Andasibe: el SOS del bosque Jurásico

Por: Mayte Toca (texto y fotos)
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Era temprano por la mañana cuando salimos en dirección al norte, un día nítido y transparente. Parecía perfecto para ponerse en camino a cualquier lugar, para salir de viaje y emprender un trayecto desconocido, para dejar que una carretera nueva y nunca transitada antes abriese caminos a extraños e irreconocibles paisajes, a gentes con lenguajes lejanos, a rostros de pieles inciertas.

Un día inmaculado y cristalino se nos desplegaba sin pudor y tanto Gerard como yo disfrutamos desde el primer instante. Dejamos la miseria de los turbios suburbios a las afueras de Antananarivo y llegamos al campo, que lucía hialino y luminoso todo su esplendor. Pasaron algo así como cuatro horas antes de que entabláramos una conversación de más de tres palabras, tan ensimismados estábamos en el paisaje y su juego de colores. Infinitos campos iban quedando atrás, verdes resplandecientes se mezclaban con el rojizo lustre de la tierra.

Por las noches los lemures emitían un extraño gemido, parecido al de una ballena jorobada, que hacía temblar los bosques

Hacia las dos de la tarde paramos a comer algo en un pequeño poblado que atravesaba la carretera. Nos metimos en un garito sucio y destartalado pero con un frondoso y salvaje jardín al fondo. Al poco tiempo de sentarnos aparecieron unos graciosos animalitos con la cola ensortijada y ojos saltones: eran los lemures, primates autóctonos de Madagascar. Con expresión entre asustadiza y curiosa daban saltos a nuestro alrededor, se colgaban de las ramas de los árboles enroscando la cola con gracia y destreza. Gerard me contó que hay 60 especies de estos preciosos animales, tristemente en peligro de extinción debido a la destrucción de bosques. Son nocturnos y solitarios y algunos tienen cara de murciélago y penetrantes ojos verdes. Por las noches emitían un extraño gemido, parecido al de una ballena jorobada, que hace temblar los bosques. Mientras disfrutábamos de un suculento plato de arroz con salsa y enormes pedazos de piña dulce y jugosa, danzaban a nuestro alrededor caminando sobre sus dos patas traseras y con los brazos en alto. Nos divirtió mucho el espectáculo improvisado y acabamos compartiendo carcajadas.

Terminamos de comer y seguimos por la carretera rumbo a Tamatave. El paisaje empezó asombrosamente a cambiar, a ser de un verde más oscuro. Aparecieron tonos marrones, ocres, malvas, olores de humedad, de musgo. Los árboles eran más grandes y las hojas de éstos parecían sacadas de un parque jurásico. Era el bosque de Andasibe. Desde la carretera apenas se podía imaginar lo que escondían las sombras del atardecer colgándose entre huesudas y retorcidas ramas con formas misteriosas, como dedos de bruja. Ramas arrugadas, estiradas, verrugosas, cubiertas de sedosos musgos o abruptos helechos, salían agonizantes de entre los matorrales y las zarzas.

Allí se presentía la existencia de innumerables vidas invisibles, el rumor de los secretos comunicándose de hoja en hoja, de tallo en tallo, de gota en gota

Lloviznaba y la gente caminaba al borde de la carretera descalza y en pantalón corto. La mayoría se tapaban con una gran hoja del llamado “árbol del viajero”. Gerard me explicó que se llamaba así porque dentro de sus ramas contenía agua limpia y que, por eso, los viajeros lo utilizaban para calmar su sed. La hoja era fuerte e impermeable. “¡Quién necesita un paraguas aquí!”, pensé entre divertida y admirada.

Poco a poco la carretera, fue adentrándose cada vez más en el bosque. Todo un suntuoso paraíso de formas, sombras, colores y aromas apareció ante nuestros ojos. Allí se presentía la existencia de innumerables vidas invisibles, el rumor de los secretos comunicándose de hoja en hoja, de tallo en tallo, de gota en gota.

Nos adentramos en un terreno de lianas y enredaderas, de gigantes helechos y de grandes y planos hongos pegados a los árboles, corpulentos y soberbios

Salimos temprano al día siguiente, tras un desayuno rápido. Nos montamos en el coche y cogimos la vieja carretera repleta de socavones que nos llevaba hacia el río Rongaronga. Pasado un rato, dejamos el cuatro por cuatro en un terraplén y empezamos a hacer el resto del trayecto a pie.

Nos adentramos en un terreno de lianas y enredaderas, de gigantes helechos y de grandes y planos hongos pegados a los árboles, corpulentos y soberbios. La luz del sol llegaba tenaz y aplacante en forma de rayos entre los huecos de las copas de los árboles. Ahí donde había luz se percibían claramente las motas de arena, todo un mundo en movimiento, de átomos explotando, partículas oscilando, misteriosas siluetas, de vida incesante al descubierto. Se podía percibir el sosiego del bosque interrumpido bruscamente con nuestros pasos. Se escuchaba el sigilo de los camaleones y lagartijas observándonos acechantes.

El Africa indomable asomaba a ambos lados del camino, medianamente digno y transitable al principio

El calor y la humedad eran sofocantes pero debíamos llevar pantalón largo para evitar las molestas picaduras de mosquitos con malaria. El Africa indomable asomaba a ambos lados del camino, medianamente digno y transitable al principio. Anduvimos algo más de cinco horas y finalmente, cuando estaba a punto de decir que no podía mas de cansancio y agotamiento, llegamos al río. Lucía nacarado y refulgente bajo la luz del sol. El agua azulada estaba en reposo. La otra orilla no quedaba a más de 300 metros. Nos sentamos al borde, en un escollo pedregoso y observamos los reflejos plateados del agua. Se veían varias piraguas rudimentarias cargando troncos. Un solo hombre remaba con una pértiga de bambú.

Ya no hay hombres en el mar o en el campo. Están casi todos en el bosque, talando árboles por dos dólares diarios

El tronco de la piragua era de madera de rosa. Entonces, Gerard me explicó las devastadoras consecuencias que estaba ocasionando el saqueo del bosque a largo plazo. Han desaparecido mas de 10.000 hectáreas de zonas protegidas, provocando la extinción rápida de lemures y otras especies endémicas. Se está erosionando el suelo y borrando ríos y tierras de labranza del mapa. Los perversos efectos colaterales del asalto al palo de rosa se están sintiendo de manera casi inmediata. La gente del pueblo, que repentinamente se veían esquivando el tránsito de motocicletas, comenzaron a advertir que estaba subiendo el precio del pescado, el arroz y otros bienes de consumo. Ya no hay hombres en el mar o en el campo. Están casi todos en el bosque, talando árboles por dos dólares diarios.

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Comentarios (1)

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    Con tu testo vuelvo a recorres Madagascar…Lindooo!

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