía adivina mis intenciones y me invita a probarla. Belén no puede disimular un gesto de desaprobación. Hago un cazo con las manos y Tenzing vierte un poco de chang. Sabe a rayos. Definitivamente, no pasará a engrosar la memoria sentimental de mis debilidades alcohólicas.

Era precisamente en el Norbulingka donde el Dalai Lama de turno, ante la evidencia de funestos presagios, se sentaba en posición de loto a esperar la muerte mirando hacia el sur mientras los devotos acudían a despedirse de él

El Norbulingka consta de cuatro palacios: los del VIII y XIII Dalai Lama, el nuevo Palacio de Verano (construido por el actual Dalai Lama entre 1954 y 1956) y el pequeño Kelsang Dekyi Palace, levantado tambien por el XIII Dalai Lama y ahora cerrado. Hay, además, un zoo que albergaba faisanes, ciervos y pavos reales; un lago y jardines de inspiración francesa. Todo resultó gravemente dañado por las baterías chinas tras los disturbios que se produjeron en Lhasa despues de la huida del Dalai Lama.

En la actualidad, coincidiendo con el séptimo mes lunar, los vecinos de Lhasa toman el parque en plan dominguero para celebrar el festival Shotün, en el que se representan “óperas” tibetanas que gozan de gran predicamento.

La tradición apunta que era precisamente en el Norbulingka donde el Dalai Lama de turno, ante la evidencia de funestos presagios, se sentaba en posición de loto a esperar la muerte mirando hacia el sur mientras los devotos acudían a despedirse de él. Yo prefiero despedirme del Norbulingka tirado sobre la hierba de sus espléndidos jardines en posición siesta de domingo, haciendo planes sobre nuestra inminente partida camino del campo base del Everest y elevando al cielo mis plegarias para que los dioses de las montañas despejen la cumbre de nubes. Es lo que tiene cruzarse medio mundo en busca de una imagen tantas veces soñada: los elementos (que afortunadamente no se contratan en ninguna agencia de viajes) no tienen por qué estar necesariamente de tu parte y ahí reside, en gran medida, la magia del viaje.

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