Texto y fotos: Gerardo Bartolomé
Estábamos en la popa del barco, con nuestros chalecos salvavidas y muy abrigados, listos para embarcarnos en las lanchas. “Nosotros los seguimos a ustedes, queremos sacarnos la foto de los indiecitos.” nos dijo sonriendo la señora chilena. “¡Que presión!” pensé yo.
Esa semana yo estaba dando charlas a bordo del crucero Australis mientras navegábamos los canales de Tierra del Fuego. En una había mencionado la historia de Caleta Wulaia, la gente había prestado mucha atención. Yo conocía bien la historia porque la había novelado en mi libro “La traición de Darwin”, pero era mi primera vez allí. No estaba seguro de poder encontrar el lugar de ese grabado de 176 años de antigüedad que mis seguidores querían fotografiar.
Cuando el capitán Fitz Roy comandó el Beagle en su primer viaje expedicionario regresó a Londres con tres jóvenes indios fueguinos. Les enseñó inglés, los educó, los catequizó y hasta los presentó al Rey y la Reina de Inglaterra. Su proyecto era que ellos fueran la base de una colonia que llevara la civilización europea a los indios fueguinos. Su objetivo era civilizar las tribus porque, según él, esa era la única posibilidad de que pudieran sobrevivir la ola colonizadora que inevitablemente barrería las culturas aborígenes.
El lugar elegido por el Capitán para fundar la colonia era… “¡Bienvenidos a Wulaia!” dijo el marinero cuando la lancha tocó tierra. Enseguida nos organizamos en grupos para hacer las caminatas planeadas. Me sumé al grupo que enfilaba hacia las alturas, desde allí tendría una vista general que me ayudaría a encontrar el lugar del grabado.
En 1834, durante el segundo viaje del Beagle, la tripulación inglesa con los tres indiecitos desembarcó en esa playa y sin perder un minuto comenzaron a construir las chozas de la colonia donde vivirían los fueguinos. La voz se corrió entre los aborígenes de la zona y la caleta se comenzó a poblar de indios yaganas que observaban pacíficamente la construcción. El capitán aprovechó un momento de descanso para dibujar la escena que yo perseguía, tres indios frente a un arroyo, más atrás los marineros trabajando febrilmente y el fondo dominado por un cerro de forma peculiar.
Después de cuarenta minutos llegamos a una altura desde la que se veía toda la playa de Wulaia. Algo al norte se veía un arroyo. Hacia el sur el Monte King Scot y una cordillera nevada dominaban el horizonte. Miré mi copia del grabado antiguo y sonreí, ya estaba casi seguro de cual era el lugar que buscaba. Sin duda el King Scot era el cerro que aparecía al fondo del dibujo del capitán. Descansamos disfrutando de un paisaje deslumbrante y, al cabo de unos quince minutos, comenzamos la bajada. La señora chilena y otros turistas me seguían, querían sacarse la foto prometida.
Una vez terminadas las chozas Fitz Roy se marchó dejando a “sus” indios. Volvió un año más tarde pero nada quedaba de la colonia. Una canoa trajo a uno de los indiecitos, Jemmy Button, quién le contó que apenas se fueron los ingleses los indios yaganas los saquearon violentamente. ¡Hasta se llevaron el juego de porcelana que habían enviado los reyes! Jemmy, de la etnia Yagana se volvió a reunir con su tribu. Los otros dos, York Minster y Fuegian Basket, eran de la etnia alacaluf, no tenían posibilidades de sobrevivir allí, huyeron en canoa al territorio de su gente. La tripulación del Beagle organizó una emotiva comida de despedida en honor a Jemmy.
Bajamos rápido. En la playa nos esperaban con chocolate caliente reforzado con un chorrito de whisky. Con mis entusiastas seguidores caminamos unos trescientos metros hacia el lugar que yo estimaba era el lugar elegido por Fitz Roy para su dibujo. Cruzamos el arroyito llamado “Matanza” y con el grabado en mano empezamos a buscar. Caminé un poco hacia el norte… un poco hacia el sur… ese árbol… esas piedras… Ya estábamos… “¡Este es el lugar!” exclamó entusiasmada la señora chilena. Cada uno del grupo se sacó una foto en la misma pose de los indiecitos del grabado. Todos estaban contentos.
Fitz Roy no volvió a pasar Wulaia, siguió hacia a Inglaterra donde tuvo una vida llena de vicisitudes. Nunca más vio a Jemmy, sin embargo supo de él por otros navegantes. El yagana que hablaba inglés vivió por lo menos treinta años más.
“¿Cómo siguió la historia?” me preguntó, cuando volvíamos en lancha, un mejicano totalmente atrapado por el relato. Ya en el barco, con el grupo nos sentamos en el bar del Australis mirando el monte King Scot. Me pedí un pisco sour y terminé de contar la historia.
Después de Fitz Roy clérigos ingleses de las Islas Malvinas siguieron con la idea de educar, o más bien catequizar, a los indios yaganas. Fundaron otra colonia en Wulaia que terminó en muchos ingleses muertos; por eso el nombre del arroyito: “Matanza”. Jemmy fue acusado de liderar a los indios en esa rebelión.
A pesar de varios fracasos más, un cura de Malvinas, Thomas Bridges, fundó otra colonia en la cercana bahía de Ushuaia. Esta sí prosperó. Los tiempos habían cambiado, los colonos blancos avanzaban en la zona sin miramientos y los indios no tenían más remedio que refugiarse en la pequeña colonia. Con el tiempo Bridges, por un acuerdo con el Gobierno Argentino, tuvo que dejar Ushuaia y trasladar su colonia a unos cincuenta kilómetros al oeste. El Gobierno Argentino tenía otros planes para esa bahía. Así fue que tras casi cincuenta años la colonia del Capitán Fitz Roy, mudada y transformada, se convirtió en la ciudad de Ushuaia.
“¿Se puede visitar la colonia de Bridges?” preguntó el mexicano, muy interesado. “Claro. Es la estancia Harberton.”
“¿Qué más nos puedes contar de Bridges?” dijo mientras pedía otro pisco sour.
Pero… la historia de Bridges merece otro post.
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Gerardo Bartolomé es viajero y escritor. Para conocer más de él y su trabajo ingrese a www.GerardoBartolome.com