Irene: el huracán que hizo dormir a Nueva York

Por: Alicia Coarasa (texto y fotos)
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Es mi cuarto viaje a Nueva York, la ciudad que siempre sorprende. Ésta vez, mucho más. Tenemos la suerte de ver algo insólito: la ciudad más vigorosa del mundo atenazada por la llegada de un huracán. Y eso que al llegar todo parece normal. Buen tiempo, calor, bastante humedad y mucha gente, lo habitual en Nueva York. Sólo al día siguiente, jueves, empezamos a oír algo acerca de la llegada de Irene, pero tampoco prestamos demasiada atención.
El viernes nada cambia. No hay motivos para preocuparse. El día es incluso mejor que el anterior, luminoso, radiante. Pero ojeando el periódico en una cafetería, cerca del edificio de las Naciones Unidas, empezamos a tomarnos algo en serio lo del huracán. Anuncian la llegada de Irene a Manhattan para el sábado por la noche. Casi al unísono, empezamos a recibir sms de la familia preocupándose por nuestra situación. Un escalofrío de incertidumbre me recorre el espinazo. ¿Un huracán en Manhattan? ¿Como en las películas?

Un neoyorquino con gafas de bucear

El plan es perfecto. Coger el metro e ir hasta el Puente de Brooklyn para comer en Pier 17. Pero visto lo visto, mejor preguntar. Los neoyorquinos parecen pasar del tema. Incluso entre risas te insisten en que no hay de qué preocuparse. Ya en el hotel, ponemos la tele. Craso error. La que se avecina es terrible. Incluso aconsejan llenar la bañera de agua, sacar dinero del cajero por si se va la luz y no funcionan, comprar comida, no salir de casa a partir de las cuatro de la tarde del sábado. En fin, un panorama casi apocalíptico. Inevitable empezar a preocuparse.

Ante el aluvión de noticias inquietantes, decidimos no ir a Pier 17. Mejor tomarse unas cervezas en el Bar de Rockefeller Center. Por el camino, preguntamos por el huracán a unos policías en Times Square. Respuesta chocante.

-Tranquilos, hasta que no veáis a alguien volando no es necesario que os vayáis al hotel -contesta uno de ellos entre risas.

Nuestro estado de ánimo es un carrusel. Ahora empezamos a cachondearnos de Irene.

Ya ha anochecido cuando nos tomamos una copa en la terraza del hotel. A veces hay que subir a una planta 35 para darte de bruces con la imagen del día. A nuestro lado, un joven neoyorquino lleva puestas en la frente unas gafas de bucear. Manolo, mi marido, le pregunta por ellas con un gesto de complicidad.

-Es por Irene, como dicen que llega esta noche…

Pegamos la hebra y nos tranquiliza en tono escéptico.

-No hay de qué preocupare. Estad tranquilos. Todo es un cuento. Se montara una gorda para justificar el enorme presupuesto de los servicios de emergencia y a lo mejor no podéis volver a España el día previsto, pero aparte de eso…

A estas alturas, ya digo, nos reímos de Irene.

Nueva York se rinde

Pero el sábado no hay demasiados motivos para reír. La primera sorpresa, en la cafetería donde desayunamos. Cierran a las once y media, como todas las tiendas, restaurantes, centros comerciales y museos de Manhattan. Lo que no consiguió ni siquiera el 11-S, que la Gran Manzana echara el cierre, lo ha logrado la amenaza de un huracán. La sombra del Katrina es demasiado alargada…

¡Lo nunca visto! ¿Alguien recuerda la película “El día de mañana”? Pues eso

A mediodía no hay metro ni autobuses y esta misma noche suspenden los espectáculos de Broadway. ¡Lo nunca visto! ¿Alguien recuerda la película “El día de mañana”? Pues eso. Los planes cambian a la misma velocidad que las noticias alarmantes se suceden. Salimos de desayunar y, sin rumbo, caminamos a la deriva. Terminamos en Central Park. ¿Dónde sino en una ciudad en la que todo está cerrado? Llueve, ahora sí, y el cielo se ha oscurecido. La Quinta Avenida está desierta, hay que frotarse los ojos para creérselo. El tráfico es casi inexistente. Las tiendas de postín son un espectáculo. Han cubierto sus escaparates con paneles de madera y los sacos de tierra se acumulan en las aceras. Hasta la gran tienda de Apple, que presume en su eslogan de abrir las 24 horas, echa el cierre tras cubrir de paneles toda su fachada. Rocambolesco.

En todas idénticos carteles. “Cerrado sábado y domingo debido al huracán Irene”. ¡Ah! ¡Una sigue abierta desafiando a los agoreros! Cartier mantiene a todos sus empleados al pie del cañón, esperando a un cliente espléndido entre los foráneos que pululan por las calles de Nueva York con su turismo de catástrofe a cuestas.

Por Central Park apenas se ve a gente. Sólo algún turista, insisto, inasequible a las advertencias. Van cámara en ristre, como diciendo “ya que me han fastidiado las vacaciones al menos me llevo unas fotos insólitas de Nueva York”. Ya puestos, la foto en medio de la solitaria Quinta Avenida es inevitable. Sin coches, sin peatones, con el semáforo en rojo. ¿Pero esto es realmente Nueva York? Parece otra ciudad.

McDonalds resiste

Por la tarde, empiezo a asustarme. A las seis, las calles están desiertas. Da casi miedo pasear por una ciudad en estado de sitio. Insisto a Manolo en irnos al hotel. A ver si va a ser verdad lo del dichoso huracan… Pero ante la duda, nos tomamos una cerveza en un bar cercano. A las siete, ahora sí, nos atrincheramos en el hotel. El lobby está a tope. Se nota que la gente ha pasado aquí la tarde. El ambiente es opresivo, asfixiante, y estamos tan locos que volvemos a salir. Pedimos un paraguas en recepción y nos vamos a buscar la cena a MacDonalds, lo único que parece estar abierto en todo Manhattan (al menos uno de los símbolos norteamericanos resiste), en el cruce de la 47 con Madison, a tan solo dos calles.

Por suerte, Irene sólo es una muesca más en la ciudad de los prodigios

Con nuestra cena en la mano, regresamos al hotel. Cómo no, nos la comemos viendo las noticias, omnipresentes, sobre Irene. En tono catastrofista, anuncian que a las dos de la madrugada lo tenemos aquí. El domingo, mejor ni salir de casa, aconsejan. Empiezo a tener miedo, la verdad. Me siento imprudente por haberme tomado a rechifla el huracán. Casi no pego ojo en toda la noche. Manolo, mucho más escéptico, duerme a pierna suelta. Me levanto varias veces. Rezo mucho. Me asomo a la ventana. Nada, todo sigue igual, ni siquiera llueve. Pasan las horas. Las dos, las cuatro, las seis. Nada de nada. A las siete ya no puedo más, la congoja muda en indignación. Despierto a mi marido y me sorprendo de escucharme:
-¡Esto es una tomadura de pelo! No ha pasado nada, casi ni llueve. Yo paso de todo y me voy a la calle.

Encendemos la tele. Ya no hablan del temible huracán, reducido ahora a una tormenta tropical, poco más que un tormentón del Pirineo, vamos. Ni siquiera eso. Llueve hasta las once de la mañana. Todo se ha acabado, si es que en algún momento empezó. El huracán Irene nunca llegó a Manhattan.

Por si acaso, el domingo todo, absolutamente todo, sigue cerrado. Hasta la iglesia episcopaliana de la Quinta Avenida suspende todas sus misas. La católica de San Patricio, no. Doy fe de ello. A las doce, la misa se celebra con normalidad. Por la tarde, la gente empieza a salir aliviada de sus ratoneras. Nueva York vuelve a ser la que siempre ha sido, bulliciosa, imprevisible, eterna. Manhattan, el corazón de la ciudad que nunca duerme, se despereza de su siestecita. Al día siguiente regresamos a España sin incidentes. Menos suerte tienen los que debían volar el fin de semana. La mayoría tiene que prolongar a la fuerza su estancia en Nueva York unos días más. Ahora, por suerte, Irene sólo es una muesca más en la ciudad de los prodigios.

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Comentarios (5)

  • Bueno Marqués

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    Muy buena esta crónica de como los miedos paralizan hasta la Gran Ciudad. Desde luego, una forma de ver NY distinta; supongo que casi hasta se agradece

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  • marta g.

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    Me encantó el reportaje. NY es superlativa hasta para prepararse para un huracán. Felicidades por el testimonio de primera mano!

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  • manolo

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    Fantástico artículo, y fotos impresionantes. Enhorabuena

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  • Elvira

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    Romancera me ha gustado mucho tu narración!!! Espero la siguiente…

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  • belen

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    Muy buen reportaje,me ha parecido vivir el huracan IRENE en Nueva YORK ,Felicidades HELEN

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