Prohibido medicar al hombre leopardo

Por: María Ferreira (texto y fotos)
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Dos años después de aquel primer paciente, me encontraba en la misma consulta. Anochecía.

–Inataka kunya mvua (parece que va a llover)- dijo Ndung’u.

–Naenda zangu (me voy)- le contesté.

No quería llegar a casa empapada. Nos levantamos perezosamente y justo cuando iba a apagar la luz escuché gritos fuera. Entre cuatro personas traían a un hombre sangrando. Se había cortado el cuerpo al atravesar una ventana.
Avisé a Ndung’u, que se quedó parado, mirando al paciente, sonriendo levemente. Dos enfermeras se acercaron, temerosas, con una sumisión que jamás había visto en ellas. Empecé a preparar un calmante. Había que medicar al paciente ya que este amenazaba con dañar al resto de pacientes, que estaban esperando y que- al igual que Ndung’u y las enfermeras- observaban la escena en un silencio inusual en aquella aldea keniana.

Una de las enfermeras susurró «Si le medicáis perderá su poder»

Cogí la jeringuilla, tragué saliva y me acerqué al paciente como si fuera una chica valiente. Este lanzó un mordisco al aire, pero no retrocedí. Calculé la distancia mínima a la que debía acercarme para inyectarle el calmante sin ser herida. Entonces Ndung’u se interpuso entre nosotros, sonriendo.

-No lo hagas- susurró quitándome la inyección.

-¡Pero está en crisis!-protesté.

-Se le pasará- contestó Ndung’u.

-No podemos curarle las heridas si no le calmamos antes- dije sin comprender nada.

Las enfermeras nos miraban fijamente. El paciente seguía intentando escapar de los hombres que le sujetaban. Una de ellas empezó a susurrar:

-Si le medicáis perderá su poder.

La enfermera se acercó a Ndung’u, tímida, y le quitó la jeringuilla vaciándola sobre el suelo, junto a las gotitas de sangre.

-¿Perdón?- pregunté asombrada.

-Tiene el poder de convertirse en leopardo, niña tonta -empezó a explicar la enfermera- Si le medicas perderá su poder. Quiere que le cures las heridas, sólo eso.

«Tiene el poder de convertirse en leopardo, niña tonta», empezó a explicar

Esperé una carcajada general. Un gesto de incredulidad. Pero sólo había un silencio terrible llenándolo todo. Ndung’u hizo una señal y metieron al hombre en la consulta número cuatro. Le encerraron ahí. Se escuchaba cómo se golpeaba contra los muebles, cómo destrozaba los frascos de medicinas.

-Perderá fuerzas- explicó la enfermera- entonces podremos entrar y curarle.

Pasé las dos horas siguientes tratando de convencer a Ndung’u, con diferentes métodos de cortejo ideológico, sobre la necesidad de aplicar el método científico. Ndung’u sonreía, simplemente, mientras yo daba vueltas y me desesperaba con cada estruendo que salía de la consulta número cuatro.

Me sentía tremendamente fracasada. Llegó la noche. La mujer del paciente-leopardo y yo nos mirábamos de vez en cuando

La esposa del hombre llegó tiempo después, cuando Ndung’u se disponía a irse. Llegó cargada con fruta y una manta, pretendiendo quedarse en el pasillo toda la noche. Al igual que yo, que presa del cansancio me había sentado contra la puerta y esperaba simplemente a dejar de escuchar ruidos para poder entrar. Entrar y entonces qué. No tenía ni idea. Me sentía tremendamente fracasada.
Llegó la noche. Las moscas fueron sustituidas por los mosquitos. La mujer del paciente-leopardo y yo nos mirábamos de vez en cuando.

-¿Quieres?- la mujer me tendió un plátano. Lo acepté y aproveché el acercamiento.

-Podría calmar a tu marido- dije- podría hacerle sentir bien y entonces todos podríamos irnos a casa.

La mujer sonrió. «¿Y por qué tendría que calmarse?», me preguntó. Yo masticaba en silencio.

-No te enfades, o enfermarás- siguió hablando la mujer. Me reí, con esa agresividad altiva propia de quien no asume la derrota.

-Crees que estás aquí para salvarnos de algo que sólo ves tú- la mujer continuó- pero realmente estás condenándote. Enfermarás.

Me levanté y me tumbé en uno de los bancos. Me sentía triste. De pronto odiaba todo aquello. De pronto tenía ganas de zarandear sus mentes, de zarandear la mía para entender. Sumida en mis pensamientos y arrullada por el batir de las alas de los mosquitos, me fui quedando dormida.

De pronto tenía ganas de zarandear sus mentes, de zarandear la mía para entender

Un gallo me despertó a las cinco de la mañana. La bolsa de fruta y la manta de la mujer seguían ahí, pero no había ni rastro de ella. Di por hecho que habría ido a las letrinas. Me apresuré y haciendo gala de una parodia detectivesca poco ingeniosa fui a la cocina del centro de salud. La cocinera estaba ya preparando el desayuno. Encontré algunos trozos de pollo frío, por los que paseaban algunas hormigas. Lo limpié y me lo llevé. A la cocinera le pareció gracioso que la chica blanca cogiera comida, así que anotó mentalmente que debería comentárselo a sus padres cuando fuera a visitarles. Los chismes de la gente blanca siempre triunfaban.

Me encontraba de nuevo frente a la puerta de la consulta. Miré hacia los lados y comprobé que la esposa del leopardo no estaba. Abrí la puerta con miedo, con cuidado. Tuve que esperar a que mis ojos se acostumbraran a esa oscuridad, y entonces, entre el desastre de frascos rotos y muebles derribados, distinguí al paciente, hecho un ovillo en una esquina. Como si fuera un felino. Este levantó la cabeza y me miró. Me acerqué y dejé el pollo en el suelo. Él cogió el pollo y salió por la puerta, tranquilo, herido, digno. No pasó nada más.
Ndung’u llegó cuando yo estaba recogiendo la consulta.

Trabajar en Kenia supone tragarse el ego día tras día y asumir que realmente no sé nada de nada

-¿Sabes?- le dije – quizá he venido arrasando con mi verdad. Pero es que esa verdad es lo único que tengo.

Cuando de verdad lo que quería decir era: qué tierno, cómo me he creído que era indispensable. !Me sentía tan engañada¡ Cuando era niña y veía las marquesinas de los autobuses plagadas de publicidad de ONG, me imaginaba algo distinto. Algo más fácil. Más heroico. Pero trabajar en Kenia supone tragarse el ego día tras día y asumir que realmente no sé nada de nada.
La semana siguiente pasé el tiempo ingresada en un hospital de Nairobi. Los médicos dijeron que tenía cólera y malaria.

Fue entonces, sin esa verdad que arrastraba desde niña, cuando pude empezar a trabajar bien

Pero yo sabía que lo único grave que me sucedía es que había perdido mi verdad. Y fue entonces, sin esa verdad que arrastraba desde niña, cuando pude empezar a trabajar bien. Y a aprender sin juzgar todos y cada uno de los días que paso en Kenia.

Si quieres saber más de los proyectos de Karibuni África: http://www.karibuniafrica.org/

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