Otro cordón umbilical por el globo

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)
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Estos cuatro años de México han pasado veloces porque en México he aprendido que hay un cierto vértigo vital. Todo ocurre deprisa pese a pasar muy lento: los terremotos y huracanes, las revoluciones, el señor en bici de los tamales que nunca se está quieto y los cariños. Nunca me fue tan fácil en ninguno de los países que he vivido encontrar alguien con el que tras cinco minutos te parecía que lo conocías de toda la vida. Empezó en un taxi del aeropuerto, donde tras doblar por una calle donde había charcos y taquerías, el conductor se persignó al pasar por una iglesia de ladrillo, giró la cabeza y me empezó a enumerar a su extensa familia. Bajé del coche con la preocupación de no tener claro con quien casaríamos a su sobrina solterona, de ya treinta y siete años, Marianita.

México se cuenta mal como periodista porque nunca te cabe en el título ni en el subtítulo que hasta el fallecido te dio amablemente los buenos días. Hay un señor debajo de mi casa, Marcelino, que se hace dos horas de transporte cada día para venir a la lavar con un trapo los coches aparcados en la calle. Me saluda cada vez que me ve con más entusiasmo que mi familia y amigos cuando regreso cada doce meses a España.

Cuando un mexicano te invita a comer o cenar en su casa es obligado dos días antes estar en ayunas

Hay países que no merecen su gente. México es uno de ellos. Un mal país poblado por un montón de gente buena. El mexicano te abre la puerta de su casa con generosidad. No pretende que te parezca lustrosa, pretende que te parezca tuya o se ofende. Aprendí rápido que cuando un mexicano te invita a comer o cenar en su casa es obligado dos días antes estar en ayunas.

Trabajan, trabajan como he visto pocos pueblos. Siempre ves gente subida a un andamio, haciendo comida en la calle o vendiendo cosas inservibles a todas horas. La necesidad hecha virtud. En un país superpoblado donde las clases sociales se establecen creyendo los ricos que son generosos porque en vez de dar un sueldo digno a sus trabajadores les ofrecen una generosa propina, la competición es no dejarse vencer, no por los demás, por la vida.

Un mexicano de las «clases medias y bajas» trabaja 20 horas como mesero, conductor de un Uber y ayudando a un cuñado que se dedica a chambear por las casas arreglando arreglos de otros. Duerme en el trabajo cuando le dejan y come cada vez que recuerda que debe tener hambre. No hay problema, la densidad de puestos de comida callejera que emergen hasta de la cajuela de un coche de la que un matrimonio saca una olla que serviría de alberca olímpica, es proporcional al hambre de un pueblo que se alimenta por decreto cada dos horas. En ocasiones llegué a preguntarme si el apetito no será el gesto «identitario» de los mexicanos por encima de los mariachis, el tequila y su tristeza por las derrotas de la selección de fútbol.

Llegué a preguntarme si el apetito no será el gesto «identitario» de los mexicanos por encima de los mariachis, el tequila y su tristeza por las derrotas de la selección de fútbol

Y en medio de ese sistema social de difícil equilibrio sale el surrealismo e imaginación mexicana que tiene la facultad de ser transversal a Diego Rivera, Iñárritu, y el sistema de prisiones por el que se les escapa el narco más peligroso del país por un túnel que parece conectaba su celda con las pirámides de Teotihuacán. Aquí un padre anuncia en redes sociales que va a festejar los 15 años de su hija matando un chivo y se presentan 3.000 personas al banquete en el que acabaron teniendo que acudir sanitarios y policía para evitar desórdenes.

Descubrí también las cosas que No me gustaban. En ese No me delaté ya como español; aquí esa frase se dice como las cosas que me gustaban menos. El No es un tabú, una palabra prohibida que agrede. Si uno va al restaurante y pide una botella de vino y no la tienen, el camarero regresa y te dice», le voy a quedar mal y se la voy a dejar a deber». No es que no la tenga, es que la tendrá pero no ahora, y el malentendido se soluciona devolviéndote la carta y evitando todos el mal trago de tener que escuchar la palabra No. He llegado a tener al teléfono en una semana varias veces a alguien de comunicación que me juraba que la respuesta a mi solicitud me la mandaba al colgar. Nunca llegó, casi nunca llegaban, y uno aprende a convivir en una frontera frágil con una regla que hay que entender para no volverse loco: todo lo que no es un sí es un no.

Y sí, hay otras cosas que me gustaron menos (¿ven como todo se pega?), pero son livianas en mi balanza de quereres y rechazos. ¿Cómo no divertirte en un país que le inventó a Disney una película para niños que versa sobre la muerte? ¿Cómo no querer descifrar un país que tiene volcanes de nombre impronunciable que son amantes? ¿Cómo no sorprenderte de un pueblo que paga a los músicos ambulantes para que alegren sus comidas picantes porque les gusta llorar y reír a la vez? ¿Cómo no admirar un lugar que cuando tiemblan sus entrañas ves más manos que escombros?

¿Cómo no divertirte en un país que le inventó a Disney una película para niños que versa sobre la muerte?

Echaré de menos también las explicaciones de los guías de las zonas monumentales. Son geniales. En mi primera visita a Calakmul nuestro guía se fue viniendo arriba en una caminata en la selva a las cinco de la mañana y acabó confesándonos que en su propio rancho había jaguares, fantasmas y, en su sótano, él había encontrado dos estatuas mayas. Al pedirle referencias fotográficas, nos enseñó una foto de la cerca de su rancho y levantó rápido el puesto de vigilancia junto a una charca, donde intentábamos ver un felino, con una frase confusa tras no haber parado de hablar nunca: «Los jaguares no se acercan si oyen ruidos».

México dejará de ser mi casa el lunes, y desde ese momento recordaré cuando entrevisté a Fernando del Paso y me dijo que los mexicanos no rompen el cordón umbilical y que por eso cuando se van fuera les duele más, porque tira. Cuenten humildemente con un cordón umbilical más danzando por el mundo. Ya tira y aún no me he ido.

 

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