Las ciudades tienen siempre un olor personal. Una especie de bofetada nasal que no se te olvida. Siempre que vuelves al mismo lugar recuerdas el olor característico que allí aprendiste a masticar. Ciudad del Cabo no me olió a nada. Me quedé extrañado, aunque me di cuenta de su falta de aroma la primera mañana que me perdí por la ciudad y pensé en ello. Un mal presagio. Si una ciudad no tiene olor es que no tiene alma. Lo andaba buscando y esta mañana lo encontré. Lo hice en un tren que sale de Central Station y que baja hasta el sur, hasta Kalk Bay (un maravilloso pueblecito pesquero). Allí tropecé con el olor que andaba buscando y comprendí, jodido, que añoraba el olor a miseria. Quizá, como un acto reflejo, llegué a África pensando que debía encontrar el espeso aire que crea la más absoluta pobreza. En la Ciudad del Cabo blanca no existe, huele a Europa, a mi ciudad; no huele a nada. Vaya, sin darme cuenta, caigo en la trampa del genial artículo del escritor keniano, Binyavanga Wainaina, que reboté en primer post (recomiendo leerlo). ¿La África real es pobreza?
Entré en el tren con cuatro amigos, gente estupenda y de los que hablaré en otro momento (tienes historias realmente interesantes), y decidimos ir a los vagones de segunda clase. Habíamos pagado primera sin que la taquillera nos informara siquiera de que había billetes más baratos, pero Natascha y Esteban querían ir en los vagones de cola. Por supuesto, éramos los únicos blancos de un vagón plagado de decenas de negros que hacen la misma ruta, aunque la mayoría de ellos no van a Kalk Bay sino a sus casas del township. El olor de aquel tren era, en algunos momentos, nauseabundo. No era muy constante, pero había un fuerte rastro de miseria que vacilaba en escapar por las numerosas ventanas que se iban abriendo.
Una pequeña avalancha en el tren
Junto a nosotros, una madre intentaba sujetar a una niña de ojos grandes y cara linda. A lo lejos, unos chicos jugaban a las cartas en el suelo. Frente a ellos estaba sentado un hombre vestido desde la cabeza hasta los pies con sacos (hasta el sombrero era un saco). Tres chicos usaban sus móviles para escuchar música y bailar. Poco a poco el vagón se iba llenando, hasta los topes. De repente, el tren para en una estación cercana a un gueto. Se forma una avalancha. Parece que ha habido un robo. Hay dinero tirado por el suelo. Empujones y gritos. Salen, cuando se abren las puertas, en tromba. El vagón se queda casi vacío.
Todo era fotografiable. Todo lo que allí pasaba. Natascha quiso sacar la cámara, pero le dijimos que no lo hiciera. En realidad, los únicos fotografiables allí éramos nosotros, no ellos (entiéndase nosotros como una referencia). Nosotros éramos los “raros” en aquel vagón. Pienso en las veces que habré mirado en mi vida con curiosidad a un negro en el metro. ¿Cómo me sentiría yo si todas aquellas personas hubieran tenido una cámara y me hubieran empezado a hacer fotos? ¿Por qué nos empeñamos en ir en un vagón al que probablemente nunca me subiría en mi ciudad si me dijeran que va lleno de blancos trabajadores como yo? Por otro lado, sino subo a ese vagón no vería escenas que se escapan de mi imaginación. “Soy un tipo curioso”, me digo. Lo soy, pero estas situaciones siempre me crean dudas éticas.
Caminamos por su arena, llena de cristales; quedan aún algunas tiendas de campaña y al fondo un numeroso grupo de gente prepara una barbacoa
En Kalk Bay la escena se repite. Carles y Cinthia me dicen que en verano esta es la playa elegida por los negros. La gente acampa y duerme en la misma arena. La basura se acumula. El olor, en parte, no se ha ido. Caminamos por su arena, llena de cristales; quedan aún algunas tiendas de campaña y al fondo un numeroso grupo de gente prepara una barbacoa. En el puerto el pescado, atado con cuerdas, se expone y vende tirado en el suelo. Algunos leones marinos se acercan hasta allí a comer los restos que les lanzan los vendedores. En una pileta de agua teñida de sangre una mujer se afana en limpiar un pescado. Huele a lonja. La música callejera ameniza un lugar plagado de encanto. Volvemos a la estación y comemos en un restaurante con vistas al océano. El color de la piel de la gente de nuestro entorno ha mutado. Pagamos 20 euros por cabeza (una fortuna para esta ciudad). Volvemos a Ciudad del Cabo y en el trayecto me pregunto: ¿Por qué creo que hoy he visto por una rendija la vida real de este sitio? ¿Por ser mayoría? ¿Por ser más emocionante de contar? ¿Por ser diferente? ¿Por todo a la vez?… ¿Por qué ha sido mi mejor día desde que he aterrizado aquí?