La romanidad se hereda y se ejercita. Roma es más adjetivo que sustantivo. Más que un ser es una forma de hacer. Se puede ir y volver de Roma contemplando historia y monumentos, pero no se conoce Roma sin entender a las gentes de sus barriadas. En ellas –Garbatella, Pigneto, Centocelle, Rebibbia, Mandrione, Prati, Flaminio, Ostiense, Tor Bella Monaca, Balduina…–, descansa el alma y el secreto de la ciudad. Una urbe caótica, sucia, insolente… y rebosante de vida. “El poder de Roma es la sorpresa de encontrárnosla viva junto a nosotros”, dice Alberto Rodríguez en su libro “Destilería Roma”. Alberto, un amigo gallego que me presentó Javier Reverte, amaba Roma, su casa, y la enseñaba a los turistas. La conocía más que nadie. Tanto, que cuando la narraba no le cabía en la boca. Alberto, creo, entendió que Roma es un oficio.
Yo vengo a hablarles de esa urbe. “La Roma desconocida para el turista, ignorada por los biempensantes, inexistente en los mapas, es una ciudad inmensa”, que escribiera el cineasta Pier Paolo Pasolini en 1958.
La Ciudad Eterna fue mi casa entre enero de 2019 y agosto de 2022. En ocasiones iba a que me ganara jugando al tenis mi amigo Cristian a un club, La Mirage, enclavado en un recodo del río Tíber, junto a la pista ciclista que empieza propiamente en el Ponte Milvio, que data del 206 a.C. Ese barrio es una de las zonas de movida de la juventud capitalina. Más de 2200 años en cincuenta metros. Roma.

Yo iba hasta el Club con el coche. Tampoco tenía más opción. Nos robaron las bicicletas del sótano de nuestra casa, un cuarto común donde todos los vecinos guardábamos las bicis. La puerta no estaba forzada, así que debió llevárselas alguien con llave. Escribimos al administrador. Nunca contestó. La desidia romana es imperturbable.
Para jugar, me desviaba en el Viale di Tor di Quinto, y atravesaba una pista agujereada como un campo de minas. Finalmente, llegaba al club deportivo. Desde el aparcamiento parecía un sitio bello, junto al caudal. Hasta ahí llegaba el optimismo. Dentro, las instalaciones estaban descuidadas. Los vestuarios eran viejos y poco limpios. Las pistas de tenis de tierra tenían redes rotas y agujeros porque carecían de mantenimiento. Lo normal es que éramos los que jugábamos allí los que barríamos y alisábamos las pistas para que la bola botara recta.
Estaba acostumbrado a convivir con la basura romana, pero carajo, ¿hacía falta arrojar una lavadora en el Tíber?
A mí me gustaba jugar en la Pista 4, que estaba junto al río. Un día decidí acercarme a contemplarlo mientras esperaba a Cristian. Me abrí paso entre la maleza, que crecía descontrolada, y entonces descubrí, justo en la otra orilla, un inmenso vertedero ilegal. La gente iba hasta allí a tirar electrodomésticos, basuras y muebles al caudal. Estaba acostumbrado a convivir con la basura romana, pero carajo, ¿hacía falta arrojar una lavadora en el Tíber?
Ese club podía ser un sitio magnífico. Y no lo era. Pero lo era. Era un desastre al que, sin embargo, a mí me encantaba ir a jugar. Luego lo explicaré, tengan paciencia, déjenme presentarles antes a otros romanos.

“Llegaba a casa llorando de ver cómo la gente maltrata esta ciudad tan bella. Necesitaba hacer algo para poder seguir viviendo aquí”, me dijo Rebecca Spitzmiller, profesora universitaria estadounidense, casada con un médico romano y creadora de la Asociación Retake Roma. En un inicio, ella, junto a otras amigas gringas, crearon una ONG que se dedicaba a limpiar las calles. Para el pasotismo romano, aquella señora que vivía en la capital desde hace 34 años era una chiflada incapaz de comprender que Roma no se cambia, se acepta. “Yo llego como Mary Poppins, con mis cubos, y muchos piensan que estoy loca. Cuando se enteran que soy una profesora universitaria se quedan descolocados”.
Las calles de la ciudad tenían una estampa clarificadora. Multitud de inmigrantes africanos se dedicaban a limpiar las aceras y pedir dinero por ello. En el resto del mundo a los inmigrantes irregulares se les acusa de ensuciar, aquí encontraron que con una escoba podían pedir dinero barriendo calles. “Hay mucha suciedad en el suelo y la gente te da dinero por retirarla”, me dijo Mike, un nigeriano.
“Hay mucha suciedad en el suelo y la gente te da dinero por retirarla”, me dijo Mike, un nigeriano.
La había. A la ciudad, en los barrios, se la comía la mierda. Los contenedores podían acumular semanas las bolsas de basura sin que nadie las recogiera. En verano, el calor provocaba en las calles se pudrieran los alimentos arrojados entre bolsas de plástico. El hedor hacía algunas zonas irrespirables. Había varios contenedores en nuestro entorno. Se llenaban rápido. Cuando estaban rebosantes, sin poder cerrarse, las gentes tiraban las bolsas fuera. En una ocasión, una señora le indicó a un tipo que en cincuenta metros había otros contenedores aún con espacio dentro y que fuera a tirar allí la basura. El tipo le respondió con un sonoro “vaffanculo”, y arrojó su basura de malos modos al montículo. Roma. Romanos.
Esa basura era un polo de atracción de gaviotas -las más gordas y grandes que vi nunca por su fácil ingesta de alimentos-, ratas y jabalíes. Los mamíferos bajaban hasta el centro de la ciudad a zampar entre la basura. La ciudad era un zoológico sin reglas. Mi peluquero, Andrea, un chico joven y dinámico, me lo resumió así: “Roma es ingobernable. Yo pago una fortuna en tasas por una recogida de basura inexistente. Para limpiar no aparece nadie, pero para multarme si no pago aparecen rápido”.

Escuchar quejas es parte de la romanidad. Iba en ocasiones a comprar rape congelado a una tienda junto al Mercado Trionfale. El pescadero, Antonio, era un veterano migrante napolitano muy simpático. Siempre charlábamos. Nuestras conversaciones terminaban en la preceptiva crítica. “El municipio no hace nada por los ciudadanos. Son unos ladrones que se llenan los bolsillos”. Yo asentía. Los vecinos en Roma hacíamos eso como terapia: nos quejábamos y escuchábamos. Luego, terminados los lamentos, invariablemente me explicaba que el datáfono estaba roto, lo estuvo los tres años, y debía pagar en efectivo. Como recibo me daba un papelillo sin ningún valor.
¿Qué decir de una ciudad en la que sabes si alguien es de fuera si le ves pagar en el autobús? En una ocasión, estaba subido al autobús 23 en Piazzale Clodio. Estaba casi lleno cuando apareció un revisor. Casi me quedé solo de golpe. Más del 70% de los usuarios se apresuraron a bajarse por la puerta trasera en estampida.
Es divertido sino fuera porque unas semanas antes estaba en otra parada junto a un señor muy mayor que desesperado me dijo que llevaba esperando el bus una hora. “Hace 50 años vine a vivir a esta ciudad. Siempre fue una ciudad difícil, pero ahora es imposible vivir aquí”. Estaba agotado de esperar de pie. Los que no pagan el autobús y aquel anciano tambaleante están estrechamente relacionados.
Él era de derechas, muy de derechas, y luego se iba de juerga con un grupo de amigos homosexuales o de progres intelectuales porque de lo que era realmente extremista era de pasarlo bien.
Pero eso no le importa a un romano. Dino, un buen amigo, es un resumen de Roma, toda, con sus mejores virtudes y sus peores defectos. Presumía de tener más de 60.000 euros en multas. Dejaba el coche aparcado hasta en los carriles bus. Entraba en los restaurantes y saludaba a los camareros, a los que veía por primera vez, como si fueran sus compañeros de escuela. Luego, empezaba a pedirles que le rellenaran más la copa de vino o que le pusieran un aperitivo. Lo hacían. Era un tipo generoso y alegre. Le gustaba hablar de política y de La Lazio, su gran pasión. Discutíamos. Él era de derechas, muy de derechas, aunque votó al Movimiento 5 Estrellas, y luego se iba de juerga con un grupo de amigos homosexuales o de progres intelectuales porque de lo que era realmente extremista era de pasarlo bien.
Siempre le vi contento, siempre te echaba una mano. Fumaba como si le sobraran pulmones. Era un tipo de la calle, listo, que aprendió que el patrimonio más importante era la amistad. Tenía una empresa de éxito de productos ecológicos por la que merodeaban colegas. Eso es norma de la calle, los negocios se hacen entre favores. Se echa una mano y te la echan. Yo a veces sentía que toda Roma era una cadena de favores en la que nadie pagaba la cuenta porque siempre invitaba otro.
En su cuadrilla había algunos delincuentes, comerciantes de medio éxito, obreros honestos, actrices en paro, empresarios, abogadas, peluqueros de postín, ex convictos, directores de teatro, ultras de fútbol… Él no cambiaba nunca, se comportaba exactamente igual con todos ellos, porque esa prole de gente diversa tenía el mismo código: eran supervivientes de Roma. Eso significa tener un lenguaje propio. No un dialecto, una lengua.

Una noche que salí de juerga con ellos escuchaba sus conversaciones y pensé que por algún sortilegio nos habían metido a todos en el Film “Roma” de Federico Fellini. Dino reía y se preocupaba todo el tiempo de que yo lo pasara bien. Sus amigos eran igual de acogedores. Ni una sola vez de todos nuestras muchos encuentros dejó de preguntarme al irse: ¿Lo has pasado bien? Eso también es Roma.
Le encantaba Nápoles y despreciaba todo lo que estaba por encima de Bolonia. “¿Sabes que es lo más bonito de Milán?… El tren que sale para Roma”
La Ciudad Eterna, donde nació Dino, era la tierra perfecta para sus imperfecciones. Él no las veía. Le dolía cuando yo se las recordaba. Mantenía que en Roma el verano llegaba en febrero. ¿En qué ciudad del mundo sucede eso, Javier? Siempre es verano en Roma”, presumía. Le encantaba Nápoles y despreciaba todo lo que estaba por encima de Bolonia. “¿Sabes que es lo más bonito de Milán?… El tren que sale para Roma”, me decía entre risas una noche admirando la ciudad desde la colina del Observatorio. Resulta que ahí había un pequeño café que cerraba muy tarde. Dino se bajaba de noche a la calle, cuando le apetecía un expreso, y se lo tomaba contemplando el centro histórico. No se cambiaba, iba en pijama y con una chaquetita encima si hacía fresco. “La ciudad más bella del mundo”, me decía con su pantalón de dormir a cuadros contemplando cúpulas y campanarios iluminados. Tenía razón. Eso que él miraba lo era. Lo es.
Dino era de barriada, pero en Roma eso no varia mucho lo que te ofrece la urbe. Se cuida algo más el centro histórico porque es negocio, todo el resto es barbecho urbano. El maltrato social es bastante democrático. Ricos y pobres lo sufren por igual. Roma tiene una peculiar clase alta, que no se sabe bien dónde habita porque ningún barrio cumple los estándares de los guetos ricos de otras ciudades. Intuyes que habitan tras algunos palacetes con sus enredaderas cayendo por una fachada descascarillada del color de la arcilla. Habitan un incómodo museo. Incómodo y bello, muy bello. Roma.
Esos adinerados burgueses, con sus títulos nobiliarios caducos, son una caricatura retratada a la perfección en esa obra maestra del director Paolo Sorrentino que es ‘La Grande Bellezza’. “¿Qué tienen contra la nostalgia? Si es la única distracción posible para quien no cree en el futuro”, dice el protagonista del film. La catalogaron como película de ficción, en mi opinión es un documental.

“La nobleza (romana) eran unos patanes: nunca leyeron nada, nunca escribieron nada, jamás aportaron nada a la cultura, ni siquiera fueron mecenas, que es una forma de comprender la cultura. Se dedicaron a vivir de sus rentas, en el más absoluto aislamiento”, afirma Pier Paolo Pasolini en su libro recopilatorio “la Ciudad de Dios”.
Nadie ha entendido, en mi opinión, mejor Roma que el pintor Caravaggio y el cineasta Pasolini. Ellos se metieron en sus tabernas, mercados, barracas y detritus. Eso es Roma. La otra, la del pintor Rafael, es una utopía de querer ser la Florencia que esta ciudad nunca ha sido. “(En Roma) Rafael fue el más amado de todos porque era bondadoso, delicado e ingenuo”, escribe Javier Reverte en su libro “Un otoño romano”. Rafael pintaba vírgenes y santos, Caravaggio prostitutas y borrachos. Caravaggio es Roma, Rafael es el Vaticano. Son dos cosas distintas.
Rafael pintaba vírgenes y santos, Caravaggio prostitutas y borrachos. Caravaggio es Roma, Rafael es el Vaticano. Son dos cosas distintas.
La segunda es una ciudad a la sombra de una ancha cúpula, la primera una sucesión de barrios, pequeños pueblos, con sus propios códigos. No se comunican. Roma, la Ciudad Eterna, ‘Caput Mundi’, es una ciudad provinciana. “Nosotros somos una ciudad de mil islas. Los romanos, yo lo soy de cuarta generación, somos vagos y andar a otro barrio nos parece un viaje”, me explicaba Irena Ranaldi, socióloga urbana y presidenta de la Asociación Ottavo Colle, en una entrevista.
Roma, la de los frescos en las iglesias, es tan bella, tan brutal, tan contundente, tan abrumadora, que sus habitantes desde hace siglos dejaron de mirar nada que hubiera fuera porque creyeron que todo estaba ya dentro. “Perdido su poder terreno, parece que, en su orgullo, haya querido aislarse: se ha separado de otras ciudades de la tierra y, como una reina derribada del trono, ha ocultado noblemente sus desdichas en soledad”, escribe ya en 1804 sobre Roma el francés Chateaubriand.

Roma no es la capital del mundo, Roma fue capital del mundo. Su pasado es tan contundente que preservarlo es todo el posible futuro. Rodeando esa historia creció una ciudad chabacana y juerguista, cutre y maleducada, bella y vivaz, sin envidias, que no entiendes, que no necesitas entender. La sufres para disfrutarla. Es lo mismo. Sus gentes sobreviven convirtiendo su día a día en trinchera y fiesta. El romano militante desprecia la calidad de vida de los milaneses y turineses, noreuropeos incapaces de entender que la identidad no se comercia. Así se consuela, fiel a su oficio de romano impenitente.
Una mañana, otro amigo me invitó a jugar al tenis a otro club. Fuimos al Círculo Diplomático, también junto al río. Había un código de vestimenta, se debía ir de blanco. Las pistas eran perfectas. Todo estaba cuidado. Almorzamos en el buffet junto a la piscina. Nos atendió un camarero con chaqueta blanca. El vestuario era impoluto… Salí espantado. No volví a jugar allí. Me pareció no jugar en Roma.
Nos atendió un camarero con chaqueta blanca. El vestuario era impoluto… Salí espantado. No volví a jugar allí. Me pareció no jugar en Roma.
Entendí que yo prefería ir a La Mirage con sus pistas viejas, sus vestuarios a medio recoger, su bar a medias, su carretera llena de baches… Allí me sentía libre. Jugabas y charlabas luego con Michele, el propietario del bar, mientras zampabas una porchetta con una copa de vino. A veces, acabábamos hablando con otros jugadores en una tertulia donde se iban sumando desordenadas voces. Quejándonos del Gobierno, la pandemia, o enredándonos con el fútbol, Rafa Nadal y Berretini, Canarias o Cerdeña… Hablábamos bajo un sol radiante entre un cielo azul y limpio. Se escuchaba a los vencejos revolotear entre altos pinos. La pista costaba alrededor de 25 euros, la comida no más de 15, y Michele invitaba luego a alguna ronda.
Echo de menos ese lugar. Echo de menos Roma. Creo que ha sido en Bangkok, donde vivo feliz ahora, que he descubierto las virtudes de las imperfecciones de Roma. Eres libre. La resilencia romana tiene una parte admirable. No se traicionan. El precio a pagar es muy alto, dejar de ser romano para ser quizá otra cosa mejor pero distinta. Convertirse en otra vulgar ciudad del planeta. Los bárbaros no conquistaron nada, los bárbaros sobrevivieron a Roma.