A punto de cumplir dos meses en La Habana, empiezo a crear mis propias ideas de la vida social, de la extendida escasez material y de los diferentes nexos de las relaciones entre las personas. En definitiva, comprendo un poco más la realidad cubana. Sin embargo, como dije en la primer entrada (“viajar es un arte”), quería hacer una serie de reflexiones sobre la vida en un país subdesarrollado o en vías de desarrollo, como lo denomina el lenguaje más burocratizado. ¿Cómo comportarse? ¿Cómo actuar? ¿Cómo debemos de vivir sin airear nuestro tan integrado etnocentrismo?
La primera vez que debí de ser consciente de lo difícil que resulta actuar de buena fe y respetar, a la vez, una cultura diferente, debió de ser en la India. Aquí, en Cuba, no hay personas extenuadas o tiradas en mitad de la acera como en los países más pobres del mundo. No exageraría si digo que por las calles de La Habana se ve menos indigencia que por las calles de Madrid. Aquí habrá escasez, pero no miseria.
Por las calles de La Habana se ve menos indigencia que por las de Madrid. Aquí habrá escasez, pero no miseria
Aún así, el extranjero sigue siendo el foco de todas las miradas; un reclamo, en fin, con dinero al que poder sacarle algo. Hasta aquí, como en cualquier país con un mínimo de tradición turística, las cosas suceden igual. Pero a lo que quería referirme es a nuestra manera de actuar y de integrarnos sin pasar la línea del respeto por lo diferente.
El otro día bajé a comer pizza debajo de mi casa a un pequeño puesto. Allí, en la cola, había un chico y una chica adolescentes comiendo una cada uno. Cuando la acabaron, pidieron otra. Las pizzas no son caras, pero con los salarios cubanos, 10 pesos cada una pizza sí supone un gasto significativo. Me surgió una duda: “¿Les pago la pizza? A mí no me supone apenas nada y para ellos quizá sea un mundo. Y, quizá, les alegraría la tarde”.
¿Cómo puedo ayudar a los demás de manera directa, sin perderme en el laberíntico e incierto sistema de las ONG?
Este tipo de actitudes le vienen a uno a la cabeza siempre que trata de colarse en la piel de los demás. Ayudar a personas. Pero, ¿mostramos con estos comportamientos una especie de superioridad? ¿Cómo puedo ayudar a los demás de manera directa, sin perderme en el laberíntico e incierto sistema de las organizaciones que se dedican a ello?
Puede ser comprensible que las personas que se decidan a ayudar de cualquier manera desconfíen de ONG u otros organismos. Al fin y al cabo, éstas inciden a nivel macro cuando nosotros queremos ver que nuestro dinero tiene resultados inmediatos: una niña que come más, un niño que puede ir al colegio, un tejado nuevo, una bomba de agua… Y, en ocasiones, apoyar económicamente un proyecto puede resultar poco palpable en sus resultados, al menos a corto plazo.
Si damos dinero a los niños callejeros quizá estemos contribuyendo a que sus padres les envíen a realizar ese “trabajo” en lugar de ir a la escuela
En mi opinión, el enfrentamiento entre estas dos visiones es la que nos hace sacar la cartera en ocasiones: ver a dos adolescentes comer una pizza es gratificante. Pero creo que tenemos que trascender esa necesidad tan humana del placer inmediato. No hablo del caso de Cuba, donde, como decía, no existe la miseria que arrasa medio mundo, pero sí de otros países turísticos en los que ayudar a los demás puede resultar contraindicativo. Si, por ejemplo, damos dinero a los niños que merodean por la calle, quizá estemos contribuyendo a que sus padres les envíen a realizar ese “trabajo” en lugar de ir a la escuela. Además, ese dinero no irá directamente destinado para la criatura, sino para su hogar.
Hay quienes han apuntado a esa bondad como principal razón del auge de precios para el turista, pues en ocasiones se dan propinas exageradas ya que el precio del producto es escandalosamente barato. En realidad, lo que podría ser una buena intención, se convierte en una distorsión y el mismo producto podrá subir de precio ante estas repetidas acciones.
La bicicleta que he traído pienso regalársela a alguien que la necesite, y la almohada que me he comprado, y la guitarra…
Las buenas intenciones nunca son suficientes. En cierta ocasión, un hombre me confesó que quería enviar a África un cargamento de pan “para darle a la tierra” lo que ella le había dado a él. Él, propietario de una gran empresa, puedo asegurar que lo manifestaba sin ningún interés oculto (desgravar, darse publicidad, etc); simplemente, quería ayudar. Pero las consecuencias de ese acto tan admirablemente altruista, tan bienintencionado, pueden causar consecuencias no deseadas como arruinar a los productores de pan locales, distorsionar precios, crear un mercado clandestino con nuestros productos…
Actuar en otros sistemas sin integrarnos en él puede causar este tipo de contradicciones. En cooperación al desarrollo, las necesidades las identifican organizaciones locales después de hacer exhaustivos estudios. No defiendo con esto apoyar nada ni dejarlo de apoyar, sino hablar de casos reales que nos hagan pensar la manera de ayudar a los demás sin ponernos demasiado puristas (la bicicleta que he traído pienso regalársela a alguien que la necesite, y la almohada que me he comprado, y la guitarra). Solo que, a veces, desde nuestra inconsciente buena voluntad podemos alterar el curso de una sociedad diferente.
Hay quien desea pasar unas vacaciones diferentes y se propone “meterse en una ONG”. ¿A hacer qué?, me suelo preguntar
Hay quien desea pasar unas vacaciones diferentes y se propone “meterse en una ONG”. ¿A hacer qué?, me suelo preguntar. ¿Qué puedes aportar tú en un mes que no puedan aportar ellos? Es cierto que, en ocasiones, es necesario este personal cualificado (médicos o profesores) cuando en el país de destino carecen de una infraestructura, pero no hay que olvidar que las personas de países en vías de desarrollo saben hacer muchas más cosas en su entorno de las que podríamos enseñarles nosotros.
En fin, estas reflexiones sólo son un canto al respeto por lo diferente y a no entrometernos en el transcurso de las culturas. A veces, las buenas intenciones están muy reñidas con el respeto. Y nos vamos a casa sonriendo pensando que somos buenísimos ciudadanos.