Un día en Roma y 63 horas de autobús

“¿Están numerados los billetes?”. “No lo sé, es mi primer viaje”. La respuesta no tendría mayor relevancia a no ser que, como en este caso, quien la contestaba era el conductor del autobús que debía llevarnos de Madrid a Roma.

“¿Están numerados los billetes?”. “No lo sé, es mi primer viaje”. La respuesta no tendría mayor relevancia a no ser que, como en este caso, quien la contestaba era el conductor del autobús que debía llevarnos de Madrid a Roma. Así comenzaba un viaje rocambolesco que me iba a llevar a la Ciudad Eterna, donde sólo iba a pasar unas horas para, inmediatamente después, regresar de nuevo en autobús a la capital de España. Más de 4.000 kilómetros en autobús en poco más de tres días. La tarde anterior se me había ocurrido proponer a mi director un reportaje sobre los miles de peregrinos que se dirigían por carretera a la basílica de San Pedro para dar el último adiós a Juan Pablo II. Sólo tenía sentido si me subía a un autobús de línea y compartía con ellos penurias y fatigas. Así que por eso estaba esa mañana de abril en la estación de Méndez Álvaro preguntando al conductor por el número de mi asiento.

El viaje, la meta, casi siempre, está en el camino, ya lo advirtió Confucio, aunque se le olvidara añadir que nunca es la línea más recta entre dos puntos. La sucesión de imprevistos acumulados en ambos trayectos merecía unas líneas que no escribí entonces (hacerse un hueco en los periódicos a veces es más complicado que plantar una sombrilla en las playas de Benidorm en pleno agosto). Lo hago ahora.

En Montpellier, un apestoso olor a goma quemada nos obliga a parar de madrugada. Ha reventado una rueda. Todos abajo

Nadie espera un viaje plácido cuando por delante esperan treinta horas de autobús. Pero los malos presagios se concitaron demasiado pronto. Al maniobrar en las dársenas de la estación de Lérida el autobús se lleva un bolardo por delante en una curva imposible, dejando maltrecho el guardabarros trasero. Ya en Barcelona, se suman nuevos pasajeros al autobús, que a estas alturas parece una sucursal de la ONU. Las paradas multiplican la fatiga (el autocar se detiene hasta en Lloret de Mar) y no pasamos la frontera en La Junquera hasta las diez de la noche.

A medianoche, recogemos a tres peregrinas francesas en Montpellier. De repente, un apestoso olor a goma quemada nos obliga a parar. Ha reventado una rueda. Todos abajo. Para entonces los ánimos ya están caldeados entre los peregrinos, pues llegan noticias de que, ante la acumulación de fieles, se han cerrado las colas para acceder a la basílica de San Pedro. Una hora después, el conductor y el auxiliar siguen sin poder colocar la rueda de repuesto. Piden 45 minutos más. “¡Tenemos la negra!”, se queja airada una monja. La fe mueve montañas, pero no autobuses. Como cantaba Rubén Blades “si naciste pa´ martillo del cielo te caen los clavos…”. Cambiar la dichosa rueda les lleva casi tres horas. Imposible adivinar a qué hora llegaremos a Roma. Por fin arranca a las 2:51. Se escuchan aplausos. A estas alturas, las cervicales empiezan a amotinarse y los músculos piden una tregua, pero es difícil recomponerse en el tetris del autobús. Mi compañera de asiento ronca sobre mi hombro y a mi derecha asoma el pie desnudo de un africano al que, acostumbrado a los matatus, esto le parece un transatlántico de lujo. Corren apuestas sobre si esta penitencia resta estancia en el purgatorio.

La fe mueve montañas, pero no autobuses. Como cantaba Rubén Blades “si naciste pa´ martillo del cielo te caen los clavos…”

A las seis de la mañana, con dos horas y media de retraso, pasamos por Niza. Génova nos recibe con un cielo tan plomizo como los ánimos de los viajeros. Pensar en el viaje de vuelta me produce dolor de cabeza. Son las once y cuarto cuando hacemos un alto en una estación de servicio de Florencia. Una ciudad tan magnífica sólo es una parada más que nos acerca a nuestro destino. Pese a que llevamos más de un día metidos aquí, la euforia se descorcha cuando alguien escucha por la radio que vuelve a permitirse el acceso a la basílica de San Pedro. La mayoría viaja sin hotel ni billete de vuelta, pero a pocos parece importarles.

A las 14:37, 31 horas después de salir de Madrid, llegamos a la autostazione Tiburtina. Conseguiré ser uno de los últimos peregrinos en entrar a la basílica y ver el cadáver del Pontífice. Minutos después se cierran las puertas hasta el funeral del día siguiente. Pero todo eso ya lo conté en La Razón. No la noche en blanco deambulando por las calles como un espectro en descomposición. Voy con ello.

Tras 48 horas sin dormir, daría cualquier cosa por una cama. Doy vueltas por la piazza Adriano, frente al castelo. Me duermo de pie en cuanto dejo de caminar. La noche es eterna

Al principio, hablar con los peregrinos y tomar notas para la crónica de mañana entretiene el cansancio, pero cuando el trabajo ya está hecho y no es ni medianoche ¿qué queda? La piazza Resurgimiento es un mar de sacos de dormir, de mantas, esterillas y botellines de agua. Esto parece un campamento de refugiados. Desde Giovanni Vitelleschi hasta via delle Fose di Castello, los peregrinos toman posiciones para el funeral de mañana. La humedad del río Tíber empapa los huesos. Es mejor no pararse y seguir caminando. Tras 48 horas sin dormir, daría cualquier cosa por una cama. Doy vueltas por la piazza Adriano, frente al castelo. Me duermo de pie en cuanto dejo de caminar. La noche es eterna, como la ciudad. Creo que nunca he mirado tantas veces la hora. Veo amanecer suspirando por meterme de nuevo en el autobús que me devuelva a Madrid. Nunca pensé que iba a echarlo de menos tan pronto.

A las siete de la mañana estoy en la puerta del ciber desde donde voy a enviar la crónica, que escribo dormitando. Nunca he escrito nada en condiciones físicas tan deplorables (lo sabe bien uno de mis socios en VaP, ¿verdad Javier?, que estaba al otro lado gracias a Dios). En el funeral a punto de comenzar, tenía la sensación de que el muerto era yo.

Sólo he pasado 22 horas en Roma. El día de la marmota me devuelve al autobús derrengado y con la esperanza de que el viaje de vuelta sea más llevadero. Me equivocaba de cabo a rabo. Tras cenar algo en Viareggio, el peso del cansancio me rinde y duermo a trompicones hasta Niza, donde de madrugada el autobús se orilla en la cuneta diez minutos. Problemas de batería. Un poco más adelante, el diagnóstico se complica y necesitamos pedir asistencia en carretera. Hora y media de parada. Dieciocho horas después de salir de Roma llegamos a Montpellier.

Añoro una ducha caliente (o fría). Aquí dentro todos olemos mal. Cumplimos veinte horas de viaje

En el cabo de Creus el Mediterráneo refulge con el sol de la mañana mientras las gaviotas aletean contra el viento, como nosotros contra el infortunio. Llevamos una hora de retraso pero la ausencia de nuevos contratiempos me invita, insensato de mí, a hacer cábalas sobre la probable hora de llegada.

A las ocho y cuarto, el autobús se orilla en el arcén para cambiar de conductor. Todo parece ir rodado. Añoro una ducha caliente (o fría). Aquí dentro todos olemos mal. Cumplimos veinte horas de viaje.

Aprovecho la parada en la estación de Gerona para cambiarme de calzoncillos, un súbito placer en esta tesitura de incomodidades. Perdemos casi dos horas en Barcelona, parando en la estación del Norte y en Sants. Mi paciencia está a punto de saltar por los aires. El conductor novato de la ida toma los mandos del autobús de nuevo. Cualquier cosa puede pasar. Ahora apenas viajamos treinta pasajeros. Me descalzo reconociendo la sabiduría del africano de los pies al aire. En Lérida, nueva parada. “Señora, ¿usted va a Zaragoza?”, pregunta el conductor a una septuagenaria. “¿Sabe dónde está la estación de autobuses?”, le pregunta a bocajarro. Fantástico: nuestro conductor no sabe dónde está la estación a la que nos dirigimos. Si nos devuelve sanos y salvos será un milagro, quizá el primero que puedan atribuirle a Juan Pablo II.

A las tres y media de la tarde una de las puertas laterales del autobús se abre de sopetón en plena marcha. El viento de los Monegros sopla con furia

Para confirmar esa impresión, a las tres y media de la tarde una de las puertas laterales del autobús se abre de sopetón en plena marcha. El conductor no se entera de nada y tenemos que avisarle a gritos para que la cierre. Unos kilómetros más adelante, la escena se repite. Nos orillamos de nuevo. El viento de los Monegros sopla con furia. La Guardia Civil acude al rescate. Quedan 400 kilómetros hasta Madrid pero no soy capaz de aventurar cuándo llegaremos y ni siquiera si lo haremos a bordo de este autobús, que pronto está detenido de nuevo en un área de servicio. Ayudado por el operario de una grúa, el conductor intenta sujetar la puerta díscola con una cuerda. Con esta rudimentaria solución continuamos ruta.

Un estruendo seco sobresalta de nuevo a los viajeros. El sobretecho ha cedido y la tela aislante flamea zarandeada por el viento. La compuerta ha salido volando y de ella no hay ni rastro. Circulamos a la velocidad de un tractor hasta la siguiente área de servicio. Tras echar un vistazo al enésimo desaguisado, se pone de nuevo al volante y pide ayuda a través del móvil sin dejar de conducir. En el área de Pina de Ebro hacemos otro alto. El techo es una constante sinfonía de ruidos con el viento de director de orquesta. En Aljafarín un mecánico nos espera, destornillador en mano, para intentar cerrar la trampilla. Un pasajero ayuda en la complicada operación. Media hora después han terminado su trabajo, aunque sigue traqueteando con muy mal presagio. “Este autocar no es tan viejo, a mí es la primera vez que me pasa esto…”, se excusa el conductor un tanto azorado.

Un estruendo seco sobresalta de nuevo a los viajeros. El sobretecho ha cedido y la tela aislante flamea zarandeada por el viento. La compuerta ha salido volando

Se cumplen seis horas desde que salimos de Barcelona. La media es de 50 kilómetros por hora. En una nueva parada camino de Madrid, coincido con el segundo conductor en los urinarios. “A ver si no se rompe nada más…”, se siente obligado a comentarme. “Tranquilo, creo que no queda nada por romperse”, le contesto.

Son casi las nueve y media de la noche cuando entramos en las dársenas de la estación de Méndez Álvaro. De las 85 horas del viaje, 63 las he pasado dentro de un autobús y apenas 22, en Roma. Todavía me duele la espalda cuando lo recuerdo.

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