El sortilegio uruguayo del tiempo

Los que no somos de aquí quedamos algo hechizados con esos uruguayos. No tanto por su capacidad de ir corriendo de un trabajo a otro o de saber tejer, hacer tortas, arreglar motores o bailar, sino por su valor de llevar al primer plano todo lo que suene a entraña, desorden, caos o vacío que tanto atemoriza al mundo occidental.

Llegué a Uruguay un día de sol. Venía a vivir a este país armada de consignas peculiares y algo folklóricas, con un trasfondo un poco adormecedor para alguien que procede del viejo continente, donde  parece que todo está pasando al mismo tiempo y que las vanguardias y las rupturas culturales proliferan a toda velocidad.

Me habían hablado de las vacas, de los alfajores, del mate, me habían dicho que el paisito era apacible y tranquilo, que si Montevideo bueno, che, no es gran cosa pero tenés enfrente Buenos Aires. Parecía que había buen teatro, una oferta cultural digna, “no es Europa”, me habían explicado” pero “tiene algo, respira”…. y había quedado imbuida de una mezcla de adormecimiento y expectación.

Luego me habían contado de los uruguayos, quienes los conocen y quienes lo son, porque a pesar  de algunas inseguridades que abanderan, o precisamente por eso, ellos hablan mucho de ellos mismos… y me habían explicado que eran tipos apacibles, de costumbres inquebrantables, de poca inquietud y mucha parsimonia, de poca sorpresa y gran generosidad, de una cierta locura que emerge a veces, centelleante, y que vuelve a esconderse a gran velocidad.

Una cierta locura que emerge a veces, centelleante, y que vuelve a esconderse a gran velocidad

Llegados a este punto, cuando casi estaba próxima al bostezo, sentí, intermitente, un destello a la altura de la sien. Algo misterioso había empezado a germinar ya en mi organismo cuando aterricé en Carrasco, cuando vi aquella luz blanquiazulada por primera vez, cuando, después de los primeros días de jetlag y letargo, empecé a mezclarme con la nueva cultura charrúa armada de occidente y de sensatez.

No pude blandir aquellas armas mucho tiempo. Pronto entendí, sin pasar por el raciocinio, que se abrían, insolentes, dos opciones ante mis ojos: a) tratar de meter a Uruguay y a los uruguayos en mi modelo estructurado, o b) dejarme llevar con los poros y las corolas abiertos por la nueva cara B.

La primera no sirvió de nada, apenas para ralentizar, como en un sueño dulce, la explosión de la segunda posibilidad que me abrió el paso a hábitos y habitantes de una sorprendente naturaleza multifuncional que inspiran cuentos, delirios, noches de martes, cervezas, guitarras y puertas, noches de jueves, jazz, asados y ron, y que te arrastran, si te quedas quieto, a los ritmos reservados de una vieja habitación.

Borges decía: “Montevideo está cifrada” y, como pasa con los maestros, en una frase compacta condensó una enciclopedia de lucidez.

 El país de las maravillas

El acceso a la civilización de las posibilidades fue sucediendo poco a poco y fue gracias a los uruguayos que, en una sola vida, ejercían fácilmente cinco vidas o seis. En España por lo general el camino vital lo dicta una sucesión de estudios y diplomas que van encarrilando – secundados por coherencias laborales más o menos audaces – una existencia imaginable, ordenada, lineal que abre posibilidades espléndidas a un encasillamiento histórico.

La crisis permitió que circulara un poco el aire por estos caminos predibujados pero, en líneas generales, la Europa que yo conozco esta bosquejada con trazos rectos, planos poco inclinados, y multitud de vectores y flechas.

En líneas generales, la Europa que yo conozco esta bosquejada con trazos rectos, planos poco inclinados, y multitud de vectores y flechas.

En Uruguay no. En Uruguay enseguida vi con admiración y desconcierto que la gente trenza sus vidas sumando dimensiones de otro nivel, viviendo varias existencias que se van mezclando como colores líquidos. La primera que esgrimen, con un orgullo digno, suele ser mayormente artística y, por lo general, diferente a la que proporciona el sustento diario.

El primero fue Marcelo que, una mañana de invierno, con sus ráfagas de viento, lluvias horizontales y barro hasta el tuétano de los pies, cuando entré en la cafetería que regentaba a quejarme y pedir un capuccino me grito “al mal tiempo buena cara” y soltó la escoba para darme un abrazo y hablarme un rato de él.

Era la primera clienta del día, Montevideo entera dormía bajo el vendaval. Hacía apenas unas semanas que vivía esa ciudad y me resultaba ventosa, incómoda y remendada. Marcelo me contó, calmando mis nervios a base de naturalidad y cafeína, que trabajaba en esa cafetería para ganar algo de plata pero que, en realidad, era actor de teatro, tenía una peluquería clandestina en su casa, decoraba viviendas, hacía ropa y montaba unas carpas copadas en Cabo Polonio. Me maravilló su elocuencia, sus ojos marrones y su forma de barrer. Me cautivaron la peluquería clandestina, la buena cara al mal tiempo y, aunque se me quemaron la lengua y las manos, me supieron a gloria esos litros de café.

Me maravilló su elocuencia, sus ojos marrones y su forma de barrer

Salí a por el autobús llena de vida y ganas de cantar melodías y llegué al trabajo pletórica, mojada y convencida de haber encontrado el personaje ideal de una novela. Me sentía tan dichosa por haber dado con la amatista secreta que, no solo me corté el pelo varias veces en su peluquería al ritmo de una cumbia bailonga y de unos vasos de grapamiel, sino que me hice aficionada a esa cafetería donde cada mañana me quemaba la lengua con los sorbos de café.

Sin embargo, no había ido aun a la primera representación teatral de mi amigo cuando ya había conocido a varios Marcelos más: Laura era bailarina, madre, terapeuta, biodecodificadora, profesora de shiatsu y actriz. Marina trabajaba en la intendencia a tiempo completo, tenía un taller de dibujo, pintaba, esculpía, organizaba cursos de desarrollo personal y gestionaba los designios de un tarot dibujado por ella misma con el que sanaban habitantes de todo el litoral. Fran era camarero, estudiaba sociología, tocaba la guitarra eléctrica y, sobre todo, arrasaba en las competiciones de rap. Blanca era psicóloga, costurera, profesora de yoga y ensayista. Sebastián construía hornos de barro y era cocinero, educador infantil, dibujante, conocía los secretos más recónditos de varios hongos alucinógenos y se sabía de memoria la vida de Bernini.

 Abracadabra oriental

 La lista de combinaciones era interminable y los modos de vida – y esto sí que marcaba una diferencia capital con Occidente – también. La exhibición de los certificados y diplomas podía no llegar hasta el cuarto mes de amistad, o nunca, y el abanico de existencias posibles era tan rico y tan variado que uno naturalizaba que la elaboración de pulseras andinas conviviera alegremente con la carrera de contador.

En los meses que siguieron, y hasta hoy, he seguido conociendo gente que de primera mano es poeta, cantante, rastreador de cafetales o escritor, aunque luego se ganen la vida en un museo, una empresa de calefones o una oficina de patentes.

Gente que de primera mano es poeta, cantante, rastreador de cafetales o escritor, aunque luego se ganen la vida en un museo, una empresa de calefones o una oficina de patentes

Hoy, dos años después de aquel aterrizaje en Carrasco, estoy convencida de que esa la diferencia central y la virtud del uruguayo: que las fronteras de sus ocupaciones son difusas. Que más allá de las altas clases, cuyos integrantes avanzan en sus moldes de escayola, y de los pobres escondidos, que no tienen ni espacio mental para crear, se desparrama una extensión enorme de hierba sin cortar.

En el viejo continente es raro salirse del patrón, y la existencia de “opciones alternativas” está incluida en otro tipo de estructura. Uno puede, efectivamente, ser peluquero y tomar hongos alucinógenos, pero es muy probable que luego regrese a su casa de siempre y que su perspectiva de futuro pase por asegurarse la aceptación, una supervivencia cómoda y una locura que cree liberada pero que obedece, dócil, a un encorsetamiento aceptado.

En España los dolores se cantan, se teatralizan, se beben o se convierten en obras de arte efímeras, pero casi siempre se deshacen cuando el lunes suena el despertador.

Entretanto, el uruguayo, que es dolorosamente auténtico, deambula de una ocupación a otra, de una disciplina a otra, y de vez en cuando se permite gritar. Lo suele hacer de forma impredecible y en voz baja, lo hace como las tormentas limpian el aire y los bancos de peces remueven el mar. Ejecuta un grito manso y profundo que nada tiene que ver con ese alarido continuado mediterráneo que suele ser más estridente y superficial.

Ejecuta e integra en su cotidiano algo que vive con el pecho al aire y que empata con su anarquía y su autenticidad.

Pienso que, en definitiva, los que no somos de aquí quedamos algo hechizados con esos uruguayos. No tanto por su capacidad de ir corriendo de un trabajo a otro o de saber tejer, hacer tortas, arreglar motores o bailar, sino por su valor de llevar al primer plano todo lo que suene a entraña, desorden, caos o vacío que tanto atemoriza al mundo occidental.

Notificar nuevos comentarios
Notificar
guest

3 Comentarios
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
Tu cesta0
Aún no agregaste productos.
Seguir navegando
0
Ir al contenido