Madrid es una sin vergüenza. Una ciudad que huye de disimulos con la excusa de no ser de nadie. No lo es. Lo que más me gusta de esta ciudad es lo mal que disimula sus defectos. No lo hace, no quiere. No es por soberbia, es por indiferencia a otra cosa que no sea el vivir. Madrid es la calle, es aceras en la que se lavan los árboles.
No, no es ya la ciudad de la movida, aquella bacanal de aire en la que se sacudían las sábanas los martes en los balcones para quitar el olor a laca y naftalina del largo fin de semana. Olía también a orinal y a vino a granel que se mezclaba en bodegas de barrio. Nos falta hambre para ser los de entonces. La movida era hambre de todo. Nuestra hambre y penas son ahora arcadas y despechos de tanto buen ayer. En Madrid ya no se estrenan neones como en mi adolescencia de los 80, ahora se abren bares y restaurantes donde se borra el vaho de los cristales. Antes era el humo del tabaco negro el que no dejaba ver en los amaneceres a tus compañeros de barra.
Nos falta hambre para ser los de entonces. La movida era hambre de todo
Nuestra hambre se transformó un poco en acomodar quejas entre los semáforos y los restaurantes con lino y velas. Un poco, sólo un poco. Mucho menos que otras capitales que se han convertido en la misma ciudad repetida y donde lo único que cambia es el acento con el que el portero del club te cierra la garganta y la puerta cuando comienza a anochecer. Llegó la comodidad y ahora los grupos de música no sortean al batería antes de salir a tocar para un grupo de adolescentes a los que denegaron la condicional en su colegio privado.
Madrid, pese a todo, pese a tanto agorero que siempre se acomoda en el mejor pasado, mantiene parte de su esencia. La verdadera nostalgia se proyecta en el después. Lo entiendo ahora que soy un exiliado que regreso a mi ciudad y la camino con los ojos perdidos del turista que creció entre los castaños tristes del invierno del Retiro y los cines de mi barrio que ya entonces iban cerrando y se convertían en refugio de yonquis que se mordían las venas.
Hace casi cuatro años y medio que salí de Madrid. Lo hice hastiado, sin mirar atrás. Era aburrimiento más que resentimiento. Madrid no era ya mi lugar. En las colas para encajar mi coche en mi barrio de Pacífico se me iba pasando la vida con la sensación de que seguro que había algo mejor fuera en lo que perder el tiempo. Y lo mejor, que siempre es relativo, llegó con contundencia no por calidad sino por cantidad. Las cien primeras veces en un nuevo lugar los atascos son esperas que te permiten ir despacio para no pasarte tu salida.
Se me iba pasando la vida con la sensación de que seguro que había algo mejor fuera
Y ahora llego a Madrid y paseo por el Centro con la mirada atenta a los detalles. Con las palabras de extranjeros que me dijeron allí de dónde vengo que “Madrid tiene una arquitectura soberbia”, que “alucinaron con su personalidad tan auténtica” o que “les gustaban especialmente las viejas tabernas”.
Y con esas palabras recuerdo mi último paseo por mi ciudad. Salí de la Avenida Ciudad de Barcelona hasta la estación de Atocha y allí enfilé el paseo del Prado para antes subir a curiosear por la Cuesta de Moyano los libros que descansan en las mismas mesas de antaño hechas de polvo y hoja de platanero. Y luego miré algunas viejas barras de azulejo que aún quedan por la ciudad donde los viejos escupen cerveza para recordar cuando allí se fumaba sobre los bocadillos de calamares. Y después me metí por Neptuno y callejeé por Huertas donde el día es cierto que se ha ido comiendo la noche para bendición de sus vecinos y alarma de los crápulas con insomnio a los que les gusta joder las madrugadas de los otros.
Y algunos bares allí no cambiaron su nombre desde que tenía 15 años, que estudiaba por la zona y me emborrachaba con botellines de agua con gas y alguno de cerveza con la hombría del niño que tose tras cada trago. Mantienen estos lugares aquel olor inolvidable en el que se mezclaba el aceite de la cocina con Varon Dandy. Otros, sin embargo, huelen ahora a cera de velas viejas, espejos con marcos rotos de pan de oro y sofás viejos de escai perfectamente colocados para demostrar que abrieron mañana.
Debe haber más estatuas en el techo de Madrid que en el suelo
Y paseaba y caminaba mirando al cielo, ese cielo de Madrid que Julio Llamazares tan bien describe en una obra del mismo nombre, y bajo el que descifraba las cornisas y techos de lustre que se acumulan en las calles. Debe haber más estatuas en el techo de Madrid que en el suelo. Y el turista que lucho por ser los contemplaba como no las contemplé nunca. Con avidez y asombro recordando aquellas palabras de que mi Madrid es señorial donde no alcanza la vista.
Y luego llegó la noche. Y perdidos por Malasaña y Chueca íbamos yo y mi amigo Juancho caminando entre putas, ex patriados que al tener menos dinero aquí les llamamos inmigrantes, nostálgicos de las tribus urbanas, gente cool que se disfraza de grunge para no desentonar en sus excesos, gays y lesbianas que se besan en libertad no ficticia, ejecutivos y oficinistas e, incluso, creo recordar que hasta una desconcertante troupe de periodistas, parados y trapecistas que eran mis mejores amigos… y me sentí orgulloso de que aquello fuera el lugar de donde vengo. Aquella mezcla sin estridencias ni apariencias. Todos caben sin tener que mostrar credenciales allí/aquí pese a lo que digan los titulares de prensa y los políticos. Madrid siempre estuvo por encima de todos los que intentaron domarla.
Periodistas, parados y trapecistas que eran mis mejores amigos
Eso es lo que más me gusta de Madrid. Es auténtica. Aquí los chinos, indios y senegaleses se llaman Pepe o Li Yin, sin que nadie les obligue a mudarse la raya del pelo ni la esencia de la cara. Y como en la aceptación no hay rebeldía, pues ellos colocan sus tiendas y bares al mismo estilo que la señora Luisa, que hace 315 años regenta la mercería de al lado, porque nadie les ha hecho sentir que para pertenecer a la ciudad deben modificar hasta la ropa interior de sus muertos. Madrid no se merece, no hace falta ni nadie lo exige, Madrid se sufre y se disfruta, que ya es mucho en estos tiempos en los que el planeta anda noqueado de saber que la pobreza era para todos y busca protegerse y diferenciarse de los otros levantando vallas y fronteras.
Los miedos, siempre los miedos. Y el ayer, siempre el ayer. Y Madrid sigue, avanza, aunque sea con ritmo más cansino. Es cierto que redujo su enloquecido caminar y que incluso los políticos se empeñan en dormitarla para que los unos y los otros no les coloquen su currículum en un cartel de una calle de las afueras. Pero no sirve, porque en los bares de barrio su fuma tras las verjas echadas y la música sigue sonando hasta altas horas en las cafeterías más sucias de la ciudad. Aquellas donde el whisky se sirve en vaso alto y con tres hielos.
El whisky se sirve en vaso alto y con tres hielos
Esa es mi ciudad, Madrid, la ciudad en la que no existen los otros. La ciudad que nunca me espera. No hace falta, siempre está abierta. Nunca entendí mejor mi ciudad que ahora que me he ido. Nunca sentí que corría tanto de su sangre en mis venas. Lo entiendo ahora que sé que me gustas porque lo último que pretendes es ser perfecta. No lo eres. Eres vieja, nueva, cabrona, divertida, bella y fea.