El valle de la muerte

Por: Gerardo Bartolomé (texto y fotos)
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Debo confesar que no fui preparado al lugar. Había visto las espectaculares fotos de Talampaya y de Ischigualasto y decidí que, cuando pasáramos por la zona, nos desviaríamos para conocer ambos parques. En el camino no presté mucha atención cuando mi mujer leyó en una guía que febrero era la época de lluvias. “¿Lluvias en un desierto? No puede ser mucho”, pensé. Seguimos viaje.

Quizás me tendría que haber preocupado cuando pasamos por un lugar donde el agua se había llevado parte del camino. Seguimos viaje.

Llegamos al hotel y nos instalamos. Estábamos de paso hacia Chile con un calendario bastante ajustado, por lo que tendría un solo día para visitar los dos parques. Un sacrilegio. El plan era salir temprano al día siguiente para comenzar por el Valle de la Luna. Su verdadero nombre es Ischigualasco, que en idioma diaguita significa “el lugar de la muerte”. Para la tarde dejábamos al otro parque nacional, Talampaya. No lo sabía, pero ese nombre significa “río seco del tala (árbol sudamericano)”.

Eramos los únicos. “¿Qué está pasando?”, me pregunté. “Está cerrado por la lluvia de anteayer”, me dijeron.

A la hora de apertura estábamos en la puerta del Valle de la Luna. Eramos los únicos. “¿Qué está pasando?”, me pregunté. En la administración estaban los guardaparques. “Está cerrado por la lluvia de anteayer”, me dijeron. Me sorprendí, pero me explicaron que en ciertos lugares del parque la arenisca que compone el suelo es impermeable y se forman lagunas en el camino. “¿Y Talampaya?”, pregunté yo. “Peor. Allá el camino es un río seco.” Con la lluvia el río deja de ser tan seco…

Me dijeron que quizás Ischigualasto abriera esa tarde. Talampaya, con suerte, al día siguiente. Tendría que reprogramar mi viaje y atrasar todo un día. La otra alternativa era perdérmelos. ¡Ni loco!

Para aprovechar la mañana me recomendaron una cercana reserva lugareña llamada Chiflón. “¿Por el pájaro?”, pregunté. “Por el viento”, me contestaron.
La Reserva del Chiflón resultó un gran hallazgo. Con un ambiente más verde que Talampaya o Ischigualasto, también presenta interesantes formas esculpidas por la erosión, claro que en escala menor. Uno normalmente tendería a pensar que esas columnas fueran producidas por el viento, pero no es así. El principal factor de erosión que las produjo (y todavía lo hace) es el agua. Los escasos 200 milímetros anuales de la región caen en tres o cuatros tormentas a finales del verano. La pendiente y el suelo impermeable hacen que, en minutos, el agua se encauce en ríos que barren con todo.

El principal factor de erosión es el agua. Los escasos 200 milímetros anuales de la región caen en tres o cuatros tormentas a finales del verano

Otro punto interesante del Chiflón son las abundantes pruebas de antigua presencia indígena. Los aborígenes fueron barridos de la región hace casi 400 años, pero allí vimos sus morteros en la piedra, como si se hubieran ido apenas unas semanas antes.

Por la tarde volvimos a Ischigualasto. “Cerrado. Quizás abramos mañana”, me contestaron.

Por suerte al día siguiente pudimos entrar, aunque no todo el circuito estaba habilitado. Ischigualasto, o El Valle de la Luna, es un lugar fantástico en los dos sentidos de la palabra, como lo pueden ver en las fotos. El paisaje blanco con formas increíbles nos hacía creer que estábamos en el satélite terrestre. Otro factor que llama la atención es la falta de vida. Su nombre autóctono lo refleja: “lugar de la muerte”. Pero no fue siempre así. Hace millones de años los Andes eran más bajos y el aire húmedo del Pacífico generaba una zona fértil. El lugar estaba lleno de vida. Lo atestiguan las decenas de esqueletos de dinosaurios que los científicos han encontrado. La erosión dejó al descubierto el suelo del Triásico con las huellas de su impresionante fauna extinta.

Hace millones de años los Andes eran más bajos y el aire húmedo del Pacífico generaba una zona fértil. El valle de la muerte estaba lleno de vida

Cuando terminamos el recorrido, el jefe de los guardaparques me dijo que Talampaya estaría abriendo por la tarde. Salimos raudos hacia allá.
Si bien este parque nacional es cercano al anterior, el suelo es totalmente distinto. En Talampaya todo es una arcilla colorada que retiene algo más el agua. Este hábitat más benévolo posibilitó la vida indígena que se comprueba por los abundantes petroglifos, algunos datados en casi 2.000 años de antigüedad. Los dibujos hablan de creencias y rituales que no pudieron ser comprendidos aún.

El camino que se recorre es un tajo que el agua cortó en la arcilla colorada de la meseta. El recorrido transcurre por este río seco (no siempre tan seco) cuyos costados están poblados de formas fantasmagóricas. Uno de los puntos más atractivos es una pared de la meseta que, de alguna manera, recuerda a la Sagrada Familia de Barcelona. Lo llaman La Catedral. Una bandada de cotorras barranqueras pasó volando ante nuestro avance, esquivando columnas milenarias. Finalmente, el recorrido terminó frente a otra de las monumentales esculturas naturales conocida como El Monje. La podrán reconocer en las fotos.

Apurados por la falta de tiempo tuvimos que dejar el lugar sin perder ni un minuto. Enfilamos hacia el oeste, Frente a nosotros, el impresionante Nevado de Famatina señoreaba la cordillera que deberíamos atravesar en nuestro camino hacia Chile. Seguimos nuestro viaje.

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