Canaima a ras de suelo

Ahí abajo, en la espesura de los bosques, los ríos hacen filigranas en la roca. Ahí abajo, entre los árboles del trópico, hay caminos de jade, pozas como de cristal, aguas color vino tinto, serpientes esmeraldas. Ahí abajo escuché un trino de aves exóticas y el estruendo de las cascadas.

Ahí abajo, en la espesura de los bosques, los ríos hacen filigranas en la roca. Ahí abajo, entre los árboles del trópico, hay caminos de jade, pozas como de cristal, aguas color vino tinto, serpientes esmeraldas. Ahí abajo escuché el trino de aves exóticas y el estruendo de las cascadas. Ahí abajo todo es vida, y yo estuve ahí.

Adentrarse en Canaima es abrir una ventana a emociones nuevas. Habíamos alcanzado esta parte del mundo después de más de un año conduciendo y aparcamos el 4X4 en Santa Elena de Uairén. Éste es el final de muchas carreteras y el comienzo de caminos de arena y piedras que se vuelven sendas que se pierden en un laberinto verde, plagado de hermosos sobresaltos.

Nuestro guía nos precedía con esa mueca de media sonrisa, ese gesto seguro de quien sabe que será imposible resistirnos a la próxima sorpresa. Porque todo está medido en el caos de maravillas. “¿Qué os parece?” decía señalando una cascada conocida como El Velo de la Novia. La espuma de un río desciende blanca por una especie de escalinata de piedra que se remata en una poza que apetecía beberse entera. Nos quitamos la camiseta como respuesta antes del chapuzón.

Poco después caminábamos por un cauce de piedra de jade, una plataforma ocre y resbaladiza, como el suelo de un palacio, por donde fluía un río delicado, casi cursi. Y entonces el río desaparecía de golpe saltando al vacío, brusco, incluso borde. Y yo me sentaba a mirar desde la roca aquellos precipicios.

Poco después caminábamos por un cauce de piedra de jade, una plataforma ocre y resbaladiza, como el suelo de un palacio, por donde fluía un río delicado, casi cursi.

Más tarde caminábamos entre ríos rojos debido al color de unas algas que tiñen sus aguas. Y entonces nuestro guía volvía a jugar a la sorpresa y presentaba una cascada enorme y  en la orilla una barca de goma, que a mí me pareció diminuta junto a aquella tromba de agua.

La idea era cruzar los rápidos del río Yuruaní. Minutos más tarde nos preparamos para el descenso. Las rocas que sobresalían del río amenazaban la goma de la barca. “¡A un lado!” “¡Abajo!” “¡Remad a la izquierda” “Remad a la derecha!” gritaba el instructor. Las rocas eran cada vez más grandes y conseguimos sortear los remolinos que formaban los rápidos. En un instante la barca aceleraba sin control. Inmediatamente después remábamos enloquecidos para esquivar otra roca.

En otra mañana despejada nos preparamos para conocer el Aponwao, un nombre indígena para un espectáculo universal. Nos fuimos desplazando en canoas hasta el pie de un nuevo camino que completamos con un paseo de media hora. El Aponwao era el símbolo de la naturaleza desbocada. Desde el mirador contemplamos la pared de agua diluyéndose entre la nube de vapor que ella misma provocaba. Un arco iris intenso completaba la escena.

Y un poco más allá, con los ojos aún brillantes de alegría, divisamos el resplandor verde infinito, la selva de las selvas, el verdadero laberinto: El Amazonas.

Allí nos dirigíamos.

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