Todo lo que empieza tiene un final. Una vuelta al mundo en moto debe terminar regresando al punto de partida. Y eso voy a hacer viajando hasta Nueva York desde Alaska para mandar mi BMW, Atrevida, a España. Cuando lo consiga, habré completado el círculo del planeta aunque ese nunca fue mi objetivo. Mis metas son otras. Yo persigo exploradores españoles olvidados para lograr un documento fotográfico y audiovisual de calidad. La circunnavegación del globo sobre dos ruedas ya se ha hecho muchas veces y muchas más se hará. Como experiencia personal es de las más intensas que conozco, pero como empresa literaria está ya algo vista, puede que incluso demasiado. Actualmente se corre el riesgo de que se banalice y llegue a cansar por saturación a fuerza de lanzarse viajeros a la carretera con el único fin de contar sus experiencias en las redes sociales para devenir famosos o tener seguidores.
Como experiencia personal es de las más intensas que conozco, pero como empresa literaria está ya algo vista, puede que incluso demasiado
Abandono Valdez, ciudad con nombre español más al norte del mundo, fundada por Salvador Fidalgo en el siglo XVIII y me dirijo hacia la cercana Anchorage, capital de facto de Alaska (que no legal), donde cambiaré los neumáticos de tacos TKC 80 que me han venido acompañando todo el viaje por unos de carretera pura: los Continental Trail Attack, porque ahora tengo claro que la mayor parte del viaje lo voy a hacer sobre buen asfalto.
Anchorage es una ciudad anodina con poco que ofrecerme, de modo que aprovecho para hacer una revisión en the Motorcycle Shop. En cuanto me pongo al día con los vídeos y los reportajes pendientes, salgo hacia Fairbanks atravesando el gran parque nacional de Denaly. Desde la carretera se puede divisar con nitidez el gran pico rocoso y afilado de Mckinley, la montaña más alta de los Estados Unidos con más de seis mil metros de altitud. Este coloso es una perfecta metáfora sobre la vanidad humana de los exploradores. Los nativos atabascos se habían limitado a contemplarlo y a llamarlo Denaly. Sin embargo, cuando los mineros de la Fiebre del Oro lo vieron por primera vez, sintieron irrefrenables deseos de escalarlo.
En 1906 el doctor Frederick Albert Cook proclamó haber conseguido alcanzar la cima y publicó un libro que lo catapultó a la fama. Algunos de sus ex compañeros organizaron una expedición posterior para demostrar que su proclama era más falsa que un euro de madera. Las fotografías que mostraron a su regreso, casi idénticas a las de Cook, habían sido tomadas a treinta kilómetros de la cima. Pero para entonces el buen doctor ya estaba metido en otra polémica con Robert Peary sobre quien había llegado realmente al Polo Norte. Tras examinarse las respectivas pruebas, Cook se hundió en el oprobio, posteriormente acabó en la cárcel por un fraude petrolífero y el lugar del McKinley que fotografió como si fuera la cima se llama hoy “Fake Peak”, o sea, Pico Falso. Esta anécdota me recuerda a las exageraciones, cuando no viles mentiras que se cuentan también en algunos relatos motociclistas.
El lugar del McKinley que fotografió como si fuera la cima se llama hoy “Fake Peak”, o sea, Pico Falso
Poco iban a durar los buenos propósitos que me había hecho al poner gomas de carretera. A unos cien kilómetros antes de llegar Fairbanks está Cantwell. Se celebra un festival de música Grasshoper y desde aquí sale una pista sin asfaltar de 180 kilómetros llamada Denaly Highway que conduce directa hacia el este. Decido pernoctar aquí, disfrutar del ambiente y mañana atrochar por la grava aun sin llevar las mejores cubiertas para ello. La parada resultará providencial porque permitirá el reencuentro con Domingo Ortego, que está viajando por Alaska y con quien ya coincidí en la llegada a Valdez. Juntos emprenderemos la marcha a través de la más salvaje y pura naturaleza.
La pista no resulta complicada salvo por el barrillo que se forma con la lluvia. El firme es bueno y el escenario grandioso, magnífico sin paliativos. Recorrer esta región del planeta es un verdadero premio. Me lo lleva pareciendo desde que aterricé en Canadá procedente de Filipinas. Asia me había saturado por el calor y la sobrepoblación. Gente por todas partes. Pero aquí no hay gente. No hay apenas nadie más que algunos tenderos que tratan de hacer alguna ganancia con el turismo veraniego. Son tipos peculiares los que viven aquí. Individualistas, enigmáticos y algo huraños. Son gente que huyó de algo e intentó una nueva existencia más difícil pero alejada de una sociedad que no les gustaba. Gente como el malogrado Christopher Mcandles, el idealista muchacho de Hacia Tierras Salvajes que falleció de hambre y frío en un autobús abandonado en este territorio tan extremo.
Gente como el malogrado Christopher Mcandles, el idealista muchacho de Hacia Tierras Salvajes que falleció de hambre y frío en un autobús abandonado en este territorio tan extremo
Los grandes espacios, las inmensas llanuras, los altos montes, los inabarcables lagos… todo aquí se confabula para que la Naturaleza haga sentir al hombre su pequeñez, su insignificancia, su finitud y la cortedad de una vida breve. Quizá por eso los hombres se han dividido entre los que han querido vengarse sometiendo el planeta a su poder tecnológico y los que han pretendido adherirse a esta abrupta superficie sin molestar, pidiendo permiso para admirar su grandiosidad. Yo no sé bien donde estoy situado. Respeto al monstruo, amo su benevolencia y temo su crueldad, me gustaría no molestarle, pasar como el aire, acariciando sin invadir; pero al mismo tiempo me entusiasma el motor de explosión. El rugido de la gasolina quemándose y la sensación de proyectarme contra el horizonte. Mi vida no tendría sentido sin la motocicleta. Me lo ha dado casi todo. Soy lo que soy gracias a que un día me subí en una.
Al terminar la pista encontramos un grupo de ciclistas argentinos que pretenden regresar pedaleando hasta casa cruzando toda América. Los admiro. Sé que ellos son más coherentes que yo con la filosofía del respeto a la Madre Tierra y a la economía del vagabundo. Si yo apenas puedo cargar con nada superfluo, su equipaje es aún más contenido. Envidio su autonomía, el no depender de gasolineras, pero sigo creyendo que mi modo de viajar es el auténtico regalo del Dios en que creo desde que entré en la Catedral de Uzbekistán, hace muchos miles de kilómetros. Compartimos un magro almuerzo sentados en el suelo mientras un curioso roedor de la pradera se acerca a olfatear quienes somos. Llevan varios días de esfuerzo para recorrer esta pista que a nosotros nos ha costado varias horas de diversión. A pocas millas hay un hotel. Convenimos en vernos allí al anochecer. Ellos acamparán pero les ofrezco la ducha de mi habitación y unas cervezas cuando lleguen. Será otra de esas noches compartidas entre viajeros que van jalonando de felicidad el largo camino al fin del Mundo.
Una acumulación de postes, letreros y señalizaciones de los más remotos lugares. Los hay incluso de Europa
Cuando llegamos a Tok, última población de Alaska antes de la frontera con Canadá, despido a Domingo y me encuentro con Alicia Sornosa. Viene de Fairbanks y juntos nos dirigiremos hacia Calgary, donde nos esperarán Fernando Quemada y Domingo para ir hacia Yellowstone. Atravesaremos juntos el Yukón y la Columbia Británica por la Alaska Highway. En Watson Lake haremos un alto para visitar una de esas chorradas que tanto gustan a los americanos: el bosque de señales de tráfico más grande del mundo. Una acumulación de postes, letreros y señalizaciones de los más remotos lugares. Los hay incluso de Europa. Sin embargo, no hay nada español así que dejo pegada una de mis pegatinas de la Ruta Exploradores Olvidados y seguimos ruta.
Tenemos que atravesar un gran territorio de enorme pureza llamado Grand Prairy. O lo que es lo mismo: La Gran Pradera. Los búfalos campan a su antojo, lo mismo que los caballos salvajes y hasta algún oso negro escuálido al estar recién despertado de su hibernación. Más al sur, alcanzamos los últimos glaciares de …. Rodeados de esta Naturaleza pujante y altiva uno no puede evitar sentirse como uno de esos pioneros del siglo XVIII que buscaron un futuro explorando las enormes extensiones del Nuevo Mundo a costa de su propia salud y seguridad. Esta categoría de gente dura y obstinada la describió perfectamente el francés Alexis de Tocqueville en un librito delicioso titulado Quince días en las soledades americanas. Nosotros llevamos algo más de tiempo aquí pero no dejamos de admirarnos ante esta bella tierra que el ser humano no ha logrado todavía corromper del todo.
Canadá se beneficia de la protección que les ofrece el manto militar de Estados Unidos, pero a pesar de ello lo mira con desdén y autosuficiencia
Mientras hacemos noche en un motel de carretera, coincidimos con algunos motoristas estadounidenses. Vienen de Seattle con rumbo a Alaska. Suele ser habitual que cuando contemos de donde venimos y a donde vamos se sorprendan grandemente con nuestro viaje. Tomamos unas cervezas y charlamos sobre las diferencias existentes entre Estados Unidos y Canadá. A pesar de que para un europeo ambos son parecidos en las formas, en su gigantismo y en sus paisajes, para mí, Canadá es mucho más habitable. Se respira un ambiente menos tenso, socialmente relajado, poco dado al extremismo patriótico y las armas que tanto chirrían al viajero español que recorre USA. Los norteamericanos asienten, al menos en parte. Tratan de explicarme su punto de vista. Canadá se beneficia de la protección que les ofrece el manto militar de Estados Unidos, pero a pesar de ello lo mira con desdén y autosuficiencia.
—¿Sabes lo que significa “designated driver”?—me dicen.
Asiento. Literalmente, el conductor designado es aquel que en las noches de borrachera ha de mantenerse sobrio para llevar a casa al resto de ebrios compinches.
—Pues Canadá es el designated driver de Norteamérica—ríen.