Era domingo, día festivo, y según íbamos acercándonos a Ngurunit, grupos de chicos y chicas se unían a nuestro paso. Pronto aparecieron las primeras casas del pueblo, humildes viviendas de adobe con techos de uralita. El pueblo parecía, no obstante, menos miserable que las “manyattas” que habíamos dejado atrás y, a diferencia de ellas, eran escasos los jóvenes de ambos sexos que vestían y se adornaban a la manera tradicional samburu. Por el contrario, la mayoría de las chicas llevaban velos musulmanes y “kangas”, en tanto que casi todos los chicos gastaban vaqueros y camisetas.
Muchos hablaban inglés. Nos dijeron que los coches habían ido a la misión anglicana que había en el centro del pueblo y que dirigía un religioso americano. De modo que nos dirigimos hasta allí.
Nos reunimos con Carls y Lawrence en el gran patio de la misión. Habían logrado arreglar las ruedas pinchadas, pero el problema de la suspensión era más complicado. Era preciso llevar el coche a cosa de tres kilómetros, en donde la misión tenía una suerte de garaje con cuatro o cinco coches y un pequeño taller mecánico. Pero antes de eso había que obtener el permiso del misionero americano, que no regresaría a Ngurunit hasta por lo menos una hora más tarde.
A los gabras no nos gustan las fotografías, dijo sonriendo con ironía. Ustedes venden luego las fotos en Europa. No hará negocio conmigo
Descansamos un rato tomando té a la sombra de unos árboles, en la explanada que se abría al lado de un ruin chamizo que se anunciaba en un cartel como “Hotel Baraka”. Las habitaciones del hospedaje eran tres chozas chaparras construidas con barro y paja, parecidas a las que habíamos visto en la “manyatta” del día anterior.
Como el misionero tardaba, decidimos darnos una vuelta por el poblado. Resultaba más extenso de lo que parecía y tenía más habitantes de los que podía pensarse para un lugar tan apartado. Patrick conocía algo la región y nos contó que, en los establecimientos humanos de esa zona de los Ndotos, convivían varias etnias.
-Aquí viven muchos samburus, claro, porque estas son tierras samburu. Pero hay también rendilles, gabras y algunos somalíes.
Me detuve a charlar con la dueña de un pequeño colmado, una bella mujer de edad madura, de piel más clara que las samburus y rasgos árabes. Me dijo que se llamaba Fatuma y se negó amablemente a que la fotografiase.
-A los gabras no nos gustan las fotografías, dijo sonriendo con ironía.
-¿Un problema religioso?.
-Ustedes venden luego las fotos en Europa. No hará negocio conmigo.
-¿Cómo se llama?.
-Fatuma.
-Musulmana, ¿no?.
-Todos los gabras lo somos.
-He oído que los hombres gabras pueden tener varias esposas.
Seguía sonriendo burlona.
-Lo que es poder, pueden tener hasta cuatro. Pero como al mío se le ocurra buscarse una segunda, se queda sin la primera.
-¿Y si la deja a usted por otra?.
Se encogió de hombros, sin abandonar su sonrisa.
-No creo que le convenga hacerlo: la tienda es mía, me la dejó mi padre al morir.
Era una mujer simpática y vivaz. Y le gustaba bromear, sin duda. Así que le seguí el juego.
-Su marido puede encontrar una mujer rica.
-Eso es difícil: es un vago y no sabe hacer otra cosa que sentarse a conversar con los amigos.
-¿Y por qué está con él?.
-Es tierno, cariñoso y no bebe cerveza –suspiró con coqueteria- . Y además es el padre de mis hijos, no estaría bien que le dejara.
-Puede cambiarle por un hombre rico.
Me apuntó con el dedo índice a los ojos, siempre sonriente.
-No diga esas cosas. Si él viene y le oye, le clavará un cuchillo.
…o…0…o…
El misionero tardaba, pero sus fieles asistentes nos decían una y otra vez que sin duda vendría pronto. Los blancos teníamos ganas de andar, quizás a causa de las endorfinas segregadas durante los días de marcha por el Milgis. De modo que acordamos con Carls que nos adelantaríamos por la pista que seguía hacia el norte, en dirección a la pista principal que llevaba a Ilaut, South Horr y el lago Turkana.
Al despedirse, Francis me pidió de nuevo un bolígrafo. Y se lo di, naturalmente. ¿Quién podría negarle un bolígrafo a un futuro presidente de Kenia?
Salimos de Ngurunit a eso de las 9:30 por un precioso camino alisado rodeado de bosques. En una gran explanada que formaba el curso seco de un “lugga”, grupos de mujeres bombeaban el agua de dos pozos. Numerosas vacas remoloneaban en las cercanías, esperando su turno para beber en dos grandes abrevaderos. Con gentileza, las mujeres nos dejaron llenar nuestras cantimploras.
Varios niños se habían unido a nuestra marcha. Nos pedían bolígrafos. A mi me quedaban tan sólo dos de repuesto y me negué a dárselos.
Un chavalín me cogió de la mano y siguió caminando pegado a mi cuerpo. Se llamaba Francis, tenía once años y hablaba muy bien inglés. Me pidió un bolígrafo y negué de nuevo. Me hablaba de su escuela, de la aldea y de su familia. Era muy listo y tenía un gran encanto.
-¿Qué piensas ser de mayor?, le pregunté.
-Quiero ser piloto y viajar, ver América sobre todo. Y cuando ya haya viajado mucho, me presentaré a miembro del Parlamento y luego a presidente de Kenia.
-Eso no es fácil, tendrás que estudiar mucho.
-Si en cada época hay uno que es el presidente, ¿por qué no puedo serlo yo?.
Francis me acompañó cosa de un kilómetro sin cesar de hablar de sus proyectos. Al despedirse, me pidió de nuevo un bolígrafo.
Y se lo di, naturalmente. ¿Quién podría negarle un bolígrafo a un futuro presidente?
…o…0…o…
Después de una hora de marcha, nos detuvimos a esperar a los coches en una zona sombreada, eludiendo el calor del sol. Pero después de otra hora, ya próximo el mediodía, el hambre apretaba y nadie aparecía en nuestra búsqueda. Conociendo a Carls, decidimos regresar a Ngurunit en lugar de seguir adelante. Y acertamos: Carls no estaba, se había largado al taller mecánico con el Mitsubishi mientras Patrick, David y Lawrence esperaban en la explanada del hotel “Baraka”.
Comimos algo. Carls no aparecía.
-No me fío de él, dije a Juanra.
-Yo tampoco. Creo que está perdiendo tiempo para ahorrarse pagar esta noche lo que cuesta el “campsite” del Turkana.
Allí estaba Carls, junto al taller y bajo una sombra, charlando y bebiendo cerveza con un par de tipos. El Mitsubishi llevaba más de una hora arreglado
Era la una del mediodía cuando decidimos ir en su busca, en el Nissan, con Patrick. En efecto, allí estaba Carls, junto al taller y bajo una sombra, charlando y bebiendo cerveza con un par de tipos. El Mitsubishi llevaba más de una hora arreglado, con la ballesta nueva.
Le llamamos de todo al gran caradura y regresamos con los dos coches a recoger a los otros. A las 2:45 conseguimos salir rumbo al Turkana. Con suerte y buenas ruedas, calculamos que nos quedaban siete u ocho horas para alcanzar el lago.
…o…0…o…
Yo viajaba en el Mitsubishi con Patrick, Lawrence y David. A las 4:20 alcanzamos el pueblo de Ilaut, pero no nos detuvimos. Había numerosos pozos en la extensa población y algunas viviendas de porte bastante más airoso que las humildes chozas y chamizos de los poblados anteriores. Patrik me explicó:
-A Ilaut lo llaman el Mónaco del Norte. Hay gente muy rica aquí. Como abunda el agua, el ganado se cría bien.
El coche cruzó junto a una muchacha samburu que mostraba sus hermosos pechos al aire. Patrick volvió al cabeza para decirle algo. Por fortuna, dio un volantazo a tiempo y evitó salirse de la pista.
Fruta dejó escapar una risotada:
-A Patrick le gusta ver pechos. Podría decirse que casi se muere por verlos.
-En Nairobi y muchos otros sitios de Kenia –dijo Patrick- las mujeres van con sujetador. Hay que venir al norte para poder verles las tetas.
-En España, durante el verano –intervine-, muchas mujeres se quitan el sujetador en la playa. Uno se acaba acostumbrando a ver pechos. Casi aburre.
-Cuando vaya a España, estaré todo el día en la playa -dijo Patrick-. ¡Cómo puede aburrirse un hombre de ver tetas!. A veces no os entiendo a los “mzungus”, Mzi Martin.
Entramos en South Horr a las 5:15, cuando el sol comenzaba ya a perder fuerza.
Olía a hierba y manantial. Y el aroma de las flores, próximo el atardecer, era tan intenso que comenzaba a resultar empalagoso
Era un pareje precioso, rodeado de montañas boscosas, arboledas en los cauces de los “lugga”, arroyos de agua fresca en las cercanías y praderas de jugoso césped para el ganado. El pueblo se agrupaba alrededor de la empinada pista. Había numerosos pozos de agua y muchos árboles en flor: jacarandas, franguipanis, almendros indios, magnolios… Olía a hierba y manantial. Y el aroma de las flores, próximo el atardecer, era tan intenso que comenzaba a resultar empalagoso.
Los del Mitsubishi nos quedamos en el pueblo para conseguir algo de fruta mientras Carls y los otros seguían viaje rumbo al Turkana a bordo de la furgoneta Nissan. A duras penas, conseguimos tres docenas de naranjas amargas y dos grandes papayas.
Alguien nos dijo que podríamos encontrar más fruta en la misión católica, un edificio cercado en el centro del pueblo. Varias mujeres jóvenes, algunas muy bellas, acudieron a atendernos solícitas. Pero no tenían nada para vender. No obstante, pregunté por el sacerdote, con la esperanza de que fuera un compatriota español y pudiera ayudarme.
El gran patriarca me tendió una mano blanda sin levantarse de su mecedora. Estoy seguro de que, mentalmente, me envió al Infierno. Y yo a él
El misionero, un italiano de unos setenta años de edad, que lucía una prominente barriga y una espesa mata de pelo cano, me atendió con cortés frialdad. Charlamos un rato sin que me ofreciera un té, un refresco y ni siquiera un vaso de agua. Era de Milán y no pensaba regresar nunca a su país.
-Europa no tiene ya nada que decirnos a quienes hemos vivido mucho tiempo en África, cuarenta años en mi caso. En realidad, Europa no tiene nada que decirle a nadie, es un continente espiritualmente muerto.
Me di cuenta enseguida de que estaba de más en aquel sitio. Era su reino, su pequeña república africana en la que cualquier otro blanco no tenía sitio.
Me despedí. El gran patriarca me tendió una mano blanda sin levantarse de su mecedora. Estoy seguro de que, mentalmente, me envió al Infierno.
Y yo a él.
…o…0…o…
Al dejar atrás South Horr, el paisaje cambió del brioso verde al hosco gris. Y la carretera se transformó en una penosa pista. Mientras atardecía, corríamos sobre piedras de aluvión. A ambos lados del camino se tendía una reseca sabana en donde crecían ralos matorrales de hojas ceñudas. En ocasiones, parejas de menudos dik-dik asomaban a nuestro paso y nos miraban con ojos asombrados antes de echar a correr para perderse entre los arbustos. Más adelante, a la izquierda de la pista, se abrían hondonadas repletas de escombros y rocas negras.
“Empinadas escarpaduras rocosas se alternaban con barrancos repletos de restos de escoria y de lava petrificada –relataba Höhlner en la crónica de la expedición de Teleki al describir el paisaje cercano ya del lago-. Yo tenía la impresión de que estaban todavía calientes, recién arrojados allí desde una gigantesca forja”.
A cada kilómetro que recorríamos, la pista se volvía más y más infernal, sembrada de piedras volcánicas grandes como melones
Cayó la noche. En el cielo, se dibujaba un pequeño gajo de luna. Nuestros faros espantaban de la pista buhos, lechuzas y conejos blancos de largas orejas, grandes como liebres. En una ocasión, una veintena de camellos se asustaron a nuestro paso y huyeron de sus pastores delante de nosotros, siguiendo la misma pista batida por la luz de nuestros faros, quizás durante seis o siete kilómetros. Lamenté el trabajo que iba a costarles a sus pobres dueños volver a reunirlos.
Ya era noche cerrada cuando encontramos al otro coche con el resto de los compañeros. Habían pinchado tres veces y nos les quedaba ya ninguna rueda de repuesto. Por fortuna, nosotros teníamos todavía una. La cambiamos y rezamos para que no hubiera un nuevo pinchazo en lo que restaba del camino hasta el lago.
A cada kilómetro que recorríamos, la pista se volvía más y más infernal, sembrada de piedras volcánicas grandes como melones que rebotaban contra los bajos de los coches con un clamor de metales histéricos. La lunita despertaba a nuestra izquierda chispazos de luz acuosa sobre la superficie negra del lago.
A las 10,35 entrábamos en Loiyangahani, el poblado que se extiende en la orilla sudeste del Turkana. En el Palm Shade Campsite no había un solo turista, espantados a causa de los “troubles” del Oeste. Pero sí abundante cerveza fresca. Y duchas.
Cenamos ensalada, pasta y lo que nos quedaba del embutido español. Soplaba un aire fuerte y muy caliente que hacía batir como aspas los penachos de las palmeras.
Dicen que el aire enloquece y, si la afirmación es cierta, uno de los mejores lugares del mundo para volverse loco es, sin duda, el lago Turkana
Dormimos en unas primitivas chozas de forma cónica, con techo de paja, pared circular de cemento, ventanillas con rejilla y mosquiteras sobre los camastros. El suelo era de tierra. Pero, tras los padecimientos de la diabólica jornada, aquellos refugios se nos antojaron tan acogedores como las habitaciones de un hotel de varias estrellas.
La noche fue muy ardiente, con un calor agobiante prendido en los brazos de viento bravío. Dicen que el aire enloquece y, si la afirmación es cierta, uno de los mejores lugares del mundo para volverse loco es, sin duda, el lago Turkana. Al levantarme la siguiente mañana, guardaba la sensación de que una esponja pesada, húmeda y caliente se había instalado en el interior de mi cerebro.
Poco después del amanecer, visto desde un altozano y afuera del recinto del camp-site, el paisaje parecía no pertenecer a la Tierra, sino a otro remoto planeta colonizado de pronto por una turba de seres humanos huidos de un desastre, quizás de un nuevo Big Bang. El suelo era negro, los lejanos cerros color ceniza se alzaban tenebrosos, como surgidos de las tinieblas, con apariencia de ser los restos de un incendio pavoroso. Y grupos de chozas achaparradas, pegadas a la tierra como si tuvieran miedo del viento, se tendían en la llanura cubierta de pedruscos quemados por el fuego de un violento volcán. Los escasos árboles parecían osamentas de animales a los que la muerte hubiera sorprendido en pie. El hosco verdor del Turkana, moteado de blanco por las pequeñas olas espumosas, hervía en la distancia, bajo grandes montañas de color gris exentas de vida. A mi espalda, el aire caliente levantaba quejidos de palmeras heridas.
Los escasos árboles parecían osamentas de animales a los que la muerte hubiera sorprendido en pie. El hosco verdor del Turkana, moteado de blanco por las pequeñas olas espumosas, hervía en la distancia
Höhnel hizo esta descripción, en su crónica del viaje de Teleki, en sus notas del 5 de marzo de 1888: “De súbito, mientras ascendíamos un suave declive del terreno, la escena que se abrió delante de nosotros, en la lejanía, fue tan magnífica y hermosa que llegamos a pensar que se trataba de una mera fantasmagoría. Nos apresuramos a correr a la cima del cerro y el escenario se iba agrandando conforme avanzábamos, como un mundo nuevo que fuera extendiéndose delante de nuestros atónitos ojos (…). En ese instante, todos los peligros afrontados y todas nuestras fatigas fueron olvidados ante la alegría de saber que nuestra expedición había sido coronada por el éxito (…). Lleno de entusiasmo y recordando con gratitud el interés por nuestros planes mostrado por su alteza imperial el príncipe heredero de la corona de Austria, Teleki nombró la gran sábana de agua, que brillaba como una perla en el maravilloso paisaje, como Lago Rodolfo”.
He aquí la historia de cómo un joven romántico, el príncipe suicida de los húmedos y fríos bosques de Mayerling, llegó a perpetuar su nombre en un lago africano que descansa tendido en uno de los parajes más secos y calientes de la Tierra.
Francis me acompañó cosa de un kilómetro sin cesar de hablar de sus proyectos. Al despedirse, me pidió de nuevo un bolígrafo.
Y se lo di, naturalmente. ¿Quién podría negarle un bolígrafo a un futuro presidente?