Mi primer recuerdo como habitante de Nueva York tiene que ver con el ruido. Alquilamos un apartamento pequeño y viejo, en la calle 57 casi con la Primera Avenida, y me dormí a la una de la madrugada escuchando el tren, y me desperté a las 7.00 am con un martillo que reventaba un muro de la obra del edificio adyacente.
Me levanté temprano a hacer el desayuno. Encendí el hornillo de la cocina de gas e hice en la sartén unas tostadas. Me descuidé y se quemaron mucho. El humo invadió todo. Saltó la alarma antincendios. Sonaba una sirena como si el anuncio del fin del mundo partiera de aquella minúscula esfera quemada.
Resulta que nos advirtieron de que las ventanas no podían abrirse, porque instalaron sobre su base el aire acondicionado, y si abrías los vidrios se caía aquel aparato. No me quedó otra que abrir una pequeña puerta que daba a un balcón interior minúsculo, sucio y lleno de colillas. El ruido de los martillos se mezcló entonces con el estruendo de la alarma. Supuse por el nivel de decibelios que podrían venir a apagar el fuego los bomberos de Wyoming. El humo no se iba. Yo me impacientaba porque imaginaba a mis vecinos cargando sus escopetas. Decidí entonces que la solución era abrir la puerta del apartamento para que hubiera corriente. La hubo. Veinte segundos después saltó la alarma de la escalera. Ya nos escuchaban en San Diego. Nueva York iba ser ruidoso, entendí.

¿A qué suenan las ciudades? ¿Hay un sonido propio de cada lugar? Sin poesía, las urbes suenan principalmente al motor de sus vehículos. Pero luego afinas el oído, y algunas tienen un sonido propio que identificas siempre con ese espacio. En la agresiva Delhi es el claxon perenne de los coches. En la cordial Bangkok es la completa ausencia de su uso. En la primera no se permiten que nadie les moleste mientras conducen, en la segunda no se permiten molestar.
Ciudad de México suena a la alarma que anuncia terremotos y al anuncio de los tamales. En Tokio te sorprende el silencio de la calle frente al estruendo de los restaurantes. En Roma son las campanas que nunca escuchas y siempre oyes. En El Cairo, los «ladridos» de los agresivos vendedores ambulantes. San Francisco, al quejido de sus vagabundos yonquis. En Ciudad del Cabo retumba el silencio de la noche. Teherán resuena a sus mezquitas y Buenos Aires a sus goles porque ambos rezan a sus dioses. Madrid, al golpe de las cañas en las barras de los bares. La Habana es música alegre y Viena es música triste. Hanói suena a enjambre de motocicletas. Addis Abeba, en su montaña, a la “risa” de las hienas. Maputo, a las radios de los guardas de las casas por las noches. Managua, a niños alegres y pobres. Johannesburgo, a un funeral.…
Teherán resuena a sus mezquitas y Buenos Aires a sus goles porque ambos rezan a sus dioses
Y Nueva York suena a gritos.
NY tiene una garganta ronca. Son muchas voces y muchos acentos distintos hablando el mismo idioma. Son gritos. De todo tipo. Gritos sobre teléfonos móviles. Gritos de locos. Gritos de pena. Gritos de juerga. Gritos en los restaurantes. Gritos de las sirenas que rebotan contra los muros de los rascacielos y ensordecen la urbe. Gritos de cantantes. Gritos de admiración en las plateas. Gritos de placer. Y, especialmente, gritos de protesta.

Nueva York es la heredera de Babilonia. Aquí hay tantas gentes de tantos lugares diversos que todos los países celebran sus días nacionales en las calles. La mayoría de los porteros de nuestro edificio son albaneses; la señora de la óptica es cubana; mi fisioterapeuta, Cristina, es filipina; la que controlaba las pistas de tenis de Central Park era argentina; el tipo que vino a arreglar la nevera era ruso; el que me desactivó las alarmas antincendios que les conté al inicio se llamaba también Javier y era de Puerto Rico; nuestra agente inmobiliaria, Mirka, es de Eslovaquia; nuestro mejor amigo local, Shabbir, es indio. En el supermercado pago a cajeras mexicanas. Mi doctor es italiano. Los propietarios de la casa en la que vivo son de Bangladés.
Y ese es el alma de esta ciudad, los gritos en todos esos idiomas. Y todo eso está amenazado de dejar de existir ahora que algunos persiguen a los no angloparlantes, a los no blancos, a los no puros, sin reconocer que la Gran Manzana es lo que es porque supo integrar a todos sin necesidad de que nadie renunciara a nada. Sumó preocupada de que todos sumaran, sin los recelos de que los locales merecían más. No por bondad, sino porque todos eran de fuera, y los de dentro estaban muertos o recluidos en prados y reservas. Se construyó un imperio sobre la meritocracia del más fuerte, y luego se repartieron los pasaportes.
La Gran Manzana es lo que es porque supo integrar a todos sin necesidad de que nadie renunciara a nada
Mi casa está al lado de la ONU y el parque Dag Hammarskjöld, una enorme plaza rectangular que es una especie de morada de vagabundos, mercadillo de verduras los miércoles, zona de recreo de nietos y abuelos, y manifestódromo global todo el año. En esos meses he visto todo tipo de concentraciones allí. Pero en la semana previa, y durante la semana en que se celebraba la Asamblea General de Naciones Unidas, se acumularon las protestas. Hubo hasta que compartir espacio entre diversas nacionalidades.
El sábado 20 de septiembre en un lado de la plaza estaban los opositores iraníes y en el otro los birmanos. En medio de aquello, aparecieron los chinos contrarios al Partido Comunista y los muy activos seguidores del movimiento Falun Gong.

Los días siguientes, los movimientos pro Palestina coparon las calles. La Policía blindó la plaza Dag Hammarskjöld, y los manifestantes se movieron en frente a una placita que está justo debajo de mi ventana. En una ocasión vi carteles que hablaban de genocidio, pero no se referían al de Palestina sino al de Sudán. Compartían dolor, así que acabaron mezclándose unos y otros compartiendo también protesta. Justo en ese momento pasó una chica por delante que se hizo fotos haciéndoles una peineta y se marchó mandándoles a la mierda. Un poco después, llegaron unos chicos con una bandera de Nicaragua que protestaban contra la dictadura de Daniel Ortega.
Los siguientes días pasó más de lo mismo. Los movimientos pro Palestina, perennes, se mezclaron, no había más remedio por espacio, con protestas de filipinos, una concentración de Guinea Bissau y otra de Zimbabue. Hasta que llegó el viernes, el día que el presidente de Israel, Netanyahu, hablaba en la Asamblea.
Y lo que sucedió es que se desparramó un odio, un odio con asco, un odio violento. Algunos intentaban conversar, pero se acababa siempre en un vómito de desprecio con los ojos inyectados en sangre
Ese día esperé a la gran marcha que llegaba por la calle 48 y entró en la Segunda Avenida hasta la plaza Dag Hammarskjöld. Calculo que serían entre 2000 o 3000 personas. La Policía les permitió el acceso. Me fijé que tras unas vallas había dos decenas de manifestantes con banderas de Israel, Estados Unidos, y gorras con la leyenda MAGA (Make America Great Again).
Decidí colocarme junto al otro lado de la valla y ver que sucedía entre unos y otros. Y lo que sucedió es que se desparramó un odio, un odio con asco, un odio violento. Algunos intentaban conversar, pero se acababa siempre en un vómito de desprecio con los ojos inyectados en sangre. Varias veces pensé que llegarían a las manos mientras los agentes de Policía sólo intervenían cuando algunos cuerpos estaban muy cerca.

Primero me coloqué junto a un grupo de ortodoxos judíos, del grupo “Rabinos por Palestina” o “Neturei Karta”, que apoyan a los palestinos y critican el sionismo de Israel y Netanyahu. “No habláis en el nombre del pueblo judío”, decía un tipo desde un megáfono que alternaba el altavoz con su hijo, que no debía tener más de seis años. Los gritos para entonces eran ya ladridos, gruñidos, eructos o gargajos. Con voz, con manos.
Anoté algunas cosas que decía una mujer con gorra azul, pro israelí, que mezclaba el inglés y el español. Tenía la capacidad de insultar en dos idiomas. “Ven acá hija de puta y te enseño quien soy. Tú eres una terrorista y eres muy fea”. “Tu madre es una puta. Vete a luchar por vuestros violadores héroes”. Y de su rostro salían babas y carroña.
No le dije que acababan de gritar que “los musulmanes son terroristas”. No por miedo a que cumpliera su promesa, sino por miedo a escuchar su perorata de patrias y dioses
Y al otro lado, pegado a mí, un tipo mayor pro palestino, con la cara de un abuelo que durmiera sus nietos en el regazo, le contestaba: “Eres la puta de ellos. A tu madre se la siguen tirando después de muerta. Eres la prostituta de cuatro gatos”. Y cada vez que abría el gaznate se le movían los dientes como si fuera a morderse la voz para escupirle sangre en el rostro.
Violentaba ser parte de eso. Me quedé callado escuchando durante casi una hora el odio que se mostraban unos desconocidos. Un tipo vestido con una chilaba, alto y con bigote, me preguntó en un momento: “¡¿Qué han dicho?! ¡¿Qué han dicho?! ¿Se han metido con los musulmanes? Porque si se han metido con los musulmanes saltó ahora mismo la valla y les corto el cuello. Eso no lo permito”.

Y yo le miré con hastío y no le dije que acababan de gritar que “los musulmanes son terroristas”. No por miedo a que cumpliera su promesa, sino por miedo a escuchar su perorata de patrias y dioses. Y justo al otro lado, un tipo grandullón y musculado con camiseta negra, y una bandera mitad de Israel y de Estados Unidos, iba retando uno a uno a cualquiera de los oponentes a dejar el recinto e irse a un sitio sin policías donde pudieran jugarse el honor y los labios.
Y entonces pasó algo casi cómico. De pronto, entró un largo grupo de manifestantes de Bangladés en la plaza, que no entendí bien qué decían. Y de pronto pasaron por el medio de las vallas entre los pro Palestina y los pro Israel también los chinos de Falun Gong. Y todo se mezcló. Y todo aquel espacio era un lugar donde gentes legítimamente acudían a alzar la voz con la certeza de que se grita en Manhattan y el eco llega hasta Jerusalén, Daca, Pekín o Managua. Eso es lo que diferencia a Nueva York del resto de urbes de este planeta. Sólo aquí hay gentes de todos esos lugares pudiendo odiarse. Y esos gritos, hasta esos cabrones gritos de odio, son la esencia y éxito de esta urbe.
