1944 Collarada 2015

“Excursión a Collarada”. Así había encabezado mi padre, en 1944, una cuartilla que ahora parecía incapaz de resistir un soplido: la de su subida a Collarada desde Villanúa, uno de los mayores desniveles del Pirineo. Hacía tiempo que me rondaba la cabeza intentar emularle. Setenta y un años después, había llegado la hora.

“Excursión a Collarada”. Así había encabezado mi padre una cuartilla que ahora parecía incapaz de resistir un soplido. La sostuve con el temor de que se me deshiciera entre los dedos. Habían pasado muchos años y era como leer la frágil nota de un náufrago. En apenas ocho líneas, despachaba uno de los desniveles más brutales del Pirineo: los casi 2.000 metros que separan el pueblo de Villanúa de la cima de Collarada, el gigante del Valle del Aragón con sus 2.886 metros. Junto a otros cuatro compañeros, comenzaron a andar a las cuatro menos diez de la mañana y, cinco horas y media después, llegaron a la cumbre. Era el 30 de julio de 1944.

Yo ya había subido a Collarada siendo un adolescente, pero nos acercaron en coche hasta el refugio de la Trapa, creo recordar. No era lo mismo, desde luego. Te quitabas de un plumazo 800 metros de desnivel. Así que hacía unos cuantos años que me rondaba la cabeza la subida desde Villanúa, una suerte de homenaje a mi padre y al pirineísmo clásico. Finalmente, me decidí.

La cuartilla escrita por mi padre en 1944 parecía incapaz de resistir un soplido. Era como leer una nota de un náufrago

Antes de afrontar la “excursión”, caminamos un día de finales de agosto durante tres horas en dirección al collado de Ip, una de las rutas (la del refugio de la Espata) de ascenso a Collarada. El mal tiempo y la aún insuficiente forma física nos frenaron bajo el paso Abete, calculo que a menos de dos horas de la cima.

Ocho días después, Belén y yo lo intentamos en serio,esta vez por la Trapa. Madrugamos, aunque no tanto como mi padre 71 años atrás. A las siete de la mañana, con las primeras luces del alba, aparcamos el coche junto al centro de interpretación de la Cueva de las Güixas, pasado Villanúa en dirección a Francia. Veinte minutos después ya pisábamos el tramo aragonés del Camino de Santiago que lleva al Somport, del que hay que desviarse a la derecha tal y como indica un cartel que señala la subida a la Trapa. Lo curioso es que el ascenso comienza en unas escaleras (68) de cemento que salvan el primer repecho y enlazan muy pronto con la pista que permite subir en coche hasta el refugio (hay que pedir permiso en el Ayuntamiento, ya que una barrera cierra el paso a los vehículos no autorizados).

Repetir su subida era una suerte de homenaje a mi padre y al pirineísmo clásico

Para evitar la incómoda pista, varios letreros de madera y sucesivas marcas blancas y amarillas indican un sendero que va ganando altura muy rápido, ahorrándonos las interminables curvas. Conviene estar atento para no pasar por alto ninguno de los desvíos, pues de otra forma, como nos sucedió a nosotros cerca de un dolmen, te ves obligado a caminar un buen rato por la pista hasta encontrar el siguiente.

Caminamos a buen ritmo y, aunque el cartel indica que el refugio está a tres horas, a las 8:50 (en hora y media) ya estamos ahí. Nos quedan por delante todavía más de 1.100 metros de desnivel. Frente a nosotros, una amplia brecha en la roca, el Hachar, salva la primera barrera de piedra que protege Collarada.

Una sirga ayuda a superar la parte más expuesta del Hachar, que puede amilanar a quienes sufran de vértigo

El sendero asciende por la izquierda hasta que, en el último tramo, cruza de lado a lado la canal. Una sirga ayuda a hacer más llevadero algún que otro paso algo expuesto. Basta con tener cuidado, aunque puede amilanar a quienes sufran de vértigo, como le sucede a Belén.

Superado el escollo se abre frente a nosotros una inmensa pradera donde es fácil perder el camino, por lo que no está de más tomar alguna referencia para la bajada. Es un buen lugar para tomarnos un pequeño respiro antes de reanudar la marcha a las nueve y media de la mañana.

La cima, ahora a la vista, empieza a cubrirse de nubes y la niebla se va echando encima poco a poco

La cima, ahora a la vista, empieza a cubrirse de nubes y la niebla se va echando encima poco a poco, hasta el punto de que pasamos de largo por dos referencias de la subida, la cabaña de los Cubilares y la fuente de los Campanales, que ni siquiera atisbamos. Pero como de momento no perdemos el sendero y las fuerzas acompañan, seguimos adelante.

A medida que avanzamos por la pedriza final, la niebla se hace cada vez más densa y ni siquiera vemos la canal por la que se salva el segundo collar de rocas que antecede a la cumbre. Perdemos, de hecho, los hitos de piedra que marcan la subida y nos pasamos un buen rato buscándolos antes de continuar hacia arriba de forma intuitiva por la escasa visibilidad.

Cuando perdemos los hitos de piedra por la escasa visibilidad, continuamos hacia arriba de forma intuitiva

Me planteo darnos la vuelta, porque la niebla es, con mucha diferencia, el principal enemigo del montañero en las alturas. Belén, que nunca ha subido a Collarada, no quiere ni oír hablar de desistir, pese a que sus problemas de vértigo se acentúan en pendientes tan pronunciadas e inestables. Su espíritu de superación es encomiable. Seguimos adelante.

Una vez en la canal, aseguramos cada paso y buscamos asideros en la piedra para ir ganando altura, despacio pero sin pausa. Tan concentrados vamos en el siguiente paso que, cuando llegamos al collado que se asoma al circo de Ip, tenemos que descender unos metros para buscar la mejor opción hacia la cima, ahora tan cercana.

En la cumbre me acuerdo de mi padre, de su grandeza como hombre y como montañero

Diez minutos antes del mediodía estamos en la cumbre (cuatro horas y media después de comenzar la ascensión en Villanúa), envueltos en la niebla, lo que nos priva de las maravillosas vistas de este mirador privilegiado del Pirineo. Nos abrazamos satisfechos. Hace bastante frío y no apetece (qué ironía después de tanto esfuerzo) quedarse demasiado tiempo aquí. Me acuerdo de mi padre y de su “excursión” del 44, de sus ocho líneas desnudas de adjetivos (que reproduzco en la galería fotográfica que acompaña a esta crónica), de su grandeza como hombre y como montañero (quizá una cosa lleve a la otra), del amor a la montaña que me inculcó desde niño.

La bajada por la canal es mucho más rápida. Nos cruzamos con un solitario montañero que surge de la niebla de repente saltando de piedra en piedra hacia la cima. Es la primera persona que vemos en todo el día. A la una, ya en la pradera y recuperado el calor corporal, paramos a almorzar. La niebla, afortunadamente, ha quedado atrás.

Hace bastante frío y no apetece, qué ironía después de tanto esfuerzo, quedarse demasiado tiempo en la cima

Quizá, de forma instintiva, bajamos la guardia porque poco después pierdo la orientación y nos vamos desviando cada vez más hacia la izquierda. No es una cuestión menor, pues hay que encontrar la entrada al Hachar para no terminar enriscados en una pared sin paso. Me doy cuenta definitivamente de mi error cuando ya asoma la cima de Collaradeta, la cumbre menor del macizo. No queda otra que volver sobre nuestros pasos hasta encontrar los cubilares que dan paso al Hachar. Perdemos muchísimo tiempo y unas fuerzas que no nos sobran.

Finalmente, y a sabiendas de que aún debemos remontar una loma para asomarnos al sendero, vemos una hilera de mojones de piedra que desciende por un barranco y, hartos de tanto ir y venir, la seguimos durante un rato, perdiendo altura rápidamente, hasta que, ya a la vista la pista de la Trapa en un claro del bosque, tenemos que seguir entre los árboles sin sendero alguno. Pero ya hemos superado el farallón de rocas y alcanzamos la pista pasadas las dos y media de la tarde.

Ocho horas y 45 minutos después, y tras perder el camino en la bajada, estamos en Villanúa de nuevo

¿Hacia dónde ir? A la izquierda, se dirige al refugio de la Espata y a la derecha, al de la Trapa. ¿Estaremos más cerca de uno o de otro? Al final, optamos por caminar hacia el de la Trapa. Una mesa a la sombra de un árbol nos espera. Son casi las tres de la tarde.

Hacemos un alto para comer algo y apurar los últimos tragos de agua y seguimos bajando por el cómodo sendero que ya conocemos de la subida (el cansancio extra por la pérdida del camino nos lleva a dejar para mejor ocasión el descenso por el barranco de los Azús, como era nuestra intención). A las cuatro de la tarde estamos en Villanúa, ocho horas y cuarenta y cinco minutos después de comenzar la subida a Collarada. La “excursión” ha terminado. Y a mí me ha llevado algo más de ocho líneas desmenuzarla.

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