Viaje en carguero desde Turquía a Egipto

No pudimos casi comunicarnos con ellos, ninguno hablaba una palabra de inglés. Algo que se extendía a todo el barco y a lo que ya estábamos acostumbrados. Preguntábamos cuándo quedaba para Haifa y nos contestaban que cinco, ocho o cien, que dependía de que creyeran que cuestionábamos los dedos que tengo en la mano o los camiones que caben en el barco.

Aquella mañana de lunes en Mersin amaneció con una tormenta bíblica. Había tanta agua en las calles que fue la inundada ciudad la que se comió el mar. Íbamos camino del puerto, donde ya habíamos estado tres días antes, con la esperanza de encontrar  un barco que nos llevara a Israel o, en el último de los casos, meter el coche en un conteiner a Egipto y nosotros ir de avión.

En España me trataron muy bien , te ayudaré en lo que pueda

Fuimos al puerto y nos tropezamos con ese ya desesperante muro que era el idioma. Nadie hablaba una palabra en inglés. El agua se devoraba las calles junto a nuestros zapatos y nosotros éramos tres parias hablando al viento. Vi entonces una oficina que parecía más moderna y dejé a Vítor en el coche un teléfono de la oficina de unos barcos en Estambul. Allí me atendió una joven, guapa, que me dijo que “en España me trataron muy bien , te ayudaré en lo que pueda” y me hizo cien llamadas. “Parece que hay un barco en Iskenderun que va a Egipto”, me indicó entre muchas cosas y opciones. Cuando volví al coche Vítor había hablado con la empresa de Estambul y nos confirmaban que había un barco en Iskenderum que podíamos coger. Los dioses nos bendecían en un bautismo con manguera y nosotros decidimos no hacerlos esperar para ver si nos secábamos.

El puerto de Iskenderun es grande y desolado. Nos costó encontrar la oficina de la empresa Catoni. Un chico altísimo que hablaba buen inglés nos confirmó que teníamos un carguero, que salía el sábado y que por tanto nos quedaban seis días más de Turquía, lo que provocó un nuevo retraso inesperado. Pagamos 1300 dólares por el coche y nuestros tres pasajes a África. “Tarda 18 horas en hacer el trayecto”, nos aseguró.

Y en esa espera hasta el sábado nos regalamos la Cappadocia. Llegamos a Goreme y confirmamos que el mundo puede ser tan raro que sea bello. Parecía que Gaudí había esculpido aquellas montañas o que aquellas montañas habían esculpido las ideas de Gaudí. Cappadocia es una interrogante de arena y piedra. Allí conocimos a Lorreine, una canadiense de unos 60 años, que llegó allí como turista y se quedó a vivir. En realidad se quedó a morir poco a poco. Todo en sus palabras es cansado, es hastío, es falta de ilusión por una vida que parece que vive en el cuerpo de otros.

En realidad se quedó a morir, aunque quizá ella no lo sabe

“No sé que hago aquí”, nos dijo la agradable mujer que trabajaba en el pequeño hotel en el que nos alojamos. Lo hacía junto a un chico afgano, algo seco y tímido, que pasaba las horas frente a un pequeño televisor sin abrir la boca. Ella se sentaba a su lado sin apenas hablarse y en ocasiones nos contaba cosas de un lugar que ella conoció cuando las cuevas eran aún viviendas y el transporte se hacía en burros. “Tengo que ir a ver a mi familia a Canada”, nos dijo una vez con un tono de voz que delataba que probablemente no lo haría. Lorreine fue encantadora.

Tras dos noches geniales, en las que descubrimos también las sorprendentes iglesias cristianas excavadas en la roca de la Cappadocia,  vimos flotar decenas de globos que salieron en estampida desde las rocas esquivando el amanecer, dormimos en nuestro cuarto dentro de una cueva en la que  nos tapamos con una roca y circulamos con nuestro coche por entre las montañas mientras sonaba a todo volumen Local Hero, volvimos a Iskenderum, a nuestro simpático Issos Hotel, con la sensación de haber sido unos responsables adolescentes.

La penúltima mañana, el viernes, fuimos a la frontera con Siria. (Todo lo que allí ocurrió lo cuento mañana en un post aparte porque todo aquello merece una historia propia).

Aquello de alguna forma era una prisión que nos llegaría a desesperar un poco

Finalmente,  la mañana del sábado a las 10 de la mañana llegamos al Puerto de Iskenderun. Allí estábamos nosotros y 115 inmensos camiones que aguardaban su entrada en un barco que era la boca del océano. En una pequeña garita los conductores sacaban fotocopias de todos los papeles que requieren las aduanas en dos máquinas viejas. Los baños eran estercoleros y en el pequeño colmado comimos un kebab que supo a gloria. Teníamos que esperar a que todos aquellos vehículos entraran para luego subir nuestro carro. No podíamos salir, aquello de alguna forma era el comienzo de una prisión que nos llegaría a desesperar un poco. Estábamos inmersos en una cárcel de tiempo y no podíamos salir de aquel puerto por cualquier norma absurda. Sólo 12 personas teníamos derecho a ir en el carguero, el resto de conductores volaba de avión hasta el puerto de destino.

A las 22 horas, tras un rudo ballet de ruedas y motores, metimos nuestro ahora mínimo coche comparado con estos mastodontes. Finalmente, con 10 días de retraso, entramos en un barco que nos llevaba a Egipto. Yo compartía camarote con un camionero turco y Vítor y Leandro ocuparon otro camarote. Pasamos allí la noche, aún en el puerto. Creo que no era en estas circunstancias como yo había imaginado el primer crucero en el Mediterráneo.

Las horas en el barco se hicieron en oocasiones pesadas y en ocaasiones sublimes. Subimos con unas pocas pertenencias y preparados para estar allí unas 20 horas como nos habían dicho, estuvimos 72. La comida era un rancho en bandeja en ocasiones casi incomible, especialmente para Vítor que no le gusta el tomate. Otras, masticábamos una pizza que tenía el grosor de una barra de pan. Había una pequeña nevera con queso, aceitunas y mermelada de fresa que Leandro manejaba con soltura y un calentador de agua y sobres de café y té para atragantarnos cuando quisiéramos. Todo eso en el salón de los conductores, donde también había una televisión y algunos de nuestros compañeros de viaje pasaban las horas jugando a las cartas.

Creyeran que cuestionábamos los dedos que tengo en la mano o los camiones que caben en el barco

No pudimos casi comunicarnos con ellos, ninguno hablaba una palabra de inglés. Algo que se extendía a todo el barco y a lo que ya estábamos acostumbrados. Preguntábamos cuándo quedaba para Haifa y nos contestaban que cinco, ocho o cien, lo que dependía de que creyeran que cuestionábamos los dedos que tengo en la mano o los camiones que caben en el barco.

Entonces nos íbamos a una pequeña cubierta a gastar las horas mirando el mar. A veces nos llovía y a veces contemplábamos un atardecer sereno entre las nubes que sin darnos cuenta nos bajaba la noche. Entonces, ya con frío, caminábamos por aquellos 20 metros compulsivamente para ensanchar la nave y sentir algo de la libertad perdida.

Porque llegamos a sentirnos encerrados pese a que nosotros estábamos siempre entre bromas y conversaciones en el camarote de Vítor y Leandro donde escondimos algo de vino e hicimos una pequeña casa. Yo me vi hasta trece capítulos de varias series de televisión que llevo en el ordenador. Finalmente llegamos al puerto de Haifa, en Israel, donde el mundo parecía bastante ordenado pero te generaba cierta ansiedad no poder bajar a comprobarlo.

Nos entreteníamos viendo salir submarinos y barcos de guerra de la base militar del puerto

Allí, las cinco horas que creemos que nos dijeron que duraba la descarga de camiones se convirtió en cerca de 14 sin que nadie nos explicara nada. Parece que tenían que venir unos camiones de Jordania o quizá lo que nos explicaron era que estábamos en Jordania porque perdimos algunos camiones. No entendíamos nada y nadie sabía explicarnos qué pasaba. El hecho es que la espera fue pesada y nosotros nos entreteníamos viendo salir submarinos y barcos de guerra de la base militar del puerto y contemplando el vuelo de cazas que ejemplificaban bien aquel trozo de tierra.

Y de pronto se escuchó el motor y salió humo de la caldera ya de noche y sentimos una inmensa felicidad de saber que África estaba ya cerca. Fue a las seis de la mañana del día siguiente cuando despertamos con un amanecer que nunca olvidaré mientras entrábamos en el puerto de Damiatta, Egipto, subidos a ese inmenso carguero con la sensación de que esta era mi llegada más especial a este inmenso continente que desde hace cuatro años es mi casa. Por fin, tras muchos problemas, poníamos las ruedas en África, ya sólo quedaba cruzarla de norte a sur.

 

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