Kathmandú: la masacre de la familia real

Cuando visito Kathmandú, la capital de Nepal, el rey Gyanendra está todavía tambaleándose y la ciudad está cercada por los rebeldes maoístas. La carambola que le sentó en el trono fue una matanza que dio la vuelta al mundo en 2001. El príncipe heredero mató a tiros a sus padres, los reyes, y a lo más granado de la familia real. Tras el regicidio, la corona sólo podía reposar en la cabeza de Gyanendra.
Río Bhote Kosi

Cuando visito Kathmandú, la capital de Nepal, el rey Gyanendra está todavía tambaleándose y la ciudad está cercada por los rebeldes maoístas. La carambola que le sentó en el trono fue una matanza que dio la vuelta al mundo en 2001. El príncipe heredero mató a tiros a sus padres, los reyes, y a lo más granado de la familia real. Tras el regicidio, la corona sólo podía reposar en la cabeza de Gyanendra.

Descendemos hacia el valle de Kathmandú a través de barrancos sin fondo empapados en agua. La vegetación es exuberante. Huele a humedad, a madera mojada, a trópico. Los campesinos se pasean en chanclas y pantalón corto, acarreando a la espalda pesados sacos de patata. En la carretera se cruzan rebaños de vacas y gallinas desorientadas. Una adolescente se lava el pelo en un caño de agua mientras niños desnudos se bañan en un regato del río Bhote Kosi, que ahora exhibe un caudal pletórico encajonado entre el desfiladero como una bestia acosada. Los nepalíes se las ingenian para salvar el barranco de una a otra orilla. Un puente de tablas de madera que se bambolean con las pisadas del viajero pasa por ser, con sus 160 metros, el más largo de Nepal. No resistimos la tentación de cruzar al otro lado, sorteando fardos que parece que andan solos y mirando de reojo al vacío que se abre a nuestros pies, más de 200 metros hasta las aguas bravas del Bhote. Río abajo, el método ideado para pasar de una orilla a la otra es mucho más ingenioso. Valiéndose de una tirolina, una cesta donde apenas caben dos adultos en cuclillas salva los 50 metros del cauce en este tramo.

El calor se mastica, se traga. Los controles militares se suceden (cinco en 120 kilómetros). Los rebeldes maoístas están cercando la capital de Nepal, obstinados en derrocar al rey Gyanendra y escribir el epílogo a dos siglos y medio de la dinastía Shah. Gyanendra se convirtió en rey en junio de 2001 después de una masacre real sin precedentes que le puso el trono en bandeja. Su sobrino Dipendra, el príncipe heredero, mató a tiros a sus padres, el rey Birendra y la reina Aishwarya; a sus hermanos, la princesa Shruti y el príncipe Nirajan; al también príncipe Direndra (hermano del rey y tío del regicida); a las princesas Shanti, Sharada (hermanas del monarca) y Jayanti (prima de Gyanendra) y al marido de la segunda. Todo un árbol genealógico teñido de sangre en un reino remoto. Todos los ingredientes para copar las portadas de los periódicos de medio mundo.

Todo un árbol genealógico teñido de sangre en un reino remoto. Todos los ingredientes para copar las portadas de los periódicos de medio mundo

Al parecer, Dipendra estaba contrariado porque sus padres no le dejaban casarse con quien quería, una pariente lejanda de su madre. El príncipe heredero ejecutó su venganza en una cena real en el Palacio de Narayanhity en la que, notablemente borracho, disparó a todo lo que se movía y luego se descerrajó un tiro. Gyanendra, a quien muchos nepaleses apuntaron como el instigador de la orgía de sangre (y quien curiosamente no se hallaba en palacio esa noche), se convirtió en rey de Nepal. A él le reservaría la historia el dudoso honor de cerrar la dinastía nepalí en junio de 2008, cuando los maoistas le obligaron a dejar el trono. Al monarca derrocado no le va tan mal reconvertido en magnate empresarial, pues los tentáculos de sus negocios (afianzados durante su reinado) se extienden a hoteles, casinos y a la industria tabacalera y del té.

Por fin en Kathmandú

Entre desprendimientos y asfalto desconchado, la carretera sigue descendiendo los casi 1.000 metros de desnivel entre Zhangmu y Kathmandú. Los adelantamientos son temerarios y los bocinazos, cada vez más frecuentes. Las circunstancias obligan. En un momento dado, un carril está ocupado por un rebaño de vacas y un poco más adelante dos camiones adelantan a la vez a un carrichoche, uno por cada lado. Cerca de Bhaktapur pasamos el último control militar. Como no tenemos pinta de guerrilleros maoístas nos dejan pasar. Tenemos el valle de Kathmandú a nuestros pies. Una semana después de salir de Lhasa hemos recorrido al fin los 1.120 kilómetros entre la capital del Tíbet y la de Nepal (nos hemos pasado, calculo, 35 horas y veinte minutos metidos en el todoterreno, a razón de cinco horas diarias y a una media de 30 kilómetros por hora).

En Kathmandú la sinfonía de bocinazos es parte de la bocinglera partitura del caos que domina la ciudad a medida que nos acercamos a su centro histórico, abigarrado en torno a Durbar Square. Según la leyenda, fue un descendiente de Manjushri, un santurrón proveniente del norte de China que pasa por ser el fundador mitológico de Nepal, quien alumbró la ciudad de Kathmandú en el 724 de nuestra era. Su antecesor asestó un sablazo a una de las montañas que rodean el valle de Kathmandú, entonces un gran lago donde reposaba Swayambhu, el Buda primigenio con forma de loto, liberando así el agua y dando lugar al río Bagmati. El Nepal había nacido. Pero su descendiente, el fundador de la capital, necesitaría ahora no una espada, sino una buena escoba para limpiarla de basura. Las bolsas de desperdicios, que los vecinos de la parte vieja tiran despreocupadamente por las ventanas, se acumulan en la calle esperando que alguien les pegue fuego para librarse del hedor.

De Thamel a Durbar Square

Caminando por Thamel, el barrio más turístico de Kathmandú, pronto te das cuenta de que la ausencia de semáforos te obliga a ser decidido si quieres cruzar una calle. Para alcanzar la otra acera no queda otra que sortear coches, bicis y motocicletas que serpentean como si de un slalom de la Copa del Mundo de esquí se tratase. En esta zona los comerciantes de las tiendas no atosigan a los turistas, pero es una impresión fugaz que se esfuma en cuanto se pone un pie en la ciudad vieja, una amalgama de callejuelas atestadas de gente donde, pese a todo, las motocicletas y los rickshaws se las apañan para abrirse paso a bocinazos. En una esquina, un niño mugriento duerme agazapado sin que nadie le preste atención. La suciedad salta a la vista, con los montículos de desperdicios que husmean perros vagabundos. Hombres y mujeres escupen sus esputos en el suelo sin ningún miramiento. Las aceras brillan por su ausencia y el asfalto se retuerce resquebrajado a cada paso. Las papeleras son un lujo innecesario, porque todo se tira al suelo. Durante las cuatro horas de nuestro recorrido a pie por los alrededores de Durbar Square sólo veo una. Le pregunto a un comerciante. “Las calles son muy estrechas y no hay sitio para ponerlas”, se encoge de hombros. Lo mejor es que tiene pinta de creerse lo que está diciendo.

El auténtico milagro de este caos de tráfico es la plaza de Asantol, donde confluyen ¡ocho calles! Por supuesto, sin ningún semáforo para regular la circulación. Las mercancías, sean las que sean -especias, verduras, comida caliente, artesanía, prendas de cachemire- se exhiben en plena calle, junto a portales estrechos de aspecto ruinoso. Enjutos nepalíes, también niñas, acarrean enormes y pesados fardos sobre la espalda sujetos a la frente con una cinta. Los ambulantes no te dejan vivir, los niños mendigos te acechan y presuntos sadhus (en realidad caraduras disfrazados de santones) se te arriman a la menor ocasión para suplicarte unas monedas por una foto o por imponerte el tika en la frente (el tercer ojo, el que ve más allá de las apariencias, un signo de bendición para los hinduistas).

Escapamos del bullicio introduciéndonos en una plazuela donde se encuentra el templo de Jaganath. Se trata de un patio interior lleno de palomas rodeado de casas. Las palomas son, precisamente, la principal amenaza para este templo levantado en el siglo XVI, pues sus excrementos están deteriorando a marchas forzadas las tallas eróticas de sus columnas de madera. En los altares hay ofrendas de ramas de enebro humeantes. Los ambulantes venden incienso para quemar y aceite para dar lustre a las imágenes. En uno de los altares, un niño de apenas tres años manosea la imagen de una divinidad, con la familiaridad de quien acaricia su juguete preferido mientras una mujer enlutada envuelta en un sari blanco le observa con ternura.

Una buena opción para tomarse una cerveza es la azotea del restaurante Festive Fare, situado en la parte sur de Durbar Squate, en la plaza de Basantapur. Pero tras una semana de monótona dieta, hoy toca homenaje gastronómico en Durbar Marg. Elegimos para cenar el Ghar-e-Kebab, que presume de cocinar el mejor tandori de la ciudad. Comemos con la avidez del mendigo al que dan una hora para saciarse. La factura sube a 3.000 rupias (unos 40 euros), pero el camarero se equivoca y nos pasa una cuenta de 5.000. Estamos cansados, pero no somos tontos, y al final se deshace el entuerto. Mejor irse a dormir sin perder la confianza en la honestidad del prójimo.

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