Empezaba a caer el sol y Roberts decidió que ése sería el lugar de acampe. Pusieron las pocas carretas formando una barrera para defenderse de un hipotético ataque indio en la noche. Los galeses ya habían tenido malas experiencias al respecto. Empezaron a armar las carpas, las mujeres caminaron hasta el río para traer agua y los niños, ajenos a todo, jugaron con sus perros y unos palos. Uno de los hombres buscó un lugar alto para, junto a su rifle, otear el horizonte. Mientras prendía el fuego Roberts pensaba que las siguientes dos semanas serían iguales, viajando y cuidando de las familias. Cruzarían casi por completo el continente siguiendo el río hasta donde una enorme piedra les señalaría el lugar donde debían cruzar de margen y girar hacia el sur. Poco después encontrarían a los demás colonos.
El lector podría imaginarse que este relato transcurre a mediados del siglo XIX en los Estados Unidos de Norteamérica, pero sólo estaría correcto en parte. Es cierto que podría haber ocurrido en aquella época pero este relato se inspira en el cruce de la estepa patagónica que realizaban los colonos galeses para afincarse al pie de la Cordillera de los Andes.
Poco más de diez años después del primer desembarco galés en la desembocadura del Río Chubut y pasadas las primeras penurias y desventuras, siguieron llegando galeses a la Patagonia. Al tiempo el valle ya no podía acomodar más familias, no quedaba espacio para más chacras. Debían buscar nuevas tierras. El Gobierno Argentino los incentivaba a establecerse al pie de la Cordillera con la condición de que juraran fidelidad a la Argentina. Era parte de su estrategia en respuesta a las pretensiones chilenas sobre los mismos territorios.
Hacia el oeste enfilaron los primeros exploradores galeses siguiendo el curso del Río Chubut. Sabían que en la desértica estepa patagónica la única posibilidad de encontrar un valle verde, apto para la agricultura, era en las márgenes del río.
Con nuestra camioneta también remontamos el camino que bordea el Chubut. En cada curva este ofrece manchones verdes y sus aguas erosionan la estepa esculpiendo formas extrañas aquí y allá. Paramos una y cien veces para sacarle fotos a esos pequeños oasis en medio de la estepa patagónica.
Mil vicisitudes pasaron los galeses pero finalmente se afincaron en un valle que eventualmente fue bautizado “16 de Octubre” en homenaje a la fecha en que el Congreso Argentino les cedió esas tierras fiscales. El trato era que a cambio los galeses poblarían reconociendo la soberanía argentina. Las carretas cruzaban el territorio trayendo nuevos colonos desde Trelew, “su” ciudad en la desembocadura del Chubut en el Atlántico. El trayecto que demandaba entre dos y tres semanas.
Nos detuvimos a admirar la impresionante piedra de más de 200 metros de altura en medio de una planicie surcada por las aguas cristalinas que el río trae del deshielo
Nosotros hicimos ese mismo recorrido, pero en menos de dos días. En el camino pasamos por uno de los pocos pasos del río, llamado El Paso del Sapo. Gente de la zona me contó la anécdota del nombre, me pareció muy graciosa. Resulta que varios años después de la aventura galesa, se estableció en ese estratégico cruce del río un hombre tan, pero tan feo, que dicen que su casa parecía la de un sapo. Así pasó a la posteridad, pobre hombre, por su fealdad. Pero los galeses no cruzaban el río por allí…
Pocos kilómetros más adelante llegamos a ese mágico lugar que avisaba la cercanía del valle 16 de Octubre. Se trataba de una impresionante piedra de más de doscientos metros de altura en medio de una planicie surcada por las aguas cristalinas que el río trae del deshielo. Nos detuvimos a admirar esa maravilla de la naturaleza. Imaginé a mi personaje, Roberts, ordenando acampar allí, en un recodo del Chubut, sabedor de que allí había un vado para cruzar y que sólo le restaban un par de días de travesía. Quizás los chicos corrieron a investigar el misterioso Cañadón de la Buitrera. Hacia allí fuimos nosotros. Caprichosas formaciones, que recordaban torres de iglesias góticas, parecían consagrar ese extraño paraje a alguna deidad desconocida. Unas antiguas pinturas rupestres confirmaban que también para los indígenas ese lugar tenía algo de especial. Hacia adentro del cañadón, las altas paredes verticales se cierran haciéndolo más y más angosto. Por el centro corre un hilo de agua que promete mayor caudal cuando llegan las pocas lluvias que caen en la zona.
Volvimos a nuestra camioneta y cruzamos el río por el mismo punto que lo hicieron aquellas viejas carretas, sólo que ahora en lugar de un vado hay un moderno puente. Más adelante el camino se hace de asfalto y empalma con una importante carretera que lleva al valle 16 de Octubre donde ahora se asientan dos poblaciones de origen galés: Esquel y Trevelin.
El plan del Gobierno Argentino para oponerse a los objetivos de Chile era bueno pero se basaba únicamente en el compromiso de aquellos extranjeros aventureros. Cuando llegara el momento, ¿cumplirían ellos con su compromiso? Lamentablemente el diablo metió su cola y algunos legisladores tramposos votaron relocalizar los colonos de aquellas fértiles tierras a otras desérticas y dividir el valle entre familias de abolengo… A los galeses no les gustó mucho. Era gente dura y se acercaba el momento decisivo con Chile. Para colmo había un río que corría en el sentido inverso a lo que precisaba Argentina… ¿Cómo actuarían los colonos?
Pero… dejemos esa historia para la próxima entrada de este blog.
Continuará…
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Gerardo Bartolomé es viajero y escritor. Para conocer más de él y su trabajo ingrese a www.GerardoBartolome.com