Zambia: la pareja que vino a despedirse a África
Me saludan con una cálida mueca de estilo británico y un apretón de manos. Son una pareja de ancianos de pelo blanco y aspecto señorial a los que esta África les sienta como un traje a medida. A simple vista podría decirse que llevan siglo y medio de viaje por estas tierras a las que llegaron en alguna de las expediciones de Livingstone. Me llama la atención que parecen demasiado mayores para aventurarse en aventuras.
Ocupan sus asientos en la parte trasera de una avioneta en la que no hay espacio ni para santiguarse. Se cogen las manos. El piloto enciende los motores. Falla el derecho. Se baja y da un golpe a la hélice que comienza a toser lentamente hasta arrancarse. Pronto estamos sobrevolando en una balanza de hierro el cielo de Zambia.
Pronto estamos sobrevolando en una balanza de hierro el cielo de Zambia
La avioneta que parte del aeropuerto de Lusaka nos lleva hasta el corazón del parque del Lower Zambeze. El cielo está limpio, a lo lejos observo unas pequeñas montañas y más allá aún el inmenso caudal del mítico Zambeze quebrando África. De pronto, en medio de la espesa vegetación, la avioneta desciende para aterrizar en una pista enclavada en medio de la selva.
Nos vamos todos al imponente Royal Zambezi Lodge. A mí me han invitado tres días para hacerles un reportaje y ellos son los únicos clientes que tiene hoy el hotel más bello de todos en los que he estado en África.
“Como están ustedes solos, ¿te importa Javier compartir con ellos actividades o quieres hacer algo por tu cuenta?”, me pregunta la joven directora. “No, yo hago lo que ellos hagan”, contesto con la educación que se espera de un invitado. Dos horas después estábamos los tres en un 4×4 admirando el lento caminar de los elefantes entre los troncos del mopane; viendo a cocodrilos deslizarse hasta el agua en los pequeños brazos que el Zambeze introduce en el parque; parando a observar las águilas pescadoras sujetas al cielo, en pareja, siempre juntas y lejos condenadas a amarse sin entenderse o fotografiando a los innumerables leones que nos vigilaban con desinterés. El parque tiene una belleza serena. No vemos un solo coche en las más de tres horas de camino.
Él la tiene cogida entre sus brazos y ella se deja coger. Hay una delicadeza y dulzura en el gesto casi adolescente
De pronto, cuando el sol se está marchando, el conductor detiene el coche y nos bajamos todos del carro a contemplar el inigualable huir de la luz africana. Agarro una copa de vino que sujeto con dificultad mientras intento fotografiar otra puesta de sol más en estas tierras. Estoy absorto en mi trabajo, el trípode, el vino que amenaza con acabar en mí pecho y de repente giro la cabeza para decirles que miren a la derecha una manada de cebras cuando veo a mis dos compañeros de viaje abrazados sin despegarse. Están callados contemplando el sol diluirse. Él la tiene cogida entre sus brazos y ella se deja coger. Hay una delicadeza y dulzura en el gesto casi adolescente. Me quedo mirándolos con un cierto rubor por molestar la soledad de aquella pareja, extrañado ante una muestra tan expeditiva de ternura.
Luego llegaron tres jornadas en las que compartimos todo. El tiempo nos fue haciendo amigos. Él me explicó que era un doctor inglés, de Londres. Ella escuchaba con dificultad y él tenía muchas veces que repetirle nuestras conversaciones en tono algo más alto. Llevaban casados más de 40 años. Creo que en parte me adoptaron como un hijo y yo intenté corresponderles intentando no parecerlo. Siempre tuve la sensación de que a ellos se les encogían las horas. Hacían todas las actividades posibles. Hasta salimos una mañana a pescar al Zambeze. Él lanzaba la caña al caudal y ella le miraba con ternura y aplaudía si algún pez, por pequeño que fuera, se enganchaba en su anzuelo. Incluso fueron capaces de hacer la excursión en canoa de más de tres horas en la que remontaríamos un canal del río entre leones, búfalos y abejarucos que se mezclaban en el aire. Siempre los tres. Siempre ellos dos.
Creo que en parte me adoptaron como un hijo y yo intenté corresponderles intentando no parecerlo
Así llegó la última noche en la que nos prepararon una cena con velas en medio de la selva. Una enorme hoguera, algunos hombres armados rodeando el pequeño campamento, el ruido muy cercano delas bestias y la absoluta oscuridad a nuestro alrededor. Por entonces ya había en el hotel más huéspedes. Una acaudalada familia india que celebraba el cumpleaños de una de sus hijas y un matrimonio de Estados Unidos que percibí era algo brusco para las formas de mis amigos ingleses. Él norteamericano no paraba de hablar de agricultura y mi viejo doctor contestaba siempre educado con una cierta indiferencia.
Yo, mientras, me senté a hablar con la directora junto a la hoguera. No sé por qué le dije” son una pareja encantadora, admirable”. Y ella me contestó de sopetón, como si llevara todo el tiempo queriendo haberme avisado: “sí, pero es muy triste su historia”. “¿Triste? ¿Triste por qué?”, respondí yo. “Ella se está muriendo. Los dos celebraron su luna de miel en África, en Mana Pools, el otro lado del río, en Zimbabue. No habían vuelto a África desde entonces. Como Zimbabue está muy mal han venido aquí a despedirse”, me dice con tono confidente.
Ella se está muriendo. Los dos celebraron su luna de miel en África…
Me quedé helado y sólo acerté a preguntar “¿por qué lo sabes?”. “Él me lo dijo al llegar para que tuviéramos alguna precaución con ella”. Nos quedamos callados. Supongo que de alguna manera siempre lo supe aunque no pude imaginarlo.
La mesa ya estaba lista. Mis amigos impidieron, en un gesto poco british, que la pareja de Estados Unidos se sentara en un lugar que me dejaba sin espacio a su lado. Me tenían un asiento reservado. Pasamos la cena hablando sin yo poder quitarme de la cabeza lo que la directora me había dicho. Terminó aquella espectacular velada y volvimos en los 4×4 al hotel. Nada más salir el coche un enorme elefante salió a nuestro paso y amenazó en varias ocasiones con embestirnos. Nuestro conductor apagaba y encendía las luces entre acelerones como retando al enorme paquidermo. Al final, la bestia se apartó barritando con fiereza mientras se perdía en la oscura selva.
Ambos callaron e intentaron disimular las lágrimas que les resbalaban por el rostro
Llegamos al lodge. Ellos aún se quedaban dos días más; yo me marchaba a la mañana siguiente muy temprano. Nos despedimos. Él me dio su tarjeta y teléfono y me dijo que tenía unos amigos y una casa en Londres cuando quisiera. Nos dimos las gracias por el maravilloso tiempo que pasamos juntos y entendí en nuestro silencio una pena compartida por la despedida de quien sabe que no se volverá a ver.
Anduve no más de diez metros camino de mi habitación y me giré. Me acerqué a ellos y les dije: “Sabéis, creo que nunca me casaré pero si lo hiciera algún día soñaría con ser una pareja como la que sois vosotros”. Entonces ambos callaron e intentaron disimular sus ojos vidriosos. Nos abrazamos con fuerza. Recuerdo que camino a mi cuarto a mí también se me humedeció la mirada.
Comentarios (10)
Monica de Cossio
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Javier que historia mas bonita
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ana
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Se me han saltado las lágrimas
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Viajes de Primera
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Nos quedamos con el corazón encogido y los olores y luces de África como telón de fondo…
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Carlos L
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Bonita historia Javier.
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Rosa
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Bonita y enternecedora historia, triste a la vez pero llena de vitalidad.
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Javier Brandoli
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Es una de esas historias que no olvidas nunca. Gracias!
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Juan Antonio Portillo
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Ufffffffffff, Javier……. estoy llorando!!!!!!!!!!!! Hermosa historia la que nos has regalado…….. Y hermosa pareja……
Gracias. Un abrazo enorme
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Lydia
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Una historia, bonita, triste y tierna, con Africa como escenario.
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mario roberto muñoz
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que hermosa historia .estuve en africa y me encantaria poder volver con mis seres queridos.es una experiencia inolvidable.Dios quiera que la vida me regale otra oportunidad
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Javier Brandoli
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Gracias Mario
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