De Cuernavaca a Sevilla: el rastro de Hernán Cortés

Por: Ricardo Coarasa (fotos Reo)
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En Cuernavaca huele a flor y a primavera y sus calles del centro histórico parecen dibujadas a pincel. Es una ciudad por la que duele pasar deprisa, uno de esos lugares en los que cualquier viajero querría detenerse un tiempo, si el tiempo nos perteneciese. En Cuernavaca te das cuenta que, como decía Cela, la libertad es un espejismo al que, no obstante, no debemos renunciar. Hernán Cortés sabía lo que se hacía cuando levantó aquí su residencia, el descanso del guerrero, otro espejismo al fin y al cabo, pues el conquistador de México sabía que era ya demasiado tarde para convertirse en un terrateniente sedentario.

Desde el DF, hemos llegado al estado de Morelos, donde coronamos, entre pinos y roca volcánica (en México hay cerca de 3.000 volcanes, aunque sólo 14 en actividad) un puerto de 3.100 metros de altura por la carretera que lleva a Cuernavaca y que luego enlaza con la «autopista del sol» a Acapulco.

Hernán Cortés sabía lo que se hacía cuando levantó aquí su residencia, el descanso del guerrero, otro espejismo al fin y al cabo

Sobre el portón de la fachada, la catedral luce una carabela con dos huesos cruzados, la clásica insignia de los piratas, la presumible impronta de la noche en que los judíos crucificaron a Jesús en el Gólgota. Ya dentro del templo, sorprenden los murales que escenifican la baldía labor evangelizadora de los misioneros católicos en Japón. Entre ellos se encuentra Felipe Jesús, el único mexicano santificado hasta que Juan Pablo II elevó a los altares al indígena Juan Diego. Todos los intrépidos misioneros terminaron sus días crucificados en el Cipango, y así nos los muestran estos murales, lamentablemente conservados sólo en parte.

Pese a la llegada de los españoles y a los bautismos, los indígenas no renunciaron a dejar el marchamo de sus ídolos en las piedras con las que se construyó la catedral. Así, en algunas columnas hay motivos ornamentales que recuerdan al temible Huitzilipochtli o a Quetzalcoatl, ancestrales dioses aztecas. Incluso, algunos escondían en las columnas figuras de las viejas divinidades que luego adoraban con devoción ante la complaciente mirada de los sacerdotes católicos, muy lejos de adivinar la identidad del verdadero destinatario de las plegarias. Pero lo mejor de la catedral está fuera: la capilla de indios es una de las más hermosas y singulares de todo México y, posiblemente, una de las más amplias. Desde aquí seguían las ceremonias religiosas los nuevos conversos.

Algunos indígneas escondían en las columnas de la catedral figuras de las viejas divinidades que luego adoraban con devoción ante la complaciente mirada de los sacerdotes católico

No puedo irme de Cuernavaca sin acercarme al Palacio de Cortés, que se comenzó a construir en 1531, pese al escaso entusiasmo que despierta mi curiosidad histórica en Esther, nuestra guía. para quien “pese a lo que se cree la gente, Cortés siempre andaba viajando y sólo lo habitó un mes”. Pero los libros de historia se empeñan en llevarle la contraria. Cortés se trasladó a vivir a Cuernavaca a finales de 1530, cuando comenzó a construirse el palacio. Allí tuvo su hogar hasta diciembre de 1539, fecha de su segundo regreso a España. El historiador mexicano Juan Miralles calcula que, al margen de sus prolongadas ausencias de Cuernavaca, Cortés vivió en el palacio-fortaleza entre cuatro y cinco años. Con él estaba su madre, que murió en Texcoco, y su segunda esposa, doña Juana de Zúñiga, que pasó en esta casa palaciega casi 19 años, distanciada de su ilustre y evasivo marido primero (sólo se acordó de ella en su testamento para consignar que se le devolviese el importe de la dote matrimonial) y como viuda del marqués del Valle, acosada ya por las deudas y los enemigos de su marido.

Nos encaminamos a pie hacia allí. En Cuernavaca tampoco hay una sola estatua de Cortés, aunque sí, y bien grandes, de Morelos y Juárez. Hace un sol radiante y los puestos ambulantes de rosas (la docena se vende a diez pesos) que se cultivan aquí esparcen su aroma por las calles del centro. El Palacio de Cortés, una formidable fortaleza que impone con sus muros un tiempo de pasadas grandezas, guarda en su interior un museo que no podemos visitar, y bien que lo lamento, por falta de tiempo. La luminosidad sin fin, la temperatura agradable y las vastas extensiones de terreno cultivable me ratifican en la idea de que el conquistador extremeño no tenía un pelo de tonto.

La luminosidad sin fin, la temperatura agradable y las vastas extensiones de terreno cultivable me ratifican en la idea de que el conquistador extremeño no tenía un pelo de tonto

Cuatro de los seis hijos que tuvo Cortés con Juana de Zúñiga nacieron aquí. Los restos de la segunda esposa del conquistador descansan, junto a los de su hija Catalina, entre los muros del convento de Madre de Dios de la Piedad, en el sevillano barrio de Santa Cruz. Hasta allí me guió la casualidad, unos meses después de regresar de México, el Domingo de Resurrección de 2003, cuando deambulando de buena mañana por el dédalo de aromáticas callejuelas características de este singular enclave hispalense, me sorprendí leyendo una inscripción, situada a la derecha de la puerta principal del convento fundado por Isabel la Católica en 1496, que daba cuenta de la última morada de la sobrina del duque de Béjar. «Es panteón de Doña Juana Zúñiga y Dª Catalina Cortés, viuda e hija de Hernán Cortés», testimoniaba la leyenda con frialdad administrativa.
Las puertas del templo estaban cerradas, pero la casualidad quiso que un camión de reparto acudiese al convento a proveer a las monjas de clausura, lo que me permitió hablar con una de ellas, interesándome por los sepulcros. A las doce se celebraba misa en el templo y entonces podría satisfacer mi curiosidad, aunque la hermana me avisó de que los panteones eran muy humildes.

Los restos de Juana de Zúñiga, segunda esposa de Cortés, descansan junto a los de su hija Catalina entre los muros del convento de Madre de Dios de la Piedad, en el sevillano barrio de Santa Cruz

Regresamos quince minutos antes de que comenzara la misa. A ambos lados del altar mayor, casi escondidas a ojos del profano, dos hornacinas encaladas acogen, efectivamente, sendas estatuas yacentes de mármol de la viuda y de una de las hijas del conquistador de México. Sobre sus restos, dos ángeles suspensos, antorcha en mano, custodian los ilustres despojos. Las hermanas dominicas, once en total, salen de sus celdas y se sitúan en unos bancos a los lados del altar. Tres de ellas son keniatas y alegran la ceremonia con cánticos africanos, supongo que en swahili, acompañados por instrumentos de su lejana tierra, acercándonos la luminosidad y los rumores del Indico. Las religiosas superan en número a los fieles, que no pasamos de ocho. Sevilla duerme una semana de procesiones y los turistas prefieren a estas horas los Reales Alcázares o la Maestranza. A nuestros pies yacen los restos de ilustres antepasados, entre ellos los del primer oidor de la cercana Casa de la Contratación, muerto en 1587 a los 66 años, o los de alguna bisnieta del almirante Cristóbal Colón.

Terminada la ceremonia, nos acercamos a los sobrios panteones. Ninguna inscripción identifica a quién corresponde cada uno, por lo que he de dar por buena la presunción de quien lleva aquí encerrada unos cuantos años (“me parece que el de doña Juana es el de la izquierda”, me comenta una de las monjas), acostumbrada a que los restos de la viuda e hija de Cortés acompañen sus jubilosos cánticos ante la indiferencia de los turistas, que pasan de largo por la puerta del imponente edificio del siglo XVII por desconocimiento o, quizá, porque la cultura no interesa si no está embotellada en un colorista folleto de viajes. Cuernavaca y Sevilla, dos ciudades que huelen a flor y a primavera y a las que no se puede venir sin reconciliarse antes con el tiempo.

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