La odisea de ir al baño en Lhasa

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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A simple vista, lo primero que sorprende es que el kora del Barkhor es, a la vez que recorrido espiritual, una sucesión de tenderetes callejeros, algo así como “la milla de oro” de Lhasa (nada extraño si uno piensa en la semejanzas con los grandes epicentros de peregrinación de las principales religiones monoteistas). A unos metros de los peregrinos que desgastan sus rosarios de cuentas, de los monjes que se arrodillan extendiendo sus brazos sobre el suelo desnudo para volverse a incorporar y repetir la operación una y otra vez, avanzando metro a metro para cumplir una promesa, los comerciantes negocian con los turistas el precio de los souvenirs. Como sucede en el resto de la ciudad, los tenderos chinos han ido acaparando los puestos y han dejado en minoría a los tradicionales vendedores tibetanos. Con razón apunta Alec Le Sueur en su divertido “El mejor hotel del Himalaya” que en el Barkhor “uno nunca sabía en quién confiar. Cualquiera de los tibetanos o chinos de aspecto inofensivo podía ser un informante”.

Es aquí, a la sombra del templo sagrado del budismo tibetano, cuando el viajero percibe por primera vez uno de los olores más característicos del Tibet: el inconfundible aroma a mantequilla rancia de yak que alimenta las lamparillas de oración que titilan por centenares en todo templo que se precie.

Primer problema. La consigna universal que todo viajero que viaja al Tibet recibe en los primeros cinco minutos de estancia en el país de las nieves es: hay que beber mucha agua para prevenir el mal de altura. Sin embargo, nadie te explica dónde mear tamañas cantidades de líquido (de cuatro a cinco litros diarios). En este primer paseo por la vieja ciudad prohibida, la vejiga sólo tarda un par de horas en declararse en rebeldía. Y el viajero, aunque lo intenta, no encuentra un lugar idóneo para mear entre tanto despliegue de espiritualidad. Regar suelo sagrado no entra en mis planes por ahora.Cuando ya estoy a punto de tirar la toalla, adivino la entrada a unos baños públicos en una de las callejuelas que nacen alrededor del Barkhor. Dentro sólo hay un murete de apenas medio metro de alto. Detrás, en cuclillas, un chino se esfuerza por aliviar el sinsabor de sus entrañas. Lo peor en estos casos es dejarse intimidar, así que me refugio en una esquina y cumplo por fin la misión en un agujero de olores profundos. Al terminar, no olvido llevarme mi botella de litro y medio de agua, compañera inseparable de estos primeros pasos por Lhasa.

La consigna universal que todo viajero que viaja al Tibet recibe en los primeros cinco minutos de estancia en el país de las nieves es: hay que beber mucha agua para prevenir el mal de altura.

El mejor sitio para observar a la marea de peregrinos que recorren el kora es el Makye Amye, un restaurante que dispone de un espectacular mirador en la primera planta. Como está recomendado en la Lonely Planet, la ecuación es simple: casi siempre está lleno. De hecho, nos ofrecen acomodarnos en la misma mesa que una pareja de turistas escandinavos. Como no nos apetece terminar hablando de toros y paella con la pareja sueca declinamos la oferta.

Tras dos nuevos intentos fallidos en el Tashi I (que haciendo un alarde de originalidad la Lonely Planet define como “friendly” y que a nosotros nos parece sucio y maloliente) y en el Kailash (donde nos explican muy amablemente que no sirven cenas), terminamos en un cuchitril de cuyo nombre no quiero acordarme y en el que pruebo por primera vez la carne de yak estofada (aunque se trata, evidentemente, de un acto de fe). Todo regado, ahora que ya se presagia el baño del hotel, con unos cuantos litros de agua.

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Comentarios (2)

  • Juancho

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    fffuuuu. Te entiendo, Ricardo. Yo lo pasé fatal en los baños… He llegado a mear con diez tíos deponiendo junto a mi. Por cierto que ocho de ellos fumaban a la vez… Y sin embargo, qué contraste con otras cosas de su cultura, verdad? Un abrazoooo

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