El viaje
Centroamérica, fina cintura del Nuevo Mundo, carga a sus espaldas con una historia reciente de guerrillas y matanzas silenciadas por la selva y un presente sacudido por la violencia de las maras, las bandas callejeras que día tras día asaltan los titulares de los periódicos. Pero conviviendo con esa obstinada realidad, y sobreponiéndose a ella, un puñado de países ceñidos por dos océanos ofrecen al viajero un montón de motivos para visitarlos. Guatemala es uno de ellos. Desde VaP proponemos en esta ocasión un paseo por la vieja España colonial, por las empedradas calles de una ciudad moldeada a base de erupciones y terremotos, donde las casas y los monumentos llevan a gala las huellas de decenas de violentos seísmos. Si un volcán, el Vesubio, se bastó para asolar el esplendor de Pompeya, tres no han sido suficientes para borrar de la historia este ejemplo de resistencia de entrañas mecidas por poderosas placas tectónicas. Esa ciudad existe y se llama Antigua.
La fundación de la primera capital de Guatemala está ligada a un español, Pedro de Alvarado, lugarteniente de Hernán Cortés, que fue enviado en 1524 por el conquistador de México para someter estas tierras. El originario campamento militar, conocido hoy como ciudad vieja, sólo aguantó en pie catorce años, el tiempo que tardó el Volcán de Agua (junto al de Fuego y al Acatenango los tres celosos guardianes de Antigua) en arrasarlo por completo. No fue hasta 1543 cuando se fundó la que fue bautizada como Santiago de los Caballeros, en el mismo emplazamiento ocupado hasta entonces por el principal poblado de los indígenas cachiqueles, que se apresuraron a huir montaña arriba.
Cualquiera que visite el Parque Central de Antigua y gire la vista en derredor se dará cuenta de que la ciudad está trazada a cordel. Se trata, efectivamente, de una perfecta cuadrícula cuyos tentáculos nacen de la bellísima Plaza de Armas, a imagen y semejanza del urbanismo castellano de la época. Esa pulcra disposición de sus calles contrasta, nada más echar a andar, con las casas derruidas por algún terremoto, con las iglesias desnudas de cúpulas, con las puertas tapiadas a la espera de tiempos mejores… Antigua es, en este sentido, deliciosamente imperfecta.
Las tumbas de Bernal Díaz y Alvarado
El viajero no tiene que hacer acopio de guías turísticas para visitar la ciudad. En cuanto ponga un pie en los jardines del Parque Central será el codiciado objetivo de los guías que recorren hora tras hora los principales monumentos en busca de extranjeros a quienes ilustrar sobre la convulsa historia de Antigua. Lo mejor es dejarse llevar, aunque no está de más negociar el precio antes de nada para evitar sorpresas de última hora (la tarifa puede rondar los 100 quetzales, unos diez euros). El que me toca en suerte luce apellido de conquistador, Óscar Humberto Ovando, lleva casi medio siglo en estos menesteres y todos los terremotos que han sacudido Antigua marcados en los surcos de su atezado rostro.
Estamos ante la portada barroca de la antigua catedral de San José el Viejo (en el cruce de la 5ª avenida sur con la 8ª calle poniente), sorprendentemente baja. Todo tiene una explicación. Escarmentado por las devastadoras sacudidas de la tierra (el templo originario del siglo XVI había sido demolido doce años antes), el arquitecto la diseñó en 1680 de menores proporciones para que resistiera los seísmos que estaban por venir. El mejor homenaje a esa pericia es que la fachada siguió en pie después del terremoto de Santa Marta, que en 1773 arrasó toda la ciudad, obligando a las autoridades a trasladar la capital al Valle de la Ermita, en la actual Ciudad de Guatemala.
El viajero pronto reparará en una lápida de piedra situada en la nave central. La inscripción da cuenta de que en este lugar “se dio sepultura a ilustres personajes de la conquista y fundación de Guatemala”
Pero el resto del templo, que se recorre con el corazón encogido, está horro de cúpulas y ábsides. Las columnas, recias e imponentes, están vencidas sobre el suelo o mueren a cielo abierto; la mayoría de las paredes están desconchadas y, aunque algunas de las laboriosas decoraciones de las arquivoltas están intactas, las obras de restauración en marcha -que han conseguido recuperar dos de las capillas originales- tienen aún mucho trabajo por delante. Es muy recomendable visitar las catacumbas, todavía hoy lugar de ritos indígenas donde el sincretismo religioso de santos y divinidades ancestrales se muestra en fascinante mezcolanza.
El viajero pronto reparará en una lápida de piedra situada en la nave central. La inscripción da cuenta de que en este lugar “se dio sepultura a ilustres personajes de la conquista y fundación de Guatemala”, entre los que se cuentan, además de Alvarado y su esposa, Beatriz de las Cuevas, el historiador Bernal Díaz del Castillo. Este último, uno de los 400 hombres que acompañaron a Cortés en la conquista de México, fue el principal cronista de esa extraordinaria aventura, que plasmó en su célebre “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”. Natural de Medina del Campo, donde nació el mismo año que Cristóbal Colón descubrió América, Bernal Díaz, se convirtió tras la toma del imperio azteca en regidor (alcalde) de Antigua (entonces Santiago de los Caballeros), donde murió en 1580 con casi noventa años. Tras casarse con Teresa Becerra, hija de otro conquistador, aquí escribió su célebre obra y disfrutó de una plácida vida de terrateniente. Fue, sin duda, su retiro dorado, el retiro de un guerrero-cronista.
El último reposo de Alvarado, apodado “Tonatiuh”, el dios del sol azteca, por su melena rubia, está envuelto en el misterio. El más sanguinario de los lugartenientes de Cortés (responsable de la matanza del templo mayor que casi arruina la conquista de México) ansiaba la acción y, aunque después de la toma de Tenochtitlan fue designado gobernador de Guatemala, puso rumbo al Perú al frente de una flota de 500 hombres para aumentar su leyenda. Entre la tripulación había un nutrido grupo de indios cachiqueles originarios de Antigua, cuyos descendientes todavía viven en tierras peruanas. En Riobamba, Diego de Almagro le salió al paso y le puso al corriente de la campaña de Pizarro. Alvarado, haciendo acopio de sensatez y de una intachable visión para los negocios, aceptó vender a Almagro toda su artillería por 100.000 pesos y volverse por donde había venido.
Pero su afán batallador le llevaría después a intentar sofocar la revuelta de los chichimecas en el actual estado mexicano de Jalisco, donde el caballo desbocado de un compañero acabó con su vida. Enterrado primero en una iglesia de Michoacán (México), su hija trasladó después el cadáver, junto al de su segunda esposa, Beatriz de la Cueva, a Antigua. Alvarado se había casado en primeras nupcias con Francisca de la Cueva, sobrina del influyente duque de Alburquerque, pero ésta murió nada más desembarcar en Veracruz y, gracias a una dispensa papal, pudo casarse con su hermana Beatriz. No sin razón, ésta ha pasado a la historia como la “sinventura”. Su matrimonio apenas duró un año y, tras hacerse cargo de la gobernación de Guatemala en 1541 por la muerte de Alvarado, su cargo fue efímero pues una feroz seismo la sepultó en su palacio bajo toneladas de lodo y piedras mientras invocaba al Altísimo en la capilla. El volcán del Agua había hablado una vez más.
Antigua es una de esas ciudades que se dejan atrás con la esperanza de regresar, con el afán de pasear de nuevo sus empedrados de capa y espada
De vuelta al parque Central, conviene desviarse un par de cuadras para admirar el singular Arco de Santa Catalina, construido a finales del siglo XVI para facilitar el paso de las abadesas del convento de clausura al colegio edificado enfrente. Pocas estampas de esencia colonial tan acusada como ésta pueden encontrarse en toda Iberoamérica. A nuestras espaldas, la Plaza de Armas es el mejor lugar para despedirse de Antigua.
En los añosos soportales del Palacio de los Capitanes, la antigua residencia del gobernador, lugareños y turistas se refugian del tormentón vespertino. La recia voz de un predicador resuena a través del pequeño aparato de radio de un limpiabotas a ritmo de cumbia. “Yo tengo una madrecita/yo tengo una madrecita/que cuando yo estoy solito/ella me hace compañía/ella es María/ella es María”. Los persistentes vendedores ambulantes se cruzan con turistas despistados, pandillas de mozalbetes ociosos, policías armados y los habituales desheredados suplicando limosna. Dos vigilantes en la puerta de un banco lo observan todo, recortada en mano, sin pestañear.
Para escapar de ese bullicio, hay que escabullirse escaleras arriba hacia la baranda superior, donde el ajetreo del Parque Central se percibe ya con una cierta nostalgia de lo que está a punto de abandonarse. Los fieles de la catedral de Santiago, vela en mano, esperan que pase el chaparrón para celebrar la procesión del Corpus por todo lo alto. Las escalinatas del templo están cubiertas de flores y hierba mojada que esparce por toda la plaza un intenso aroma tropical. Hasta aquí llegan los cánticos de los devotos, un sonido alegre y bullanguero muy alejado de las lánguidas canciones dominicales que se escuchan en la mayoría de iglesias españolas.
El viajero, la verdad, no se quiere ir de Antigua, y para demorar ese momento degusta un delicioso café en el popularísimo Café Condesa, en la misma plaza, perdido entre las conversaciones de un grupo de portorriqueños que saltan del español al inglés sin brusquedad alguna. A la espalda de una librería interesante, su patio de exuberantes plantas tropicales y fuente de piedra coronada por una sencilla talla de La Virgen es un remanso de tranquilidad. Antigua es una de esas ciudades que se dejan atrás con la esperanza de regresar, con el afán de pasear de nuevo sus empedrados de capa y espada. El viajero lo hizo antes de lo esperado y quiere reafirmar con estas líneas su pasión por esta ciudad colonial.
El camino
Desde Ciudad de Guatemala (adonde se puede volar sin escalas desde España con varias compañías aéreas) hay que tomar la carretera CA-1 y, en el cruce de San Lucas Sacatepéquez, desviarse en dirección a Antigua, situada a 45 kilómetros de la capital (una hora en coche). Si el viajero prefiere desplazarse en taxi conviene negociar antes la tarifa, que puede oscilar entre los 120 y los 150 quetzales (de doce a 15 euros), mejor en la puerta de los hoteles. La parada de taxis de Antigua está en el Parque Central, junto a la catedral.
Una cabezada
En Antigua, si no tenemos problemas de presupuesto, el hotel Santo Domingo (un antiguo convento rehabilitado) es todo un lujo (mínimo 100 dólares por noche), al igual que el hotel Porta Antigua (8ª calle Poniente, 1). Para bolsillos con más agujeros, una buena opción es la Posada Don Valentino, a sólo dos cuadras del Parque Central (a partir de 40 euros por noche).
A mesa puesta
Recomendamos empezar el día en Doña Luisa Xicotencatl con el característico desayuno chapín. No olvidar probar el sabrosísimo pan de banano. Para comer, la Posada de Don Rodrigo es casi visita obligada. Comida tradicional adaptada al paladar occidental.
Pero si se decanta por opciones menos rimbombantes, acérquese a cualquiera de los modestos restaurantes en los aledaños de la Plaza de Armas. Por ejemplo, al Don José. Cenará unos tamales de maíz o unas enchiladas y una cerveza Gallo por escasos cinco euros. Y mucho más tranquilo. Para despedir la jornada, nada mejor que un café y un pastel de queso en Café Condesa.
Muy recomendable
El Convento de la Merced, o lo que queda de él, es una predilección de VaP. Disfrutar desde el piso superior del claustro, que todavía exhibe la que sin duda es la fuente más elogiada de Antigua, de las vistas majestuosas del Volcán de Agua es una delicia. El ambiente decadente y romántico lo envuelve todo y la humedad pesa tanto como su historia. También merece la pena visitar el mercado de artesanía de la calzada de Santa Lucía, al final de la 4ª calle Poniente. Ideal para nutrir la maleta de recuerdos (las máscaras son especialmente recomendables).