“Cuando Madiba habla nosotros escuchamos”

Una tonadilla cantada en zulú por cientos de personas que suena a lamento, a victoria en la derrota, a una Sudáfrica demasiado acostumbrada a perder ganando. La calle es un hervir de gente. Cientos de personas que miran, bailan, cantan, fotografían, rezan, callan.

“Cuando Madiba habla nosotros escuchamos”… Una tonadilla cantada en zulú por cientos de personas que suena a lamento, a victoria en la derrota, a una Sudáfrica demasiado acostumbrada a perder ganando. La calle es un hervir de gente. Cientos de personas que miran, bailan, cantan, fotografían, rezan, callan. Y allí, tras la ventana de alguna de las habitaciones del Medi-Clinic de Pretoria sigue tumbado Nelson Mandela. Ya vivo, ya muerto, ya eterno. Él no escucha, no oye, él sólo es el padre de todo eso. Tan eternamente cerca como cercanamente lejos.

Sudáfrica parece tan contenida como siempre. Su ídolo se tambalea en la que parece es su última batalla y las calles sangran por las mismas heridas que hacen este lugar tan diferente. Nadie puede presumir de perdonar tanto como este país para seguir existiendo. Al rededor del hospital donde está ingresado Madiba el ruido huele a folclore y a tristeza. Esta tarde se han acercado hasta aquí decenas de jóvenes del partido gubernamental, CNA, para rendir tributo a su creador. Fue Mandela el que cuando todos ellos no habían nacido presidió la poderosa antaño Liga Juvenil del CNA.

Su ídolo se tambalea en la que parece es su última batalla y las calles sangran por las mismas heridas que hacen este lugar tan diferente

En sus camisetas se transmite la política como no puede ser de otro modo en el mayor animal político de las últimas décadas. Sus prendas amarrillas les delatan. Son los descendientes del hombre inmortal. Lucen con orgullo sus insignias. “Venimos cada tarde desde que está ingresado”, dice un matrimonio disfrazado de partido político cuyo padre sujeta de la mano a su hijo de no más de diez años que porta orgulloso una de las gorras “guerrilleras” del partido. En las espaldas de todos estos jóvenes que cantan hasta intentar partir el tiempo hay mensajes que hablan de libertad, educación, progreso. Algunas, incluso, llevan la foto del actual presidente Jacob Zuma. Mandela es el CNA, aunque quizá hace tiempo que el CNA no sea Mandela.

No muy lejos de allí tres estudiantes nigerianos se hacen fotos con los pocos blancos que hay en las inmediaciones del centro sanitario, la mayor parte resignados trabajadores de guardia de la troupe de periodistas. “Es el más grande”, dicen de foto en foto. Detrás, casi imperceptible, está John, un joven sudafricano blanco que ha traído a un grupo de críos a rendir tributo. “Querían venir”, me dice con una tierna sonrisa. Son cinco niños con problemas físicos, uno de ellos blanco, que acaba de depositar una flor en el improvisado altar que ha construido la gente junto a la valla del hospital.

Nadie quiere pensar en el fin, pero en cada conversación intuyes que todo el mundo sabe que el fin está cerca.

En el muro, los mensajes se acumulan antes de que hubiera llegado la hora de la vigilia nocturna en la que se encienden velas. La pared del hospital es un collage de cartas, fotos, dedicatorias y homenajes. De Venezuela, Tanzania o Japón se leen algunos textos. Hay flores por el suelo. Todos hacen fotos y fotos en sus teléfonos. Videos del recuerdo del momento histórico. Un enorme cuadro con la cara de Madiba sirve de telón de fondo de demasiadas cámaras. Un joven sudafricano lleva con orgullo la bandera de su país pintada sobre un cartón en el que la gente escribe mensajes de cariño para el viejo líder. Tata, como también se conoce a Mandela, es el final o principio de muchos de esos mensajes.

¿Y detrás? Detrás Mandela invisible para todos. Para las cámaras de televisión que por decenas se agolpan en torno a esta mole inerte de cemento. Los hay por las azoteas, en balcones y colocados en fila frente a la puerta de un parking del que se espera salga él, vivo o muerto. Los periodistas han copado todo, hasta conseguir que una de las nietas los llame “buitres”. Demasiada presión para la familia de un icono que se despide de un anciano. Nadie quiere pensar en el fin, pero en cada conversación intuyes que todo el mundo sabe que el fin está cerca.

Detrás siguen las canciones y cánticos zulús. Las viejas marchas que recuerdan a los tiempos de la lucha por la libertad. Cae la noche, el silencio se acerca poco a poco y entonces percibes que nada se detiene. El tráfico es tan endiablado como siempre en nuestro camino de vuelta al hotel. Pretoria y Johannesburgo conservan su aire de ciudades sin alma en las que pareciera que siempre está cerca de descargar una tormenta de polvo.

Hace frío. Mañana quizá haya muerto Mandela. ¿Y entonces? ¿Qué harán todos cuando se haya ido?

Llegamos por fin ya de noche a nuestro hotel,  el único hotel de Soweto con cuatro estrellas enclavado en medio de la más absoluta miseria. Todo el alojamiento es un homenaje a Mandela, a la libertad, a la lucha que desde las entrañas de este barrio acabó con el apartheid. En cada habitación hay un cuadro de Madiba sobre la cama. Desde mi ventana del conflictivo barrio de Kliptown se escucha el silencio sólo roto por algunas sirenas de Policía que vienen y van. Se escucha el tren y se ven algunas hogueras. Hace frío. Mañana quizá haya muerto Mandela. ¿Y entonces? ¿Qué harán todos cuando se haya ido? Entonces cantarán, bailarán y llorarán la muerte de su padre a mandíbula batiente. Lo harán como él les enseñó a hacerlo. “Cuando Madiba habla nosotros escuchamos”.

Esta crónica ha sido publicada hoy en la sección de papel del periódico El Mundo

 
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