La ciudad escondida de los mayas

Casi en susurros nos contó que el Mirador era el mayor legado de los mayas, que más allá de Tikal, oculta en la selva se hayan sus ruinas engullidas por la maleza, una ciudad más extensa que Chichén Itzá, más antigua que Palenque, más olvidada que todas ellas.

Sofía, una camarera de un restaurante de Ciudad de Guatemala nos habló de El Mirador como quien habla del Dorado. Casi en susurros nos contó que era el mayor legado de los mayas, que más allá de Tikal, oculta en la selva de Petén, se hayan sus ruinas, engullidas por la maleza, una ciudad más extensa que Chichén Itzá, más antigua que Palenque, más olvidada que todas ellas.

Antes de tomar el postre habíamos decidido que sí, que viajaríamos hasta allí.

Donde se acaban los caminos al norte de Guatemala empieza la aventura. Hubo que contratar un servicio completo que incluía doce mulas, un guía principal llamado Alex, otros dos guías de apoyo, tres hombres encargados de montar el campamento y una señora oronda que se encargaba de cocinar unas escuálidas raciones de pollo y arroz. José Luis y Alfonso (mis compañeros en la expedición Un Mundo Aparte) completaban el grupo.

Teníamos que adentrarnos unos 50 kilómetros en la selva de Petén. Nos acostumbramos a sortear los troncos cruzados en el camino, a esquivar árboles y escuchar las historias de Alex. Cada cual iba a lo suyo. Alex hablando, otro guía cortando los troncos del camino y Alfonso grabando desde su mula el transcurrir de las horas por aquella selva tropical.

El frío repentino de la madrugada y el sonido de los monos acechando el campamento nos desvelaron varias veces

La primera noche nos refugiamos en un campamento llamado Tintal, junto a unas pirámides mayas irreconocibles. Sólo escalando una pequeña colina acaba uno entendiendo que ha subido a lo alto de un templo sagrado. Esa noche dormimos al raso, bajo las mosquiteras y alumbrados por luciérnagas enormes. El frío repentino de la madrugada y el sonido de los monos acechando el campamento nos desvelaron varias veces. Con la espalda molida y un escueto desayuno seguimos camino. La selva empezó a espesarse y la vegetación se hacía más agreste, asfixiando el camino lentamente. José Luis, Walter y yo nos divertíamos haciendo carreras, arrancando las lianas para dejarlas caer a quien viniese detrás y golpeando las mulas ajenas para provocar la estampida del pobre animal y el sobresalto de su jinete. Sí, era de dudosa ética y de ninguna sensatez pero había que combatir el tedio y el creciente dolor de espaldas con algún entretenimiento.

Después de dos días soportando el trote de las mulas apareció un cartel casi ilegible que anunciaba aquel lugar misterioso del que me habló Sofía en un restaurante de la ciudad de Guatemala: El Mirador.

La primera sensación que hace especial a esta ciudad maya es que aquí no hay nadie. Ni aparcacoches, ni responsables, ni guardas jurados, ni guías turísticos, ni japoneses, ni un solo mochilero despistado. Nadie. Rodeados de esa atmósfera silenciosa recorrimos un conjunto de pequeños templos con el desafortunado nombre de “La Muerta”, en tétrico recuerdo de una desdichada voluntaria arqueóloga que falleció por la picadura de una serpiente. Eran las primeras pirámides visibles. El resto lo formaban templos ocultos sobre los que crecía el musgo, la maleza y las raíces de árboles incontrolados.

La primera sensación que hace especial a esta ciudad maya es que aquí no hay nadie. Ni aparcacoches, ni responsables, ni guardas jurados, ni guías turísticos, ni japoneses, ni un solo mochilero despistado

Dormimos bajo un chamizo de hojas de guano, envueltos en las mosquiteras sobre las hamacas. La tormenta apagó los murmullos de la selva y la noche nos regaló un concierto de truenos que nos hacían temblar.

Madrugamos dispuestos a visitar la parte central de una ciudad que alcanzó los 140.000 habitantes mucho antes de que se pusiera la primera piedra en Tikal. Pertenece al periodo preclásico, una definición cronológicamente ambigua que abarca del 1.500 a.C. al 300 d.C. Alex aceleró la marcha con el orgullo de un experto arqueólogo.

Había llegado el momento de acercarse al coloso maya: la pirámide de la Danta, la más alta del mundo maya, la mayor de América. Tras una buena caminata iniciamos un nuevo ascenso por la selva. Nada hacía imaginar que caminábamos sobre un templo sagrado. Luego la pendiente se pronunció y ascendimos agarrados a unas cuerdas por una escalera de madera. Al llegar al último nivel descubrimos de golpe la punta de aquel iceberg de piedra. Los últimos quince metros de altura estaban limpios de maleza. El trabajo de los voluntarios avanzaba lentamente pero los cinceles han empezado a despejar uno de los misterios más grandes de los mayas.

Viendo las serpientes de piedra que decoran los mascarones de la parte superior de la pirámide uno intuye la formidable obra de ingeniería que la jungla de Petén ha engullido con el paso de los años. Estábamos viendo tan sólo una pequeña porción de los 79 metros de altura de aquel gigante lleno de jeroglíficos y deidades en relieve. Ascendimos entre los andamios hasta la cima de la Danta. Desde allí es fácil comprender por qué a la ciudad se le llama El Mirador. El horizonte verde se extiende en todas direcciones. En realidad fue en su día una urbe comunicada a través de calzadas de piedra con otras muchas poblaciones de las que sólo se sabe que están ahí, en algún sitio bajo los árboles. Se estima que de El Mirador se ha descubierto un 1% de la superficie total. Definitivamente lo más sobrecogedor es imaginar la parte invisible de esta civilización que la selva aún no ha querido devolver.

En aquel momento no pude dejar de sentirme un arqueólogo frente a una verdad histórica en estado puro.

La soledad del lugar nos permitía acceder a reliquias valiosísimas sin custodia alguna. Alfonso, Alex y yo descendimos esta vez al interior de otra pirámide alumbrados con una pequeña antorcha y una linterna. A los túneles no les faltaban las cucarachas más grandes que haya visto jamás o las culebras serpenteando por el suelo. Aquel lugar sin duda generaba un suspense apropiado para el tesoro que escondía: un mascarón que representaba una enorme cabeza de pájaro y que conservaba los pigmentos rojos con que fue decorado. La temperatura de aquel pasadizo claustrofóbico superaba con creces los 40ºC, y apenas podía contener el aliento por la emoción de estar contemplando aquella pieza original, con su color original en su ubicación original. Fuimos extremadamente respetuosos para no rozar si quiera la escultura que algún día estará en los grandes museos de arte, pero en aquel momento no pude dejar de sentirme un arqueólogo frente a una verdad histórica en estado puro.

Afuera volaban los tucanes sin tener ni idea del lugar tan especial que habitaban. José Luis no daba abasto para fotografiar las estelas, los monos, los lagartos y las pirámides. Creo que todos disfrutamos al fin y al cabo de nuestro particular Dorado.

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