El ataque de un cocodrilo cabreado

Ocurrió en las Bocas de Dzilam, al norte de la Península de Yucatán, en un lugar que no es ni costa, ni selva, ni manglar, pero tiene un poco de todo, como si el caos fuera su estado natural.

Ocurrió en las Bocas de Dzilam, al norte de la Península de Yucatán, en un lugar que no es ni costa, ni selva, ni manglar, pero tiene un poco de todo, como si el caos fuera su estado natural. Y en el caos conviven los cormoranes con las garzas blancas, las espátulas comunes… y los cocodrilos, por ejemplo.

Y por allí andábamos nosotros, detrás de un guía entusiasta, grabando nuestra serie Un Mundo Aparte, en busca de las comunidades indígenas. Pero en aquel lugar no hay poblados y es la fauna la que gobierna las orillas de los ríos.

Y en una de esas orillas vimos al cocodrilo. “Una hembra”, supe más tarde. “Una hembra vigilando sus huevos”, me dijeron. “Una hembra cabreada vigilando sus huevos”, matizaron después del último sobresalto. Los cocodrilos pueden saltar e incluso correr unos metros, por eso es esencial el primer instante, la huida como un reflejo. Existe una atracción absurda entre el hombre y las bestias, como si la proximidad de unas fauces ejerciera de imán para las emociones. Y allí me fui, como un idiota esperando a ver de cerca cómo estallan los petardos en la fiesta del pueblo.

Sólo los hombres convertimos en espectáculo a una madre cuidando a su prole

Queríamos captar el momento. Cuando un periodista pretende relatar en primera persona el encuentro con un animal salvaje pueden pasar tres cosas: que su osadía reciba el reconocimiento del audaz, que la imprudencia acabe con él o que la temeridad se torne en comedia involuntaria. Y esto último es lo que sucedió.

Hasta dos veces traté de acercarme a la pobre mamá cocodrilo, para sublimar un encuentro que ella no quería, porque sólo los hombres convertimos en espectáculo a una madre cuidando a su prole. Y ella, claro, atacó abriendo su boca al tiempo que saltaba hacia mi. El resultado fue la estampida del pánico a una hilera de dientes clavados en mi pierna, el gritillo asustado, el miedo gutural, la carrera torpe en retirada.

Ambos nos asustamos. La cocodrilo reaccionó con el orgullo de madre, yo sin decoro alguno. Ella atacó, yo corrí espantado. Es lo que sucede cuando uno se cree Indiana Jones y tan sólo es un intruso en la orilla de un río. Hace tiempo que le debía una disculpa a esta madre cocodrilo. Lo siento.

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