Cine sudafricano: bocados en la conciencia

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)

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Un niño violado por el novio, que tiene Sida, de su madre; un juicio de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (creada para amnistiar a todo el que se declarará culpable tras el apartheid) que destapa las salvajes torturas y traiciones de la época del régimen racista; un niño que vive en una aldea del campo y que tras morir sus padres de Sida va a Johannesburgo a ganarse la vida limpiando parabrisas en los semáforos para comprar una vaca con la que subsistir su primer y abuela (la prima, otra niña, también ha sido violada por su profesor que también tiene Sida); una niña negra, hija de unos racistas padres blancos afrikáners (genética de algún antepasado), que acaba siendo una apátrida (una blanca por nacimiento y negra de piel, lo que en plena época del apartheid era un problema, ya que estaba prohibida la mezcla de razas). Es rechazada por sus padres cuando acaba teniendo relaciones con un negro que, a su vez, la acaba pegando palizas volcando en ella su odio racial hacia los blancos (la historia, que parece imposible de imaginar, es real).

Son todo historias de películas sudafricanas que he visto esta semana (me ha dado por ahí, por hacerme un ciclo de cine local a cargo del videoclub). Las películas son desgarradoras, bocados en el estómago. Un argumento que devora conciencias y que enseña otra realidad de este país. Una realidad, al menos en lo concerniente al Sida, que se puede aplicar a buena parte del Sur de África.

Cada una de esas películas, “Themba”, “Red Dust”, “Beat the Drum” o “Skin” están basadas en hechos reales directamente o de forma indirecta. Sin embargo, lo singular es que uno entiende que cada film tiene un sentido didáctico, que intenta enseñar cómo se ha propagaba de manera aritmética el Sida mientras se mataban vacas para ahuyentarlo. O intentan enseñar las cicatrices abiertas del conflicto racial para intentar no repetir los errores del pasado.

Las películas son desgarradoras, bocados en el estómago. Un argumento que devora conciencias y que enseña otra realidad de este país. Una realidad, al menos en lo concerniente al Sida, que se puede aplicar a buena parte del Sur de África.

No son películas explícitas, donde se enseña la violencia o el sexo con la crudeza del cine europeo. Aquí la realidad supera a la ficción a arcadas. La niña violada se viste mientras el maestro, de fondo, abre la puerta de la clase. Las palizas se encuentran en rastros de sangre en el suelo, en algún chillido entre sombras… No hace falta que el espectador se recree con la escena, ya lo hace, en muchos casos, mirando por la ventana. ¿Quién necesita pagar para recrearse con lo que humedece sus ojos?

Todas, las cuatro que he visto, tienen finales felices o, al menos, ofrecen una esperanza. Como si alguien decidiera pintar un jardín en medio de un estercolero. Probablemente hasta puedan ser algo ñoños los acabados de acuarela, pero el cine es un reflejo de lo que pasa fuera y aquí caen aguaceros de miseria en cuanto se cruza al otro lado, a los township y aldeas rurales.

Vi también una película más rudimentaria, hecha con los mismos efectos especiales que usaron los hermanos Lumiere en el siglo II aC, en zulú, el año pasado, que era bastante gore (como todo el mundo se puede imaginar, mi conocimiento del zulú es casi de nivel Zuefl). Era sobre un albino que nacía en un aldea y dos brujos se cargaban a media África a machetazo limpio para ahuyentar los malos espíritus (en algunas comunidades africanas un albino es un símbolo de mala suerte, demoniaco). El presupuesto en Ketchup debió hacer historia, porque aquí manchaban hasta la pantalla de rojo. No es la regla por lo que he visto después. El cine enseña una realidad escondida, es un vehículo de comunicación. Hay millones de historias como estas, en la esquina, al otro lado. Algunos sólo las ven en el cine.

Un niño violado por el novio, que tiene Sida, de su madre; un juicio de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (creada para amnistiar a todo el que se declarará culpable tras el apartheid)  que destapa las salvajes torturas y traiciones de la época del régimen racista; un niño que vive en una aldea del campo y que tras morir sus padres de Sida va a Johannesburgo a ganarse la vida limpiando parabrisas en los semáforos para comprar una vaca con la que subsistir su primer y abuela (la prima, otra niña, también ha sido violada por su profesor que también tiene Sida); una niña negra, hija de unos racistas padres blancos afrikáners (genética de algún antepasado), que acaba siendo una apátrida (una blanca por nacimiento y negra de piel, lo que en plena época del apartheid era un problema,  ya que estaba prohibida la mezcla de razas). Es rechazada por sus padres cuando acaba teniendo relaciones con un negro que, a su vez, la acaba pegando palizas volcando en ella su odio racial hacia los blancos (la historia, que parece imposible de imaginar, es real).
Son todo historias de películas sudafricanas que he visto esta semana (me ha dado por ahí, por hacerme un ciclo de cine local a cargo del videoclub). Las películas son desgarradoras, bocados en el estómago. Un argumento que devora conciencias y que enseña otra realidad de este país (siempre insisto en ello, pero aquí, como en España, hay mil formas distintas de sobrevivir o disfrutar la vida). Una realidad, al menos en lo concerniente al Sida, que se puede aplicar a buena parte del Sur de África.
Cada una de esas películas, “Themba”, “Red Dust”, “Beat the Drum” o “Skin” están basadas en hechos reales directamente o de forma indirecta. Sin embargo, lo singular es que uno entiende que cada film tiene un sentido didáctico, que intenta enseñar cómo se ha propagaba de manera aritmética el Sida mientras se mataban vacas para ahuyentarlo. O intentan enseñar las cicatrices abiertas del conflicto racial para intentar no repetir los errores del pasado.
No son películas explícitas, donde se enseña la violencia o el sexo con la crudeza del cine europeo. Aquí la realidad supera a la ficción a arcadas. La niña violada se viste mientras el maestro, de fondo, abre la puerta de la clase. Las palizas se encuentran en rastros de sangre en el suelo, en algún chillido entre sombras… No hace falta que el espectador se recree con la escena, ya lo hace, en muchos casos, mirando por la ventana. ¿Quién necesita pagar para recrearse con lo que humedece sus ojos?
Todas, las cuatro que he visto, tienen finales felices o, al menos, ofrecen una esperanza. Como si alguien decidiera pintar un jardín en medio de un estercolero. Probablemente hasta puedan ser algo ñoños los acabados de acuarela, pero el cine es un reflejo de lo que pasa fuera y aquí caen aguaceros de miseria en cuanto se cruza al otro lado, a los township y aldeas rurales.
Vi también una película más rudimentaria, hecha con los mismos efectos especiales que usaron los hermanos Lumiere en el siglo II aC, en zulú, el año pasado, que era bastante gore (como todo el mundo se puede imaginar, mi conocimiento del zulú es casi de nivel Zuefl). Era sobre un albino que nacía en un aldea y dos brujos se cargaban a media África a machetazo limpio para ahuyentar los malos espíritus (en algunas comunidades africanas un albino es un símbolo de mala suerte, demoniaco).  El presupuesto en Ketchup debió hacer historia, porque aquí manchaban hasta la pantalla de rojo.
No es la regla por lo que he visto después. El cine enseña una realidad escondida, es un vehículo de comunicación. Hay millones de historias como estas, en la esquina, al otro lado. Algunos sólo las ven en el cine.
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