Un inmoral soborno para curar la malaria

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)
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Paré el coche a unos 100 kilómetros al sur de Nampula, ciudad al norte de Mozambique. Mi cuerpo temblaba como si lo hubieran sacudido a palos y me costaba ya fijar un poco la mirada. “Víctor, necesito parar”, le dije por la radio a mi compañero de viaje. Bajé del coche y me fui a la parte detrás del vehículo, en medio de la pista, donde comencé a vomitar casi con ahogos. “Amigo, estás bien jodido”, me dijo Víctor, “creo que cogiste la malaria”.

Mi cuerpo temblaba como si lo hubieran sacudido a palos

Estábamos en medio de la nada, en una carretera perdida de Mozambique, bacheada, llena de tramos de arena, y a unos 200 kilómetros del poblado en el que pensábamos dormir. ¿Puedes seguir?, me preguntó”. “Claro, no hay opción, aquí no podemos dejar uno de los coches”, le contesté. En ese momento miramos un mapa y vimos que a unos 100 kilómetros había una población, Alto Molocue, en la que quizá hubiera un hostal donde dormir. “¿Vamos?” “Vamos”, respondí mientras intentaba abrocharme sin conseguirlo una chaqueta que me había prestado para dejar de tiritar. Mis manos temblaban de tal manera que fue Víctor el que tuvo que subirme la cremallera.

Partimos con mi cuerpo destrozado, con fiebre muy alta y con mi cabeza concentrada en fijar la carretera. A los pocos kilómetros, ya de noche cerrada, aparece una luz de linterna que me indica que pare el coche. Son tres soldados en medio de la oscuridad y en medio de la nada. Me piden papeles y me preguntan de dónde vengo. “De Isla de Mozambique”, les contesto mientras intento sacar mi permiso de conducir de la cartera. En ese momento, un soldado con gorra, gafas de sol y un AK 47 colgando de sus brazos me dice con tono amenazante, “¿qué nos ha traído el señor de Cabo Delgado (provincia del norte)?”. Me salió instintiva la respuesta por la rabia de estar allí jodido y aguantando a esos tipos: “Diarrea, mucha fiebre y vómitos, así que me gustaría poderme ir”, le contesté. Supongo que la respuesta les sorprendió y me devolvieron el carnet sin mirarlo retirándose para dejarme ir.

Me dice con tono amenazante, “¿qué nos ha traído el señor de Cabo Delgado?

Más de una hora después llegamos a Alto Molocue. Casi a la entrada Víctor se pasa un local que parecía un hostal. “Para, para, no estoy para buscar mucho”, le digo. Efectivamente, era un decente hostal de carretera. No había habitación, pero nos arreglaron una en la que parece que estaban alojadas unas amigas de la encargada. Yo, mientras, tiritaba en un sofá pensando en cómo coño llegar así a un destino, teniendo que conducir un coche, que estaba a casi 1500 kilómetros.

Entré en el cuarto y tras una sorprendente ducha de agua caliente me tumbé en la cama. Me quedé adormilado tras tomar cuatro malarones que por casualidad llevaba conmigo. Era un posible remedio para paliar la malaria. No duraron mucho en mi estómago, en diez minutos estaba de nuevo vomitando hasta las entrañas. Así pasé la siguiente hora, con un pequeño cubo en el que mi cabeza hacía equilibrios. Conseguí dormir un tiempo y me desperté en mitad de la noche tiritando convulsivamente. Víctor me puso encima dos mantas y me abroche otra chaqueta con la que apenas conseguía paliar los temblores. Conseguí dormir tras tomar paracetamol y rebajar la fiebre. Me desperté empapado en sudor.

Vamos al hospital, quiero hacerme aquí la prueba de la malaria

Esa mañana Víctor y yo lo teníamos claro: tenía malaria. Decidimos hacer un plan: el coche se quedaba en el hostal y Víctor me llevaba a la ciudad de Quelimane donde de vuelo bajaría a Maputo. No me gustaba nada la idea de dejar allí el coche a miles de kilómetros, lo que generaba todo tipo de inconvenientes. Entonces supe que había un pequeño hospital rural en la población. “Víctor, vamos al hospital, quiero hacerme aquí la prueba de la malaria. Quizá no lo sea y entonces me veo capaz de cómo sea bajar el coche a trompicones”, le dije.

Llegamos al hospital. Era mejor que algunos que he visto en esta tierra. Debía haberse estrenado hace poco. Había mucha gente muy humilde tirada por pasillos y corredores. Un señor nos indicó la consulta. Había cola, pero entramos enseguida. En África a un blanco casi nunca se le hace esperar. Es algo que ocurre a menudo. Estás en un tienda y el vendedor te atiende rápido a ti aunque seas el último en llegar. Supongo que saben que tú puedes protestar por una espera, algo que nunca haría un africano, y supongo que saben que tienes dinero para comprar más cosas, para pagarlas también a un precio superior.

Nos pedía un soborno para atenderme rápido

Yo iba jodido, preocupado, con fiebre de nuevo. Quería que me confirmaran si tenía o no lo malaria. Un doctor de unos 50 años nos atiende. “Queremos que se haga la prueba de la malaria”, explica Víctor. El tipo nos mira, sonríe y dice rápidamente. “Claro, claro. Pero sería muy bueno para que tuviera una atención como el señor merece si tuvieran algún tipo de agradecimiento para los doctores”. Me quedé paralizado, me dolió en el alma aquella jodida frase. Nos pedía un soborno para atenderme rápido. Es decir, si pago paso por delante de un montón de «miserables» que esperan allí a que les hagan la prueba. Sino, seré el último de los últimos. Ellos saben que tenemos dinero y si no pagas entonces pasarás al final por no aceptar sus reglas.

Pagamos, le dimos 200 meticais (5 euros). Me sentí fatal. Estoy éticamente en contra de todo este tipo de arreglos de mierda que destrozan esta tierra. ¿Qué hacer? ¿Cómo jugar las cartas en un mundo sin reglas? Estoy muy lejos de mi casa y tengo un avión al que llegar en cuatro horas si tengo malaria, no hacerlo es dejar un día más en mi cuerpo una enfermedad a la que sólo el tiempo convierte en letal. No tengo miedo a la enfermedad, no me pasará nada, yo puedo comprar las pastillas, pero necesito saber si la tengo en mi sangre. El coche, el billete, el gasto, las molestias…

Murió sólo, sin despedidas, tirado en el suelo

Recordaba también a un amigo portugués, un buen hombre, padre de familia que vino a ganarse la vida a Mozambique, y al que conocí recién llegado a Maputo lleno de ilusiones y dudas. La crisis, la dura crisis, lo echó de su casa, de su gente. La última vez que le ví me invitó a tomar una cerveza en una barraca, estaba feliz, lleno de planes para traer a su mujer e hijos. Apareció semanas atrás muerto en su casa de Tete por una malaria. No la trató, le dijeron que era un gripe y un día todo se acabó. Murió sólo, sin despedidas, tirado en el suelo.

Finalmente llegué a la puerta del laboratorio. Había una larga fila de mujeres, algunas con niños, que pasé por delante. El médico que nos había atendido nos acompañaba. Llamó a un chico joven al que le dijo que tenía que hacerme la prueba mientras le pasaba con disimulo un billete. Me hicieron enseguida el análisis y me dijeron que esperara el resultado fuera. Salí y me senté junto a una mujer que llevaba a un niño de unos dos años con fiebres muy altas, parece que tenía malaria. Tras ella, otras caras y otras personas que gastarían allí más tiempo. El billete, el jodido y repugnante moralmente billete, marcaba el destino de esa cola. Una metáfora perfecta de la vida en este lugar que tantas veces he sufrido.

Le dijo que tenía que hacerme la prueba mientras le pasaba con disimulo un billete

No sé la razón, pero en aquella ocasión me afectó mucho todo aquello. Supongo que mi debilidad me hacía más sensible. “¿Qué mierda de mundo es este donde hasta en los hospitales públicos atienden antes a los que pagan? Es una mierda esto, algo estamos haciendo muy mal”, le decía a Víctor. Mientras, juagaba con el niño enfermo que se sujetaba a las rodillas de su madre entre esporádicos llantos. Les ofrecí algo de dinero, supongo que para lavar mí conciencia. Fue entonces cuando salió el médico del laboratorio con mis rápidos resultados: “No tiene malaria” (parece que fue una muy violenta infección lo que tenía parecida a una que ya sufrí en Panamá).  Me levanté y tras de mí quedó aquella larga cola de personas que seguro que tenían la enfermedad y que esperaban a que alguien les atendiera. Yo no tenía malaria.

P.D. Las fotos corresponden al hospital de Manhica, no de Alto Molocue, donde el español Pedro Alonso tiene su centro de investigación para encontrar la anhelada vacuna contra la malaria.

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Comentarios (4)

  • Monica de Cossio

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    Este es el fin de viaje que nos faltó Javier

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  • goyo

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    ¡Qué jodidas tuvieron que ser esas horas! ¿En algún momento te llegaste a arrepentir de estar en Mozanbique, de haber viajado a África? Abrazo

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  • Javier Brandoli

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    No, lo jodido no era si tenía malaria. Yo tenía pastillas a las que acceder, puedo pagarlas. Lo jodido era estar lejos de todo sin solución y tener que pagar, lo que está mal. No me arrepentiré nunca de haber venido, pero aquellos días sufrí por esto, y otra historia con la Policía que contaré, un bajón anímico que me hizo pensar en irme a otro lugar. Abrazo

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