A 9.288 kilómetros de Moscú, una pareja de adolescentes se besa frente a una playa helada donde el Pacífico rompe sus últimas olas. Los soldados rusos beben vodka en los locales de moda, las mujeres caminan con la misma gracia que en la Plaza Roja y los niños juegan en el paseo marítimo sin entender que Vladivostok está más allá de lo que podemos asimilar en el territorio de un mismo país.
Pero irremediablemente, éste lugar sigue siendo Rusia. El transiberiano transporta corazones rotos de un lugar al otro del mundo, porque casi 10.000 kilómetros son, incluso para los rusos, un mundo apenas abarcable. La ciudad se enfrenta a sus inviernos, a su Historia, a su olvido. Cuando llegué a Vladivostok descubrí una ciudad que desafía a todo ello con una naturalidad admirable. Los cafés están llenos de jóvenes y suena música en las calles. Es una forma de reinventarse, de sobrevivir allá, en el extremo del mapa, de cualquier mapa.
En la mirada de los habitantes aún hay un resplandor de bombas, como si no quisieran admitir que hace tiempo terminó la Guerra Fría.
Por otra parte, los buques armados están amarrados en el puerto y en la mirada de los habitantes aún hay un resplandor de bombas, como si no quisieran admitir que hace tiempo terminó la Guerra Fría. Vladivostok es una ciudad de dos velocidades. Una se refugia al abrigo las tiendas de moda o en un ordenador con Internet. La otra sigue anclada a sus museos con forma de submarino y se regocija en su soledad, en su orgullo bélico. Unos salen a bailar, otros avivan las llamas encendidas que recuerdan a los muertos de las guerras. Unos quieren olvidar, otros ya no pueden más que recordar. Ayer y mañana, botas militares y tacones de aguja, estatuas de piedra y noches de cristal. Vladivostok libra su propia batalla por definirse, indiferente con la indiferencia del resto del mundo, sintiendo a Rusia aunque Rusia casi se olvide de sentirla, lejos de todo, lejísimos, como en otro planeta, como esos dos adolescentes que se besaban sin saber que estaban a 9.288 kilómetros de Moscú. “¿Y a ellos que más les da?”, pensé.