Túnez, Egipto y Yemen se rebelan contra sus añosos gobernantes y en Occidente se desata una extraña euforia. El anciano Mubarak puede caer igual que Ben Alí. Como idea abstracta, bien está que caigan los tiranos, pero qué sucederá luego en lo concreto es la gran pregunta. Por ahora, sin respuesta. También en Irak cayó un tirano. Ya hemos visto lo que sucede cuando se desestabiliza un país árabe sin tener bien trazado un plan para el día después. Una posible iraquización de la orilla sur del Mediterráneo debería preocupar bastante, pero parece que tiene más gancho ante la opinión pública occidental hablar de hambre de democracia del pueblo egipcio. Pero ¿de qué democracia hablamos? Egipto no es Túnez, donde los islamistas tienen un arraigo reducido. Los integristas Hermanos Musulmanes tienen una fuerza considerable. ¿Es que los miles de turistas occidentales que cada año visitan las pirámides no ven lo que sucede allí? La respuesta es no porque el régimen de Mubarak se ha esforzado en ocultarles la realidad y ellos han colaborado en el autoengaño encerrándose en sus caros hoteles y en sus autobuses con aire acondicionado y guía políglota. Pero lo que se ve desde el sillín de una moto cuando se cruza el país es algo muy diferente. Es algo bastante más inquietante que las falsificadas danzas del vientre que les ofrecen en los resorts.
Egipto no es Túnez, donde los islamistas tienen un arraigo reducido. Los integristas Hermanos Musulmanes tienen una fuerza considerable
Para entrar en Egipto desde Jordania hay que coger un ferry que cruza el Mar Rojo y lleva a Nuweiba en la Península del Sinaí. De ahí a Taba, la espectacular costa se ha llenado de hoteles, restaurantes y verdísimos campos de golf para turistas. Solícitos empleados de uniforme caqui sonríen a mujeres blancas que exhiben la sombra del bikini bajo tenues vestidos playeros. Es un paraíso de felicidad y palmeras que llega justo hasta la linde de la carretera, donde el coche de la policía armada y una astrosa pick up cargada de tipos ceñudos y profusos de barbas recuerdan que estamos en Oriente Medio y que toda esta liofilizada realidad es superficial. Fuera de los resorts, los poblados son miserables y los niños tiran piedras al motorista. El Cairo, congestionada y envuelta en una permanente neblina toxica; la capital del Mundo Árabe se ha dejado de la mano de Dios. Parece que los barrenderos lleven de huelga veinte años. Las tiendas del más obsceno lujo se yerguen inmaculadas sobre la inmundicia. Al amanecer, cientos de menesterosos limpian carísimos coches deportivos. En El Cairo viven los más ricos, pero también millones de pobres. Hombres y mujeres, viejos o tullidos, que no tienen quien les asista y cuya miseria es odiosamente visible. Habitan en el patrio trasero de las pirámides y los autobuses de turistas nunca pasan por sus barrios. Es esta gente que no tiene nada que perder la que hoy arde en una inmolación sorda ante la falta de salidas.
La carretera de Alejandría hasta El Alamein esta sembrada de inmensas promociones inmobiliarias en construcción. El litoral que se asoma al Mediterráneo tiene un aire fantasmal, polvoriento y triste. Es una infinita urbanización sin terminar, una kilométrica Marbella sin vida. El dinero de los árabes del Golfo ha dejado de llegar y estos esqueletos de cemento y acero parece que tienen menos futuro que los pobres desgraciados que montan en burro entre las ruinas. ¿Qué solución les queda a estos desgraciados? El Islam de los Hermanos parece ser una respuesta. Al menos, les habla de una esperanza. Al dueño de una pequeña tienda de teléfonos móviles le gusta hablar con occidentales. Es su modo de viajar ya que, afirma, no tiene dinero para hacerlo físicamente y además, su pasaporte está maldito en Occidente por ser árabe. Me presenta a un joven barbudo vestido con túnica blanca. Añade que es un hombre peligroso, que pone bombas en el extranjero. Evidentemente, es una broma, pero no le veo maldita gracia. Así que soy español, comenta, pues según un documental que ha visto en Al Jazzira, en España matamos millones de musulmanes durante la Reconquista, mientras que en Al Andalus, ellos habían respetado a las demás religiones.
Los muros de adobe que soportaban la ciudadela se han derrumbado, inclinado, rajado y resquebrajado hasta lo inverosímil.
Llego a Siwa, ya muy cerca de la frontera libia. El oasis del oráculo que visitara Alejandro Magno en mitad del desierto para preguntarle si sería amo del mundo. Los muros de adobe que soportaban la ciudadela se han derrumbado, inclinado, rajado y resquebrajado hasta lo inverosímil. Contra el azul empastado de este cielo protector, ofrecen la silueta de una dentadura mellada. Su enemigo fue la inusual lluvia que cayó durante tres días seguidos. Siwa es el Egipto profundo. No venden alcohol. No hay más templos que la mezquita. Las mujeres viven dentro de un buzo. Intuyen el mundo detrás de una tela negra. Lo curioso es que Siwa está lleno de occidentales. No son como los turistas de tour operador que van en gregaria masa hasta Luxor y Aswan para ver mil templos en dos días. Son los viajeros (y viajeras) auténticos, los turistas del ideal. Los que gustan de convivir con los habitantes locales para compartir su té y su comida. Se les ve cómodos, relajados sobre el barril de pólvora. Tampoco les zahiere la conciencia vacacionar donde los derechos humanos de las mujeres son sistemáticamente violados detrás de una prisión de tela. Es una metáfora. La política en el mundo árabe ha quedado reducida a una disyuntiva esencial cualquiera que sean los gobernantes en el poder. Modernidad o integrismo. No hay nada más. ¿Qué quedará tras estas revoluciones populares? ¿Se convertirá todo Egipto en Irak y El Cairo en Bagdad? ¿Qué pasará con ese diez por ciento de cristianos coptos que viven en el país? Las grandes palabras como democracia o libertad quizá suenan demasiado ampulosas en el desierto y mientras tanto, el viejo oráculo permanece obstinadamente mudo.