Sera: entierros «celestiales» y el niño-lama español

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El monje señala un peñasco por encima de 4.000 metros, al este del monasterio de Sera, donde se adivina una rústica casa de piedra. Los tibetanos, cuenta, cargan con sus muertos al alba hasta riscos solitarios como éste para despedazarlos a hachazos. Los buitres y los cuervos hacen el resto. En el país de las nieves no hay cementerios.

Necesidad obliga. La mayoría de los budistas prefiere la cremación, pero ¿de dónde sacar la leña para tanta incineración? A estas alturas, los materiales de combustión escasean (el más utilizado es el excremento de yak) y el terreno, duro y rocoso, desaconseja las tumbas tradicionales. Sólo los cadáveres de los lamas de mayor renombre se consumen en una hoguera (años atrás en una caldera de mantequilla). La solución para la mayoría de los tibetanos, desde tiempos inmemoriales, son estos entierros “celestiales”. Los huesos se llevan a un lama para que los triture y sirven para alimentar a las aves o, mezclados con tierra, para construir pequeños “chorten” (altares de oración). Para los mendigos, ni eso: sus despojos se arrojan al agua en ríos y lagos para que los peces se den un festín.

El monasterio de Sera está sólo a cinco kilómetros al norte de Lhasa. Como ocurre con todos los grandes centros espirituales del budismo tibetano, ha pagado muy caro los desmanes de la Revolución Cultural china. De los 5.000 monjes que antaño lo habitaban ahora apenas quedan unos pocos centenares. Su antiguo esplendor se ha diluido, pese a las notables tareas de reconstrucción, y condenado a vivir de las limosnas de peregrinos y turistas, se ha visto abocado a abrir las puertas de su intimidad espiritual para que los visitantes se dejen unos cuantos yuanes. Más adelante lo contaré con detalle.

Allí, sobre el tejado, Tenzing nos cuenta que su padre también fue abandonado a las aves carroñeras y a las fieras salvajes en esos mismos peñascos hace ahora seis años. Mientras un monje meritorio, apenas un adolescente, se resiste a que le haga una foto, el Potala emerge arrogante del verdor del valle de Kyi-chu. Las vistas de las imponentes colinas que rodean Lhasa insuflan paz. No es mal sitio éste, desde luego, para despedirse de tus muertos.

Los turistas, cámaras en prevengan, estratégicamente repartidos entre las decenas de monjes a punto de comenzar su “ceremonia de la discusión”

Pero esta escuela monástica está ligada, de alguna forma, a España. A Thubten Yeshe, uno de sus monjes más ilustres -que puso pies en polvorosa tras la invasión china- le dio por reencarnarse en Osel, un niño granadino. Lama Yeshe había estado en España en los años 70 y había impulsado la creación de un monasterio busdista en el pueblo de Bubión, en las Alpujarras, que inauguraría el mismísimo Dalai Lama. Fallecido en 1984, su reencarnación granadina fue trasladado a un monasterio del sur de la India para cumplir con su destino. Pero harto de esa inmersión en el Medioevo, Osel huyó nada más cumplir 18 años y ahora vive en España y se declara agnóstico.

¿Cuántos Osel hay entre los muchachos de túnicas carmesí con los que me cruzo en las intrincadas callejuelas de Sera? La ceremonia está preparada. Los turistas, cámaras en prevengan, estratégicamente repartidos entre las decenas de monjes a punto de comenzar su “ceremonia de la discusión”. Es otro de los peajes que hay que pagar para sobrevivir. Se reunen en pequeños círculos sobre la tierra desnuda. Uno de ellos, de pie, plantea una pregunta doctrinal que cierra con un sonoro chasquido de sus manos, conminando a uno de los monjes que permanece sentado a desvelar en voz alta la respuesta. Y así una y otra vez, para solaz de los turistas que intentan captar esa fotografía diferente que adorne el salón de su casa. Es el eterno aprendizaje a través de la repetición, pero en este caso agilizado para agudizar la rapidez mental. El espectáculo, porque eso es a ojos del profano, es digno de ver, con los diferentes monjes dando palmadas no exentas de agresividad, sus túnicas al viento, mientras los jóvenes meritorios intentan dar con la respuesta correcta, que celebran alborozados. Son escenas de otro tiempo, visiones de una espiritualidad que languidece, envilecida ahora por el poder de los yuanes que ayudan a sobrevivir.

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