Bolivia está llena de precipicios, transportistas y caminos sin asfaltar. Mala mezcla. Las cruces custodian uno de los trayectos más sobrecogedores de América y su nombre no ayuda a relajar el gesto al volante. La Carretera de la Muerte forma un trayecto de barro y piedra que serpentean entre la Cordillera de los Yungas hasta alcanzar la -nunca mejor llamada- ciudad de la Paz.
Hoy día, los bolivianos conducen aliviados por una vía asfaltada que el gobierno decidió construir para evitar el pánico de los camioneros y la agonía de sus mujeres, que enviudaban con el más mínimo descuido de sus maridos. Aún hoy es posible recorrer sus 80 kilómetros que se estrechan como si la hubiera diseñado la mismísima Parca. Apenas 3 metros de ancho en algunos puntos, 300 centímetros por los que debían circular los camiones en ambas direcciones.
Nuestra vuelta al mundo acababa de asomarse al camino más vertical que habíamos visto en nuestras vidas. Algunos barrancos alcanzan 800 metros de desnivel y cuando llueve el barro desliza los vehículos en un baile mortal. Lo vimos en otras carreteras del país, sentimos la rigidez de los músculos, el suspiro eterno, el no querer mirar. La Carretera de la Muerte nos recibió en un día encapotado, pero seco, sin la amenaza de los camiones. Aún así, el día se nos hizo muy largo.
Algunos barrancos alcanzan 800 metros de desnivel y cuando llueve el barro desliza los vehículos en un baile mortal.
Condujimos por turnos, sin tiempo para consumir los sentidos, siempre escorados a la roca, pues más vale arriesgar la chapa del 4X4 que la vida. Pero entonces vimos a lo lejos otro coche, un todoterreno que se acercaba en dirección opuesta. Existe una norma no escrita que obliga a los vehículos que ascienden a pegarse al borde vacío para evitar que el que desciende use los frenos junto al abismo. En aquel momento la pendiente era leve, pero en subida. Los tres miembros de la vuelta al mundo resoplamos. Conducía José Luis, nuestro productor. Se hizo a un lado, el lado sin montaña. Yo saqué la cámara por la ventanilla detrás del piloto, intenté grabar el suelo, pero no había suelo. Todo pasó muy despacio, pero a mí me pareció muy muy muy muy despacio. El otro coche casi se lleva la puerta, nosotros nos llevamos el susto para toda la vida, pero seguimos camino.
La jornada transcurrió con cautela. Parábamos a grabar el coche, encuadrábamos el precipicio, las cruces de los muertos, las cascadas que invadían un camino imposible. Luego retomábamos la marcha. Aquel día no hablamos mucho.
Yo me empeñé en grabar un plano elocuente. Nos detuvimos en el extremo de una curva muy abierta en forma de “U”. La idea era que José Luis debía alejarse con el coche, para que Alfonso y yo pudiéramos grabarlo desde el otro extremo. Sólo así se podía apreciar la dimensión del precipicio, la insignificancia de un coche entre los Yungas.
La fatalidad quiso que la cámara comenzara a fallar justo en aquel momento. Habíamos pasado casi ocho horas grabando el miedo y ahora no podíamos rematar la secuencia. Nos faltaba aquel plano y hasta el equipo de vídeo se rindió al sobresalto de los Andes.
No hay nada peor, después de superar los miedos, que tener que volver a enfrentarlos para descubrir que siguen ahí.
20 días después
Aquella avería técnica nos costó una temporada en la capital del país, sin poder avanzar por el mundo porque no podíamos contarlo. La serie Un Mundo Aparte pretendía narrar toda la travesía, retratar el planeta y si queríamos ser leales a tal empresa no podíamos irnos sin más, con una cámara ciega. Así pues tuvimos que detener la marcha, acomodarnos en una ciudad que alcanza los 3.800 metros sobre el nivel del mar y a base de paciencia y tés de hoja de coca, aguantamos 20 días en La Paz. La cámara voló hasta España y nos enviaron otra de emergencia. El viaje recuperó su rutina y salimos a los mercados de la Paz, para grabar el trajín de gente, el color indígena, los bombines, los mercados. El siguiente paso consistía en visitar las aguas calmas del Titicaca, pero antes debíamos terminar algo. Nos faltaba un plano.
Esta vez condujimos por la carretera de asfalto durante más de 60 kilómetros y luego tomamos un desvío. Los tres sabíamos que volvíamos a esa”U” gigante. No hay nada peor, después de superar los miedos, que tener que volver a enfrentarlos para descubrir que siguen ahí. Colocamos el trípode, José Luis tomó aire, el coche volvió a perderse entre las montañas. Media hora después regresó y nosotros teníamos nuestro plano, ese que nos permitía contar la abrupta historia de los transportistas bolivianos.
-¡Venga, vámonos de aquí de una vez!- masculló José Luis, mientras miramos por última vez aquel camino mortal tallado con rabia entre los Yungas.