Trekking en los Annapurnas: arriba, donde el mundo acaba

Subir a las cotas más altas del planeta y pasear por las laderas de las montañas del Nepal es la historia de un serial de reportajes de naturaleza que daremos en VaP. Un trekking hecho por personas normales, que apenas conocían la alta montaña, y que se acercaron al límite de sus fuerzas y sueños.

Los Himalayas. Donde todo acaba. El lugar donde la tierra se convierte en Universo. Más allá de ahí, nada. O todo: El sistema solar, la galaxia, el infinito de la creación. Debajo de ese lugar, todo. O nada. El afán del ser humano, y su impulso genético de conquistar lo que existe, de llegar a todas partes.

En Khatmandu, capital del país de las montañas, tres soñadores. Ro, Goretti y un servidor. No tenemos experiencia en la alta montaña, salvo Gore, que subió un volcán en el desierto de Atacama. No importa, aquí la vamos a hacer toda de golpe. Repasamos nuestra ropa de abrigo, algo escasa, según comprobaremos luego, y estudiamos los mapas. Tenemos poco tiempo, porque Goretti ha de volver a España, así que hay que elegir bien la ruta. La decisión se toma rápido: iremos al campo base del Annapurna I, el techo de 8.091 metros, la décima montaña del mundo. En total, si vas a buen ritmo, seis días de marcha, ida y vuelta. O siete. Llegaremos, cuando estemos en el Campo Base, a 4.200 metros. El mal de altura no tiene porqué afectarnos.
Metemos nuestras ilusiones en mochilas pequeñas y nos colamos en un autobús que nos lleva a Pokhara. Recordad esto, viajeros: llevad solo lo que consideréis imprescindible. No mola subir medio millón de escaleras con equipaje inútil. En diez horas recorremos los 180 kilómetros que van de la capital a la ciudad de los trekkings.

Pokhara es el punto de encuentro de los que van a enfrentarse, en silencioso duelo, a sí mismos y a la montaña. Lo primero, e imprescindible, acudir a la oficina de turismo y sacar el permiso. Y no sólo por evitar el multón de ir sin autorización, sino porque los nepalíes necesitan saber que estás allí por si te pasa algo, que no te va a pasar. Cuesta 2.000 rupis, unos 20 euros. Una miseria, comparado con la inmensidad de lo que autoriza a visitar.

No es broma: subiréis muchas decenas de miles de escaleras. Los dos primeros días el paseo es de los que marcan el alma. Las piernas duelen, pero los ojos se llenan de bosques de pinos, de robles…

Otro autobús nos lleva al lugar donde empieza el camino: Phedi. Llegamos, como buenos domingueros, a las dos de la tarde, mala hora si queremos avanzar un buen trecho, porque la noche cae rápido. Así que compramos agua -un bien cuyo precio irá disparándose según ascendamos- y empezamos a andar. Cuatro horas después, exhaustos y felices, llegamos a Deulari, primera parada y fonda, tras sortear por los pelos una tormenta de época.

Lo he dicho antes y quizá haya parecido una broma. No es broma: subiréis muchas decenas de miles de escaleras. Los dos primeros días el paseo es de los que marcan el alma. Las piernas duelen, pero los ojos se llenan de bosques de pinos, de robles y de un árbol de flor roja que desconocía y es precioso: el rododendro.
El segundo día hay premio. Se llega a Jhinudanda, donde hay unas piscinas de aguas termales en la base de la montaña. Imaginad un baño calentito a la orilla de un río salvaje –el Modi Khola, que nos acompañará todo el camino-  y mirando colosos nevados en bañador. Sin comentarios.

El tercer día, otro premio. Más gordo aún. En una revuelta del camino, de golpe y porrazo, sin tiempo para preparar el espíritu, el Annapurna 3. Más de 7.500 metros de altura. Imponente, majestuoso. Luego, un poco más adelante, el Machapuchare, también conocido como “Fish’s Tail” (la cola del pez), una de las dos montañas sagradas de los tibetanos, y cuya escalada, por ese motivo, está prohibida. Las lágrimas se amontonan en los ojos. No sé explicar por qué produce tanta emoción ver estas montañas.

Al final del tercer día ya hace frío de verdad. Aunque ojo, solo de noche. Durante el día se camina en camiseta. Aquí todo es extremo. Se duerme en Doban, o en Bamboo, a unos 2.600 metros de altura, y se prepara uno para la ascensión final. Hay dos opciones ese último día: quedarse en el campo base del Machapuchare, o llegar al del Annapurna, que es el objetivo final del trayecto. Les separan dos horas de camino. Nosotros nos hemos tenido que quedar en el primero. Una nevada imponente lo ha decidido. Encerrados en el refugio tratamos de calentarnos con una sopa detrás de otra, jugamos al parchís y vemos amontonarse la nieve contra las paredes. El espectáculo es majestuoso. El frío, también.

Eres consciente de que, en realidad, no has hecho nada, pero te sientes Edmund Hillary, y aprendes a imaginar cómo se sentiría al convertirse en el primer hombre que conquistó el Everest.

La última mañana, antes de empezar a bajar, el premio gordo. Caminamos por la nieve hasta el campo base del Annapurna. Y allí, frente a sus glaciares, nos asomamos a presentarle nuestros respetos. Silencio. Paz infinita. Un gozo que no sabes de dónde viene. Eres consciente de que, en realidad, no has hecho nada, pero te sientes Edmund Hillary, y aprendes a imaginar cómo se sentiría al convertirse en el primer hombre que conquistó el Everest.

El descenso, que comienza esa misma mañana, tendría que haber sido fácil, pero el primer tramo se torna atroz. La nieve derretida por el sol del día nuevo es ahora hielo, y nos desliza como si camináramos sobre patines. No exagero si digo que caí 50 veces. No exagero si digo que no dejé de reír. Parecía que grabábamos vídeos de humor.

Si vas con prisa, el descenso se puede hacer en dos días. Mi consejo es que lo hagas en tres, y que bajes deteniéndote en cada regalo del camino: las terrazas de maíz, las gargantas por donde corre el Modi Khola, otro baño en las termas, los sherpas que suben llevando apoyados en la frente paquetes de cien kilos con la comida y la bebida para los refugios, los viajeros que te detienen para pedir información, los bosques infinitos.

Antes de salir a la carretera hay un pueblo, Chimrung, al borde del río. Paramos a comer y, como hacía tanto calor, nos atrevimos a bañarnos. Helado. Delicioso. Lo mejor antes de regresar, atónitos, al tráfago y la salsa de la vida, allí donde el mundo acaba. O donde empieza.

Por no hacerme demasiado largo, no he dado detalles que al viajero podrían interesarle. Quien los necesite, no dude en pedirlos. Para eso estamos.
En el siguiente post explicaré que este trekking fue sólo el aperitivo de lo que haría semanas después. Lo escribiré en VaP.

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