Los últimos nómadas del Sahel (1): Riskoi
La primera vez que vi a Riskoi estaba en un momento difícil de mi vida. Digamos que vivía peligrosamente y cada noche las lagartijas que rasgaban el tejado de uralita alimentaban mis pesadillas, encarnadas en réplicas de Bin Laden que venían a por mí a pedir rescate. Ingenuos, repetía yo, parapetado tras la mosquitera. ¡A pedir rescate!, si una vez que llamé a una exnovia en estado lamentable para que acudiese a recogerme me colgó indignada, preguntándome si sabía a cuanto salía la hora de parking nocturno en el centro. ¡Terroristitas a mí!, y entonces los reptiles encanallados volvían a empezar su maldita orgía en el techo de mi casa y yo intuyendo de repente a siete barbudos a lomos de Nazguls que se aproximaban recitando el Corán, de un salto volvía a esconderme bajo la cama. La valentía es un vicio que a veces sólo tiene sentido practicado en público.
Si una vez que llamé a una exnovia en estado lamentable para que acudiese a recogerme me colgó indignada
La primera vez que vi a Riskoi lo saludé distraído, como sin verlo, casi pensando en otra cosa. Rápidamente se encargaría de hacerme ver la inutilidad de mi actitud. Para él la indiferencia no pasaba de ser un artificio irresistible e inequívoco para que él redoblase sus esfuerzos. Riskoi concebía como los buenos generales la amistad desde la rendición y el agotamiento. No teniendo recursos para ponerme un piso, prefirió empezar por poner cerco a mis excusas y sentarse a esperar tranquilamente frente a mi puerta a que apareciese el cadáver de su nuevo mejor amigo.
Antes hizo un intento para comprobar mi grado de obstinación y llamó a casa. -“Hola soy el de antes”-“Ya veo ya”. –“¿Cómo va la familia?”, le informé que tras haber hablado con mi madre y mi novia en una conversación entrecortada por Skype la noche anterior no muy bien, de hecho las cosas estaban algo tensas, las dos pensaban que estaba mal de la cabeza y tras los recientes secuestros en Níger me urgían a volver a casa. Mi respuesta no pareció conmoverlo lo más mínimo. “¿Y el trabajo?, ¿Cómo iba el trabajo?” Achicando los ojos empecé a pensar si aquel interrogatorio obedecía a órdenes precisas de Al-Quaeda para conocer mis sentimientos cuando se decidiesen a empezar la fiesta. ¡Bien!, contesté secamente, cerrando la puerta unos centímetros más, ¿Y el calor? Aquello llegaba ya a límites insoportables y cuando me preguntó por las piedras, los árboles y el polvo del camino, la rendija era apenas un hilillo que le cerró a Riskoi de un portazo la entrada a mi casa y a mi vida de una manera que esperé definitiva.
Coseché carcajadas, maletas a medio hacer, recomendaciones para irme de allí lo antes posible
Distraído por la agotadora tarea en la que me hallaba enfrascado, la de lograr algo parecido a una vida social en Zinder, una ciudad de la que todo el mundo había huido como alma que lleva el diablo, olvidé a Riskoi e inicié una romería de peregrinación por las sedes desiertas de la mayoría de ongs. Enviaba botellas vacías con mensajes encriptados en forma de proposiciones; cenas, salidas y planes sociales varios. Coseché carcajadas, maletas a medio hacer, recomendaciones para irme de allí lo antes posible y a veces tan sólo el ulular del viento por respuesta. Cada vez que volvía a casa pegándole puntapiés a mi malhumor, me encontraba a Riskoi, sonriente y confiado tras aquella maraña de rastas y colgantes. “¡Hey mec ça va!, ¿Cómo va la familia?, ¿Y el trabajo?, ¡Hace calor eh, ¿por qué no tomamos un té?” Yo revolcándome gustoso en mi psicosis ignoraba disciplinado las invitaciones de aquel malvado emisario de AQMI, y esprintando como Bolt, lo ametrallaba con excusas disparatadas antes de cerrar la puerta de casa y refugiarme en la confortable compañía de mis lagartijas.
Tras varios libros devorados a golpes de insomnio, una exhaustiva clasificación entomológica de los insectos del baño y unas elecciones y su correspondiente toque de queda , emergí al mundo exterior dos semanas después. Al otro lado, por supuesto con su paciencia de hurón me aguardaba Riskoi. Mientras me mesaba una barba recién estrenada de naufrago apesadumbrado, se lanzó sobre mí, ¿Qué tal, y la familia? Echándome en brazos de la paciencia, suspiré y me enfrasqué en una conversación disparatada. Riskoi inasequible al desaliento, preguntaba por primos, tíos, abuelos y toda mi parentela que el juzgaba inagotable. La saga de losVaquerizo no especialmente prolífica pareció decepcionarle y la conversación languidecía por momentos.
Ni Babilonia con sus jardines, la Antigua Roma o los enamorados de Nueva York han encontrado un cronista más animoso que Riskoi
Sin embargo en aquel momento algo se encendió dentro de él cuando le pregunté dónde vivía su familia. ¡Sallaga!, exclamó inflamado como un fanático. Inmediatamente se puso a palmotear a mi alrededor encantado. ¡Si Sallaga!, definitivamente yo tenía que conocer Sallaga, tenía que ir allí con su familia, me iba a encantar Sallaga a mí. Ni Babilonia con sus jardines, la Antigua Roma o los enamorados de Nueva York han encontrado un cronista más animoso que Riskoi mientras me desgranaba uno a uno los atractivos asombrosos de un conjunto de chozas desmadejadas en mitad de la sabana reseca. Hasta consiguió insuflarme un poco de entusiasmo, aferrándome a él nos pusimos a hacer planes. Pero ¿Y dónde estaba Sallaga? A kilómetros de Zinder, cerca de Tanout un pueblucho misérrimo de Níger en pleno Sahel.
Porque Riskoi, entre los rasgos más excéntricos y caprichosos de su personalidad poseía el de ser peul, peul bororo además. Yo, sumergido en mi ignorancia y temores absurdos aún no había comprendido que bajo esa apariencia de rapero a lo Snoopy Dog se ocultaba la raza milenaria de una de las etnias más interesantes de África. Los bororos llevan siglos subsistiendo de la misma forma, la única que saben, siguiendo a sus rebaños por todo el Sahel. Con el cielo como sombrero y la libertad aguijoneándoles los talones han sobrevivido a los continuos intentos de gobiernos y ongs por sedentarizarlos. Para ellos sólo existen las reglas que marcan sus vacas y el surco que dejan en el escaso y humeante pasto de la sabana. Aún no sabía que los bororos poseían muchas más peculiaridades, que descubriría a lo largo de los siguientes meses y los convierten en el pueblo más apasionante y peculiar que hasta el momento haya conocido. Pero volvamos a Riskoi, sentado en una mecedora del patio y mascando con flema un pomelo mientras me va desgranando los secretos de su familia.
¿Que los tauregs se reunían con ellos en las noches de luna llena para improvisar conciertos junto a las fogatas?
Poco a poco iba entrando en mi vida, a medida que me aventuraba por las calles de Zinder y dejaba el corazón en cada esquina en la que encontraba un turbante. Como una Sherezade rastafari venía a visitarme al caer la noche y me retaba con señuelos que como piedrecitas iban construyendo un sendero hacia mi locura. ¿Sabía yo que en la fiesta del Gereworld las mujeres elegían a los hombres más guapos en un gran baile en medio de la sabana y les ofrecían una espléndida luna de miel entre los baobabs?, ¿Qué alguno de sus parientes había llegado conduciendo una piara de 30 camellos hasta las profundidades del Gran Sáhara?, ¿Que los tauregs se reunían con ellos en las noches de luna llena para improvisar conciertos junto a las fogatas? Ahora me doy cuenta de que fue fácil para él percibir el brillo fascinado de mis pupilas. Las tornas cambiaron rápidamente y de repente era yo el que acosaba y perseguía a Riskoi con mi curiosidad.- “Pronto iremos a Sallaga, me repetía una y otra vez, pronto iremos”. Y Sallaga para mí era ya una entelequia, una arcadia feliz, poblada de forajidos y aventuras que invadía mis pensamientos. ¡Sallaga! aullaba a mis lagartijas cuando estas seguían tratando inútilmente de amargarme la existencia. Decepcionadas se rascaban el cogote antes de huir a sus escondrijos estupefactas ante el estado de ensoñación en que me encontraba.
El objetivo estaba claro, el problema es que había que salir de Zinder y sus alrededores eran considerados por la Embajada como zona roja, como si al doblar la última chabola de la ciudad un sin fin de sirenas se pusiesen a ulular y el suelo se encrespase en un mar de alambradas repartiendo descargas en las plantas de los pies como si no hubiese un mañana. Decidí jugarme la vida e incluso el despido, pero hacía falta un plan. Fingí una enfermedad que me mantendría K.O todo el fin de semana y como ya he contado en otra ocasión en vap me disfracé de tuareg dejando tan sólo la nariz y los ojos visibles. Riskoi me trataba con la condescendencia con la que se mima a un psicótico. Para él por supuesto Aqmi no existía y yo estaba absolutamente zumbado, pero al fin y al cabo no era la mayor extravagancia que había soportado en un blanco y se entregó al arte del disfraz con entusiasmo. Un viernes, me convertí en una sombra esquiva con turbante en la madrugada de Zinder, haciendo cola para llenar un furgón y contestando con indicaciones de cabeza a las preguntas de tuaregs y peuls, extrañados ante aquel blanco que se obstinaba en fingirse mudo y disfrazarse de africano aunque su aspecto cantase a kilómetros de distancia.
Entre las rendijas de mi turbante me asomaba a la vida en cinemascope
Durante las dos horas y media en que el alba tardó en llegar recorrimos caminos polvorientos y pasamos dos controles del ejército que observaron mi pasaporte con curiosidad. Al llegar a Tanout a las siete de la mañana el suelo ya burbujeaba como un geiser. Entre las rendijas de mi turbante me asomaba a la vida en cinemascope, las escasas viviendas de barro del mercado del pueblo se aferraban al suelo luchando por soportar un sol despiadado. Entre ellas bullía un hervidero de animación. No me quejo de lo que he podido viajar en mi vida, aún espero viajar mucho más. Soy un buscador fanático de lo diferente, lo extraño, obseso del concepto difuso, equívoco y casi siempre absurdo de “lo autentico”. En ocasiones buscar eso te aboca a rastrear sombras, en una persecución imposible al pasado, en cada lugar donde aterrizo busco una realidad que desapareció cincuenta años antes. Sin embargo estoy convencido que jamás ningún lugar podrá provocarme la misma impresión que sufrí en aquellas primeras horas de Tanout espoleado por la paranoia y el miedo.
Comentarios (5)
Los últimos nómadas del Sahel
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Ricardo Coarasa
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Qué bueno, Enrique, qué bueno. Realmente brillante. Para todos los que viajamos detrás de un pasado que, a menudo, se desvanece con la premura de una sombra siempre es un placer leerte. Abz
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isabel
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como siempre apasionante…. y muy literario
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Lydia
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Lo he leído con avidez. Un relato extraordinario. Me ha gustado mucho lo de «Sherezade rastafari». ¡Era una provocación constante para iniciar ese viaje!
Es emocionante ir a la búsqueda del pasado.
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Enrique Vaquerizo
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Muchas Gracias a todos, dentro de poco la segunda parte que espero os guste más que la primera.
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